Escritos sobre la cárcel. I. La directora
Continuación de Escritos sobre la cárcel
—¿Seguro quieres trabajar aquí?
Miré por encima de mi ceviche de pescado a la mujer que me entrevistaba. Tenía mi edad y, aunque llevaba el mismo uniforme de burócrata que el resto de los comensales en ese restaurante, algo en la calidad de la tela de su ropa delataba que era una extranjera en ese ecosistema.
Apenas unos minutos antes la había visto por primera vez. Cuando entró a la oficina donde yo la esperaba, el cuarto pareció agrandarse. Me preguntó si ya había comido, pero no buscaba una respuesta: prefería entrevistarme fuera del edificio gubernamental. Yo sabía que esta instancia era una mera formalidad: ya me habían informado que la directora general estaba convencida de contratarme para el puesto de terapeuta.
—Déjame agarrar mi bolsa y nos vamos. Acá a dos cuadras hay un lugar de mariscos que no está mal.
Me dedicó una sonrisa rara, que daba la impresión de que no estaba acostumbrada a sonreír. Llevaba un traje color ocre, camisa blanca, zapatos cafés. Combinaba. Incluso el desorden de su peinado parecía premeditado.
Esa mañana se había publicado una nota en uno de los periódicos de mayor circulación del país en la que se criticaba duramente la labor de la directora general. En el texto se juzgaba que las reformas del sistema carcelario de la ciudad que esta joven mujer intentaba impulsar eran poco estratégicas y parecían impulsivas. Adjudicaban los recientes motines en San Fernando a la inexperiencia de la recientemente nombrada directora general, y aseguraban que dejarla tomar el cargo había sido una irresponsabilidad. Era verdad que el sistema carcelario estaba en un estado de caos permanente, pero eso no había iniciado con su gestión. La corrupción era lo que mantenía cierto orden dentro de la maquinaria, y de ello me daría cuenta mucho más adelante. Quizá si la directora general se hubiera movido silenciosamente, modificando de a poco y sin que se note, aparentando que los logros generados no habían sido obra suya, es decir, haciendo sin hacer, habría podido realizar las reformas que quería.
Mientras caminábamos hacia el elevador, pensé que todas las oficinas de gobierno se parecen. Quizás porque están diseñadas pensando únicamente en la funcionalidad. No hay decoración, no hay placer para la vista. También en Argentina, donde había vivido varios años y conocido muchos espacios gubernamentales, las oficinas eran muy parecidas a éstas: Gama de grises; pisos de linóleo de un color indescifrable, desgastados por la limpieza diaria con cloro diluído; lámparas rectangulares con cenefa de aluminio dorado, vidrio rugoso, focos de halógeno.
Al salir del edificio nos envolvió el bullicio de la calle de la colonia Obrera, los olores de los puestos de comida, las cajas de los boleadores de zapatos, el trajín de los familiares que iban a hacer trámites, los transeúntes y burócratas que entraban y salían del metro de la línea azul como si fuera la boca de un hormiguero.
Un hombre alto, de traje negro, nos siguió durante las dos cuadras que nos separaban del restaurante. Cuando ella se dio cuenta de que yo lo miraba, me dijo:
―Es para protección. Pero en realidad no confío nada en él”.
Era su sombra. Una vez que la directora había salido de las oficinas centrales, la sombra vigilaba cada uno de sus movimientos, la seguía a donde fuera. Una sombra en la que ella no podía confiar. Una sombra que tenía la función de informar a otras sombras.
La directora cambió de tema rápidamente, como para espantar el pensamiento paranoico que yo podía ver que la habitaba:
―Entonces, ¿trabajaste en una organización feminista? Te lo pregunto porque necesito que atiendas a una mujer trans que está en Quiroz Cuarón.
Al ver la duda en mi cara, añadió:
―Perdón, aún no sabes. Quiroz es un centro de alta seguridad. Aunque no me gusta llamarle así.
―¿Por qué está ahí?
―Por dos razones; por el crimen que cometió y por su propia seguridad.
―Puedo atenderla.
Contesté con una seguridad un poco presuntuosa, como intuía que debía hacerse en cualquier entrevista de trabajo. Intentaba disimular mi nerviosismo, pero no dejaba de cuestionarme si tendría la capacidad de escucha necesaria para llevar un tratamiento en esas condiciones. Quizás la intención tras la pregunta de la directora era precisamente despertarme esa inquietud.
La sombra se sentó a unas mesas de nosotros y pidió un ceviche de pescado, igual que yo.
La directora soltó:
―Tengo que preguntarte: ¿Seguro quieres trabajar aquí? Es difícil.
No supe si se lo decía a ella misma o a mí.