¿Qué hacer con el legado moderno? Las críticas a las teorías decoloniales
Damián Pachón Soto
Profesor Titular Universidad Industrial de Santander
Profesor Visitante Asociado de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe
*Capítulo inédito del libro Superar el complejo de hijo de puta. Introducción al pensamiento decolonial, en prensa.
El pensamiento decolonial es una de las manifestaciones de la teoría crítica más relevantes del último cuarto de siglo en América Latina. Su crítica del eurocentrismo, del capitalismo, de la modernidad, del racismo, del patriarcado, del colonialismo intelectual y cultural, de la dependencia, de la violencia epistémica, del progreso, del desarrollo y de las herencias coloniales sufridas en este continente desde el siglo XVI, más las aperturas, caminos y perspectivas de futuro delineadas en su corpus teórico y en algunas prácticas, han hecho del pensamiento decolonial una herramienta en la lucha por la emancipación de Nuestra América.
Un libro sobre las teorías decoloniales, como este, no puede pasar por alto las distintas críticas que se le han planteado al proyecto. Críticas que provienen desde distintas fuentes: 1) desde las luchas descolonizadoras latinoamericanas del siglo XX (Silvia Rivera), 2) desde el marxismo, 3) desde antiguos miembros de la Red Modernidad/colonialidad que han tomado distancia frente a lo que llamaré el déficit político de estas teorías (Santiago Castro-Gómez), y 4) desde otras propuestas actuales como el populismo latinoamericano (Luciana Cadahia, Valeria Coronel). A algunas de estas inquietudes se ha respondido 5) desde el Buen Vivir como apuesta decolonial (Arturo Orrego, Carlos Duque).
1. En el primer caso, el de Silvia Rivera, ella ha dicho con vehemencia:
Los Mignolo y compañía han construido un pequeño imperio dentro del imperio, recuperando estratégicamente los aportes de la escuela de los estudios de la subalternidad de la India y de múltiples vertientes latinoamericanas de reflexión crítica sobre la colonización y la descolonización… Al Dr. Mignolo se le dio en una época por alabarme, quizás poniendo en práctica un dicho del sur de Bolivia que dice «alábenlo al tonto que lo verán trabajar». Retomaba ideas mías sobre el colonialismo interno y sobre la epistemología de la historia oral, y las regurgitaba enredadas en un discurso de la alteridad profundamente despolitizado (citada en Grosfoguel, 2016, p. 134).
La crítica de Rivera se ancla en la profunda experiencia de la lucha indígena en América Latina, específicamente, la lucha boliviana, la cual conoce de primera mano. Apunta a algo que muchos otros han puesto de presente: los teóricos decoloniales son intelectuales y académicos que han recalcado la importancia de rescatar el lugar de enunciación del pensamiento, paradójicamente haciéndolo desde centros universitarios muy prestigiosos del Norte, especialmente, desde la academia americana. Desde este punto de vista, ellos han tomado muchos de los elementos de la tradición crítica latinoamericana y los han encorsetado en un nuevo lenguaje. Con este malabarismo conceptual han usurpado muchos de los conceptos que ya se venían trabajando en el continente y los han usado estratégicamente para posicionarse en la academia global más prestigiosa, es decir, para obtener un capital simbólico en ellas. Desde ese punto de vista, han pretendido ponerse en la cima del pensamiento crítico y alternativo de la región (Cf. Urrego, 2018). El propio Grosfoguel (2016), uno de los activistas más prolíficos de ese grupo, y que también labora en la Universidad americana, no ha dudado en calificar esta operación como “extractivismo epistémico”, es decir, como una apropiación y una explotación de ideas y conceptos, sin reconocer sus fuentes latinoamericanas y ancestrales, crítica dirigida contra Walter Mignolo. La consecuencia de esta práctica es que estos académicos devuelven regurgitado y empaquetado en un envoltorio nuevo lo que ya es clásico en el pensamiento de la región, contribuyendo así a la reproducción del colonialismo epistémico en vez de luchar contra él. Por eso su práctica misma cae en una contradicción performativa, donde lo que hacen con la mano es borrado con el pie; o mejor, donde lo que pretenden hacer con el cerebro no es coherente con su práctica y sus apuestas descolonizadoras.
