Escritos sobre la cárcel

Diego Safa Valenzuela

1. Recuerdo que estuve en la cárcel.

No guardé un diario de campo. El puesto que me asignó la institución fue el de terapeuta. Pero yo me sentía más bien un vigilante. Se me exigía observarlos, tomar nota de sus palabras, detectar el nivel de veracidad de sus historias. Cada semana debía entregar una pila de papeles; páginas divididas en celdas, cajas de palabras que contenían mi informe sobre su conducta.

La palabra técnica para nombrarlos es adolescentes, pero a veces tenía la sensación de que me doblaban la edad. Habían vivido muchas más cicatrices que las mías. Su situación era una especie de limbo carcelario: Aún debía confirmarse la presunción de su responsabilidad en el delito que se les imputaba; y, si fuera el caso, había que determinar su condena. 

Los informes que escribía sobre ellos iban dirigidos a los jueces; cómo se portaban durante la terapia era uno de los factores que afectarían la elección de la sentencia. Al apilar palabras en los formularios yo pensaba cuál sería el destino de tanta letra encerrada, y si acaso los jueces llegarían a leer todas esas páginas.

Ante la exigencia institucional de determinar la maldad de estas personas, de formar parte del juicio al que estaban sometidos, trataba de convencerme de que mi labor podía tener otra utilidad. Quizás servir como compañía durante el tránsito de los adolescentes por la cárcel, quizás ayudar a detonar en ellos alguna pregunta sobre su propia historia, quizás incluso producir un movimiento. 

Estos textos son el diario que no guardé. No sé muy bien por qué no lo hice. Quizá en ese momento no tuve el coraje suficiente para escribirlo. Puede ser que también mi voz estuviera encerrada en ese espacio. 

Entrar a la cárcel es sumergirse en agua que se enturbia: dentro, uno no alcanza a apreciar las diferencias entre los elementos que le rodean; revolcado entre arena, agua, palabras-piedras, palabras caneras: entrenzado.

Entrenzado es un término que forma parte del lenguaje del encierro. Una de sus acepciones refiere a un estado de ánimo en el que distintas emociones, sobre todo enojo y tristeza, se entrelazan.

Apenas ahora, años después de haber salido, el agua parecería haberse asentado. Ahora, afuera, puedo ver mejor. Las imágenes de la cárcel vienen a mí de vez en cuando. Me asaltan. Los recuerdos han perdido fuerza, pero siguen recluidos tras cerrojos de vergüenza, temor y tristeza. Están esperando salir. Estos textos tienen la intención de liberarlos, de liberarme a mí de ellos. 

Puede que el olvido haya distorsionado mi relato, que estas líneas estén entrenzadas: revolcadas por afectos, ficciones, retazos. Si buscara describir con exactitud cómo opera la enorme maquinaria carcelaria, este testimonio quizás resultaría caduco: mi experiencia está enmarcada en una temporalidad fija, la última parte del mandato de Miguel Ángel Mancera como jefe de gobierno de la Ciudad de México. Mi condena duró sólo un año y medio.

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