Dossier: el día después. ¿Cómo es la lucha política sin López Obrador?

Padre, amigo, hermano
Mauricio Aguilar Flores
“ !Auditorio del mundo muy buenos días! Desde la capital de la República Mexicana Radio Red AM y FM, vía satélite e internet presenta: Monitor. Informa: José Gutiérrez Vivó”. Cada mañana de escuela, aquella sintonía de voz profunda y engolada marcaba el fin de la madrugada y el inicio de las labores domésticas. Escucharla significaba para mí la extensión del sueño por al menos 30 minutos. Mi padre era el primero en levantarse, lo escuchaba lavar los muebles de la cocina y preparar su licuado de fibra. Después le seguía mi madre iniciando el concierto de platos y sartenes donde cocinaba el desayuno. Al fondo siempre Vivó con el editorial y los primeros titulares del día. Aún lagañosos, mi hermana y yo salíamos medio uniformados a la mesa. Yo prefería comer con la luz que llegaba de la cocina a prender la que estaba encima de nosotros. Apenas terminar nos íbamos a lavar los dientes. Cuando estábamos listos y teníamos suerte, nos daban la llave del carro para bajar al estacionamiento a encenderlo y que se fuera calentando.
De camino a la primaria seguíamos escuchando Monitor, por lo que al llegar a clases, ya teníamos encima un par de horas de análisis político que, a pesar de no entenderlo del todo, nos formó una temprana consciencia de lo injusto. En ese programa fue la primera vez que escuché hablar de López Obrador y de sus conferencias mañaneras. Al principio se colaba como una de las tantas notas que había en la emisión pero como pasaron los años, sus políticas disruptivas llamaron la atención de muchos y despertaron el odio de algunos. Lo apodaron pejelagarto (Peje) para burlarse de su origen y forma de hablar pero no pegó. Todo eso lo escuchaba de rebote porque mis preocupaciones por esos tiempos pasaban por confundir a la tundra con la taiga en el examen de geografía, añorar como loco dar mi segundo beso y recuperar mis tazos de pokémon que me habían bajado el viernes en el recreo.
Me urgía que fuera lunes, ya por los tazos ya por el beso. Pensé que el domingo iríamos a jugar basket con mis tíos como siempre pero mis padres nos levantaron temprano y nos llevaron en el metro para el zócalo. Nunca había ido a una marcha. Yo no manifestaba nada pero mis padres sí. Sentí un nudo en la garganta cuando la energía de la gente desbordaba por los ríos amarillos de las calles. ¡No al desafuero de López Obrador! Escuché el discurso en los hombros de mi padre. La algarabía explotó cuando el peje terminó diciendo: ¡Los quiero desaforadamente! No sabía que rayos era el fuero. Para entonces solo repetía lo que decían los mayores. Sabía que nosotros éramos los buenos y que los otros eran los malos. Entonces con eso me bastaba.
En tercero de secundaria tenía solo dos certezas: mi abundante acné y mi comunismo entusiasta. Yo era joven y revolucionario como Allende lo hubiera querido. Incipiente marxista por mis años, equivocaba los conceptos más fundamentales del Manifiesto. La cosa se agravó cuando descubrí la autogestiva libertad ceceachera. La sociedad sin clases me invitaba fuera del salón a rondar los jardines con mi guitarra. Me sentía un oprimido del sistema, de los maestros, de los padres, de la vida en general. No cedería al sometimiento. Contaba con los amigos necesarios y trescientos pesos en la tarjeta de la beca. La imbecilidad suprema junto a mi incansable insolencia era, sin duda, símbolo inequívoco de salud adolescente.
Habían pasado tres años de nuestra primera derrota. No en las urnas, sino contra el Estado. Lo que en su momento haya sido el detonante de nuestra acción social, logró que el gobierno panista reculara en su intento de detener al candidato de izquierda pero de cualquier forma, la reacción de la mafia del poder logró consumar el fraude electoral. Su cinismo no hizo más que dar razón a todo el discurso de AMLO. El pueblo estaba agraviado. Hubo que aliviar la presión del conflicto con el plantón de Reforma. Viví en total consciencia la demanda del “Voto por voto, casilla por casilla”. Aquel hombre desafiante de la autoridad me representaba por completo. Era el símbolo de la lucha que me enseñó mi padre. Después de mandar al diablo las instituciones oficialistas, comenzó un incansable recorrido por todos los municipios del país investido en la presidencia legítima de la nación para ampliar el trabajo de politización social.