El otro problema derivado de la práctica teórica del grupo es su desconexión con las luchas populares propias de la región. En esa elaboración teórica falta trabajo de campo y una mayor compenetración con las distintas luchas anticoloniales, antiimperialistas, descolonizadoras que han ocurrido en América Latina. De ahí que suelan acudir a bibliografía secundaria para referirse a ciertos procesos políticos de la región.
2. Desde el punto de vista del marxismo, el asunto se complica más, pues si las teorías decoloniales pretenden inscribirse en nuestra tradición, no se entiende cómo pueden desligarse del marxismo, teniendo en cuenta que, desde esta tradición, por ejemplo, en el pensamiento de Mariátegui, se han hecho apuestas interesantes para la emancipación del continente. Por lo demás, se ha acusado a esta teoría de eurocéntrica y, por lo tanto, de moderna, con lo cual resulta inaplicable en América Latina. Esta idea estuvo en el primer Dussel, y de manera más matizada es acogida por Castro-Gómez en La poscolonialidad explicada a los niños cuando se refiere al “punto ciego de Marx” (2005, p. 13), pues desde su obra el “colonialismo no es un fenómeno digno de ser considerado por sí mismo sino tan solo una antesala para la emergencia en las periferias de la burguesía, única capaz de impulsar la crisis del orden feudal de producción” (p. 17). El universalismo de Marx, entonces, sería cómplice del colonialismo. Este desligue de las teorías descoloniales del marxismo no enfatizan suficientemente el hecho de que el mismo concepto de eurocentrismo se debe –entre otros– a la obra de un marxista: Samir Amín en su clásico libro El eurocentrismo: crítica de una ideología (Urrego, 2018), obra que sí es reconocida por Enrique Dussel.
Ahora bien, hay que advertir que en la actualidad el pensamiento de Marx juega un papel relevante en la filosofía de la liberación de Dussel, especialmente, en la fundamentación de la vida como principio material (2022) y en el proyecto de un republicanismo transmoderno de Santiago Castro-Gómez (2019). Por otro lado, hay que poner de presente que en el pensamiento decolonial actual se ha puesto atención a los escritos de Marx sobre Irlanda y la Comuna rusa para justificar una posible vía no eurocéntrica al comunismo y la superación del capitalismo. Esta lectura apunta a desactivar el rótulo de eurocéntrico que se le atribuye al pensamiento de Marx (Bautista, 2014).
3. Una de las críticas sustanciales a las teorías decoloniales proviene, paradójicamente, de uno de sus iniciadores: el pensador colombiano Santiago Castro-Gómez. En su libro El tonto y los canallas, publicado en el año 2019, reúne una buena cantidad de objeciones al decolonialismo, especialmente, críticas hechas desde la filosofía política. La crítica no es caprichosa en el sentido de que hay un genuino interés del autor en pensar la política latinoamericana, y es de ahí donde ha vislumbrado ciertos callejones sin salida en donde han terminado sus antiguos colegas de la Red modernidad/colonialidad. El libro parte de la siguiente tesis:
Es solo a través del legado de la modernidad que podremos combatir las herencias coloniales generadas en nuestro medio por esa misma modernidad. Tesis que, aunque suene contradictoria y eurocéntrica, en realidad no es ninguna de las dos cosas. No es contradictoria sino dialéctica, porque –como se dijo– no veo la modernidad como una totalidad monolítica, sino como un conjunto de diferentes racionalidades en conflicto permanente. Y tampoco es eurocéntrica sino transmoderna, porque no digo que la descolonización tenga que hacerse desde, sino a travésdel legado moderno, que no es exactamente la misma cosa. Mi tesis es que se hace necesario atravesar la modernidad desde aquellos lugares de enunciación que fueron dejados “sin parte” por la expansión moderno colonial europea […]. Se trata de un proyecto político que busca deseuropeizar el legado de la modernidad a través de los propios criterios normativos de la modernidad, y no de uno que busca escapar de la modernidad para replegarse en las epistemologías propias de aquellos pueblos que no fueron coaptados enteramente por ella. (Castro-Gómez, 2019, p. 11).
Aquí la crítica parte –y en esto Castro-Gómez no ha sido el único– de la idea de que la modernidad no es “de suyo un fenómeno colonial, monolítico y totalizante” (p. 9). Y que tampoco puede ser igualada totalmente con el capitalismo y el colonialismo. La modernidad no puede ser identificada, entonces, con esos dos fenómenos, pues de esta manera se oculta el legado emancipatorio de la modernidad misma.
Castro-Gómez sostiene que con el advenimiento del progresismo en América Latina, materializado en los gobiernos de Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia, para citar dos ejemplos, la teoría decolonial se dividió en dos tendencias, “quienes optaron por apoyar el ciclo progresista” y echaron mano del legado latinoamericano y el moderno europeo, y quienes optaron por un énfasis antimoderno “que tomaba como modelo el comunitarismo zapatista, recayendo a veces en posiciones anarquistas y subalternistas” (p. 7-8). Pues bien, esta última tendencia llamada por el pensador colombiano como abyayalista y pachamamista, lo que hizo fue repetir el gesto de la “exterioridad radical frente a la modernidad” como si América Latina fuera una realidad “en sí”, deshistorizada del influjo europeo. Es decir, esta posición desconoce, sin decirlo y sin percatarse de ello, el proceso de europeización que vivió el continente desde 1492, tal como ya anota hace unas décadas Rafael Gutiérrez Girardot (2012). Por eso termina cayendo en posturas chovinistas, autonomistas, donde las culturas ancestrales que perviven son esencializadas y sustancializadas. Es decir, se las asume como si no tuvieran nada que ver con la historia y el proceso europeo. Ahí está el núcleo de la crítica y de ahí deduce Castro-Gómez su punto ciego: la incapacidad política de las teorías decoloniales para ofrecer una alternativa a las herencias coloniales legadas por la modernidad misma y el colonialismo europeo, por lo que, más bien, “el giro decolonial se transforma en una prédica moralizante contra todo lo moderno, defendida por almas bellas y sentipensantes, pero carentes de horizonte político” (p. 10).
Esa carencia de horizonte político los lleva a replegarse en el “microcosmos orgánico de la vida comunitaria”, renunciado a disputar el reparto de los bienes públicos “en el interior de las instituciones modernas” (p. 11). Ahora, esta defensa de las instituciones políticas modernas que hace Castro-Gómez está basada en que:
Hay por tanto un plus de racionalidad moral en las instituciones políticas modernas, vale decir, unos criterios normativos que, si bien son históricos, no conllevan la extensión de la lógica del capitalismo y el colonialismo. Desconocer esto es, a mi juicio, el punto ciego del pensamiento decolonial. (p. 10).
La Crítica de Castro-Gómez apunta algo interesante puesto de presente también por Miguel Ángel Urrego (2018): la postura decolonial esencialista se hace cómplice, así, con posturas nacionalistas, teluristas, conservadoras y de derecha, es decir, neofascistas. Por eso, el decolonial termina siendo el tonto que no es consciente de que se ha hecho cómplice, a su manera, de los dos canallas que pretende combatir: el neoliberalismo y el neofascismo. Ahora, ¿cuál es la apuesta de Castro-Gómez? La respuesta es: el republicanismo transmoderno. De esta manera, el pensador colombiano al acoger el concepto dusseliano de transmodernidad –pero resemantizándolo–, acogido también por otros teóricos decoloniales, busca mantenerse en las toldas de ese movimiento, al cual, valga decir de paso, debe Castro-Gómez el merecido reconocimiento que ha obtenido en la academia latinoamericana, si bien sus trabajos sobre Foucault y Slavoj Zizeck también han contribuido al mismo.