La siguiente década fue, en lo personal, la etapa más convulsa que viví. El dolor manifiesto, los amores fallidos y la apatía escolar descubrieron en mí, profundas heridas que no supe gestionar. Al final de la vagancia quedamos solos Silvio y yo. Que razón tenía al escribir: “Después que canta el hombre queda solo, pues cada uno regresa a sus pisadas”. No quedó nadie de los anarquistas del jardín. Algunos cayeron a las drogas y otros simplemente desaparecieron. Me metí a trabajar odiando todo cuanto pudiera. Engullido por el ritmo de la burocracia, adquirí rápidamente la moral Godín. Las quincenas, una tras otra, se iban como llegaban. Seguía enterado del acontecer político, pero lo miraba de reojo. A diferencia de aquel hombre que siguió luchando, yo había perdido la pasión. Resignado, el mundo para mí se había desencantado.
La segunda caída del movimiento tuvo distinto talante. La crisis de seguridad que había detonado el sexenio calderonista permitió que el viejo dinosaurio encendiera la maquinaria clientelar para comprar el favor de la gente resultando vencedores en las elecciones de 2012. Sin embargo, esa fue la última dádiva humillante que el pueblo les permitió. Lejos de ser el resurgimiento tricolor, esa victoria simbolizó el estertor de su muerte. El idilio con el partido heredero de la Revolución había terminado. “El PRI robaba, pero daba” decían algunos. Era del saber popular la inmensa corrupción que imperaba en el gobierno. El reportaje de La casa blanca dejó evidencia de la colusión del poder económico cooptando al poder político y a pesar de ello, la gente soporta una cierta cantidad de agravios, pero no que se metan con sus hijos. El crimen de Estado perpetuado contra los estudiantes de Ayotzinapa fue el último clavo de ese ataúd.
Desde la otredad impuesta, ya era costumbre ver a un AMLO con los zapatos terrosos, la camisa empapada, el pelo despeinado y el rostro quemado, en algún mitin a lo largo del país. Su discurso, era mofado por los medios de comunicación por ser repetitivo. La verdad es que la burla era el método que se empleaba para disuadir las críticas certeras y afiladas que el tabasqueño profería. A pesar de todo seguía tenaz en su ambición de cambiar las cosas. A los que ya nos considerábamos obradoristas se nos sumaron, para la elección de 2018, todos aquellos convencidos de la necesidad de un nuevo rumbo. La gran masa se había vuelto inmune a las mentiras del régimen y en el tercer intento se superó el porcentaje necesario para superar el rango de fraude que acostumbran a manejar. A sus adversarios no les quedó más que aceptar su derrota a regañadientes.
En física, cuando un objeto ejerce una fuerza externa sobre otro (acción) tiende a provocar un cambio en su trayectoria (reacción) de igual magnitud, pero en sentido contrario. En la sociedad se vuelve complejo reconocer todos los factores que influyen para que, en la inercia de una estructura pueda, existir un cambio, aunque si pueden identificarse sus detonadores específicos en las corrientes sociales. A nivel individual, la experiencia se vuelve la única forma de cambiar la tendencia en la toma de decisiones. A lo largo de los años, la vida me dio la oportunidad de cruzarme con amigos, maestros, películas, canciones, libros, e incluso depresiones que me regalaron la oportunidad de encontrarle sentido a la vida, de descubrir mi pasión. Me reconcilié con mi origen y recuperé la sonrisa. Me inscribí en la universidad y descubrí que tenían valor las cosas que me habían enseñado. Noté que entendía mejor el complejo entramado que implican las causas sociales y el método que demanda la lucha por el cambio.
Ahora, al final del mandato del compañero presidente puedo verlo con mayor claridad. Hemos sido testigos de una coyuntura histórica, política, económica y social de suma importancia en nuestro país. En las estadísticas se podrán hallar muchas razones técnicas para mostrar la eficiencia de la primera etapa de esta gran transformación, pero la respuesta de la gente ante el inminente adiós de Andrés Manuel López Obrador conmueve desaforadamente. Para muchos la figura del presidente fue como la de un padre, uno con virtudes y defectos, pero que a pesar de todo siempre buscó el bienestar de sus hijos. Pero también fue un amigo, el burlón, el rebelde, el insumiso, el necio, el del gallito feliz. Que llegó hasta el final con la suya contra todo pronóstico soportando hasta el último día las más crueles humillaciones. Y por último un hermano. Ese con el que luchas hombro a hombro, con miedo, con dudas y con el maduro imposible de lograr todo lo deseado. Gracias por tanto presidente. Tenga por seguro que ahora seremos nosotros los que no le vamos a fallar.
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