El republicanismo al que acude Castro-Gómez como alternativa ha sufrido un notable renacimiento en las últimas décadas, ya sea como respuesta al liberalismo y la desconexión que producía entre gobernantes y gobernados, ya sea para enfrentar las políticas de la identidad del comunitarismo (Quintana, 2021). Sin embargo, no se trata pura y llanamente del mismo republicanismo europeo. En eso consiste su novedad: se trata de una opción decolonial donde los sujetos dejados “sin parte” (Ranciere), excluidos de la modernidad y sometidos por el colonialismo europeo, “se apropien de la universalidad abstracta del republicanismo moderno y la vuelvan concreta, mediante la lucha política, en un escenario transmoderno” (p. 13). Este republicanismo apuesta por un más allá de la modernidad, pero atravesándola, es decir, pasando por ella y por su legado igualitario y emancipatorio. No es, pues, un salto por encima de la modernidad, pues tal acrobacia no es posible. Se trata de reivindicar el legado moderno del Estado, la democracia, los derechos humanos, la libertad, la igualdad y la crítica; al igual que defender la necesidad de ciertos criterios normativos para la política, y enfrentar así la contingencia radical de la misma. Desde este punto de vista, este republicanismo le apuesta a la construcción de la universalidad, de una voluntad común, en pocas palabras, de la construcción de un nuevo orden hegemónico. Esta universalidad es concreta, es fruto de la disputa política, no es el universalismo abstracto de la modernidad que denuncian los miembros de la Red modernidad/colonialidad. Esto es así porque: “la universalidad […] es un requisito de la política emancipatoria” (p. 76).
Hay que decir que la crítica de Castro-Gómez a la vertiente esencialista es fuerte, pero el libro no se reduce a esa crítica. Hacerlo resultaría reductivo y efectista. En el texto también hay críticas específicas a ciertos conceptos y a ciertos autores de ese movimiento. Por ejemplo, Castro-Gómez critica la lectura macrosociológica del “sistema-mundo” de Inmanuel Wallerstein y de Aníbal Quijano. Para el colombiano asumir ese tipo de análisis donde el capitalismo y la raza operan como matriz que aplasta a los sujetos o desde donde se derivan relaciones de poder, descuida los dispositivos efectivos y los mecanismos de subjetivización de los sujetos colonizados, es decir, descuida los micropoderes y la manera específica, heterárquica, plural, concreta, como se producen las herencias coloniales y se anclan en el sentido común. Aquí lo que hace Castro-Gómez es acudir a Foucault para cuestionar el concepto de “colonialidad del poder” de Quijano ya que no da cuenta de los micropoderes sociales. Así, la lectura de Quijano aparece monolítica, vertical, y sin atender a las prácticas y a las resistencias concretas de los sujetos racializados (p. 239).
En el libro Castro-Gómez también se enfrenta al problema del universalismo. Como es bien sabido, al interior de la teoría decolonial ese universalismo es mal visto pues es una imposición totalizante sobre los sujetos. Europa misma y su eurocentrismo, los derechos humanos, el proyecto ilustrado, se han presentado como universales. Sin embargo, el pensador colombiano cambia ese concepto por el de la universalidad. Aquí acude a la discusión introducida por Ernesto Laclau y otros como Zizeck entre el particularismo y el universalismo. La conclusión es que el particularismo del abyayalismo es un camino sin salida, pues “no es posible hacer política sin el gesto emancipatorio de la universalización de intereses, pues de otro modo, la política se reduciría a la exaltación de los particularismos” (p. 80). Esta apuesta permite concluir, también, que no tiene sentido hablar de pluriversalidad, pues en política siempre se trata de una voluntad común construida, articulada, hegemónica, no de una pluralidad de estas que coexisten armónicamente como piensan los particularistas (p. 115, n. 18). Por ejemplo, no se trata de luchar contra el racismo que se produce sobre ciertas comunidades (particularismo), sino de luchar contra las reglas del reparto de la sociedad que permiten la existencia misma del racismo, es decir, esa lucha no vale solo para unos grupos…debe valer para todos (universalidad).
En el libro también el pensador colombiano se aparta de cierto contenido religioso que tiene el concepto de transmodernidad de Dussel y critica su falta de rigor en el uso de la historia al no hacer archivo y al recurrir a “información de segunda mano” (p. 117, n. 20). Es más, lo acusa de crear una filosofía de la historia (p. 126) como un gran relato que dé cuenta del devenir de todas las culturas y los imperios en esa gran narrativa. Estas críticas se suman a otras ya conocidas como aquéllas que acusan al pensador de la liberación de romantizar al pueblo y la cultura popular. Hay que advertir que Dussel se ha convertido para Castro-Gómez en el ángel contra el cual batallar, y en sus últimas intervenciones y escritos aparece un gran ánimo polémico con la Filosofía de la Liberación.
4. La última y reciente crítica a las teorías decoloniales ha sido planteada por las pensadoras Luciana Cadahia y Valeria Coronel en su escrito Volver al archivo. De las fantasías decoloniales a la imaginación republicana (2021). En este texto, hacen una afirmación que me parece relevante tener en cuenta: “Tanto en Heidegger como en la teoría decolonial parecería existir una alusión a la dimensión auténtica de lo originario como condición de posibilidad de una liberación del ser” (2021, p. 71). Esto es claro si se entiende que Heidegger criticó la técnica y la modernidad, y buscó construir un pensamiento “de la autenticidad mediante la apelación a un pasado liberado de las ataduras modernas” (p. 70). Pues bien, en analogía con esa destrucción de la ontología, los decoloniales afectos a corrientes como el Buen Vivir/Vivir Bien, o abyayalistas en la terminología de Castro-Gómez, repiten ese gesto de buscar un pasado original puro para oponerlo como exterioridad a la modernidad occidental. De esta manera se termina pensando el pasado desde lo Otro, es decir, desde un yo no moderno o no mediado por la modernidad misma. Ese es el efecto de pensar la otredad radical tal como lo hizo Levinas[1]. Esta anotación de Cadahia y Coronel pueden explicar, tal vez, las curiosas intersecciones entre el pensamiento de Martín Heidegger, Rodolfo Kusch y las teorías del Buen Vivir, como mostré en el capítulo 9.
En este caso, las teorías decoloniales apelan a una especie de “otredad sin fisuras”, es decir, pensada como una instancia pre-política ajena al conflicto (p. 69). La ancestralidad afro-indígena aparece como ese exterior incontaminado, exterior a la modernidad, desde donde se pueden rescatar otras epistemologías e iniciar un proceso de descolonización. Aquí la crítica de Cadahia y Coronel empalma con la de Castro-Gómez. Los tres pensadores terminan rechazando la identificación de la modernidad con el poder colonial y con la “forma de explotación capitalista en su estructura racializada” (Cadahia y Coronel, 2021, p. 66).
El problema que les interesa a Cadahia y Coronel en su crítica a las teorías decoloniales es que, al rechazar de plano la modernidad, rechaza apuestas como el republicanismo plebeyo o democrático que defienden las autoras. Esto es claro en Walter Mignolo que llega a considerar el republicanismo, el liberalismo, el neoliberalismo, como pertenecientes al mismo sintagma, como si el republicanismo, por ejemplo, fuera un problema exclusivo de Europa o de Estados Unidos (p. 64-65). Para las autoras, las teorías decoloniales son autonomistas y no consideran al Estado como un actor fundamental en el encausamiento de los problemas sociales, no consideran al Estado como un campo de batalla. Por eso, caen en particularismos culturalistas, en la “exotización y esencialización de lo indígena y lo afro y la mirada unilateral y abstracta de la historia latinoamericana” (Cadahia y Coronel, 2021, p. 62). La consecuencia inadvertida es que, con esta visión monolítica de las cosas, de la historia, de las culturas, hay un “resabio colonial” donde se termina aceptando la exterioridad en que Europa ha situado a Latinoamérica. Si Europa nos consideró mera naturaleza –agregaría yo– terminamos aceptando esa denominación; si Europa nos consideró infantes, asumimos esa minoría de edad. En fin, asumimos el citado complejo de hijo de puta.
Una de las consecuencias de esos supuestos, es que las teorías decoloniales contribuyen, entonces, al ocultamiento de los aportes de la Universidad y de la Academia latinoamericana a muchos de los debates en torno a la filosofía política y el republicanismo. En este último caso, por ejemplo, se oculta que la experiencia del universalismo es latinoamericana. Las dos autoras acuden a la Revolución de Haití como prueba de esa afirmación. Con este ejemplo, muestran que en América Latina se ha contribuido a crear un republicanismo propio, basado y situado en la propia experiencia. Citando a J.E Sanders, sostienen que a mediados del siglo XIX se dio un republicanismo latinoamericano, por lo que América Latina ha sido central en el desarrollo del universalismo, los derechos, la igualdad, la democracia en la historia, en fin, que no ha sido un mero apéndice de Occidente. Por eso, Occidente no es una unidad cerrada, ocluida, es decir, y en esto concuerdan con Castro-Gómez, la modernidad no puede asumirse como un relato monolítico. De tal manera que no se puede borrar de un plumazo el pasado republicano de América Latina, ni las luchas por la igualdad y la expansión de los derechos de los sectores populares. Estas prácticas de los sectores populares, prácticas donde se ha usado el legado europeo, es lo que ocultan las teorías decoloniales. Sostienen: “al deshacer la identificación entre lo popular y lo ancestral, por un lado, y la modernidad, por el otro, Sanders nos sugiere una perspectiva inaudita”, a saber, que “la dirección de los procesos políticos no siempre ha ido de Europa hacia América Latina” (p. 83), pues también ha existido un republicanismo latinoamericano encausado por las luchas populares. De tal manera que América Latina ha contribuido también a la construcción de un “universalismo situado”, como lo llama José A. Figueroa en su libro Republicanismos negros (p. 86) donde se analiza el auge y el exterminio del Partido Independiente de Color en Cuba (1912), y el levantamiento negro en la región de Esmeraldas del pacífico ecuatoriano tras el asesinato de Eloy Alfaro. De ahí que
Figueroa, al igual que la teoría decolonial, lleva a cabo una crítica furibunda a la dimensión racista y clasista del proyecto universalista de dominación, pero, a diferencia de aquélla, no desdeña la dimensión universal en favor de un encorsetado particularismo culturalista, sino que nos muestra el reverso de una apuesta universal construida desde abajo. (Cadahia y Coronel, 2021, p. 87).
La conclusión al revisar experiencias populares en América Latina es que: a) existe la posibilidad de pensar un universalismo situado en contraposición del universalismo abstracto; b) que las teorías decoloniales muestran una limitación al abandonar el concepto de universalismo y al refugiarse en su particularismo identitario; c) es necesario retomar el universalismo no desde la mirada del opresor, sino desde la apropiación que hacen los oprimidos. Todo esto es lo que se encuentra en los imaginarios de la Revolución de Haití y “otros episodios históricos” (p. 88).
El llamado de Cadahia y Coronel es a recabar en el archivo, en nuestra experiencia histórica para activar la idea de un republicanismo plebeyo en América Latina. En este sentido, su crítica va más allá al cuestionar el “republicanismo transmoderno”, pero también “intercultural, plurinacional y plebeyo” de Castro-Gómez (2019, p. 127). Para las autoras, Castro-Gómez recoge la tradición del republicanismo Atlántico y continental (Escuela de Cambridge y Maquiavelo y Spinoza), pero “lo emplea para elaborar un diálogo, a nuestro entender inconsistente y plagado de contradicciones, con las hipótesis decoloniales y el concepto de transmodernidad de Dussel” (Cadahia y Coronel, 2021, p. 91), a la vez que se centra en el republicanismo europeo descuidando el archivo y las experiencias republicanas de los sectores populares latinoamericanos.
Ahora, las dos autoras no aclaran taxativamente en qué consisten las contradicciones y las inconsistencias de Castro-Gómez, pasando por alto también que el pensador colombiano distingue dos vertientes al interior de las teorías decoloniales, entre ellas, la autonomista y esencialista que Cadahia y Coronel critican, y tampoco aluden a la interpretación que en El tonto y los canallas hace el colombiano de la Revolución de Haití. Por lo demás, la crítica implícita según la cual a Castro-Gómez le falta explorar más experiencias del republicanismo en América Latina, el archivo, es acertada. De ahí que haya, según ellas, un gran reto: “hacernos más conscientes de los aportes tanto teóricos como prácticos de América Latina a la comprensión contemporánea de la teoría republicana” (Cadahia y Coronel, 2021, p. 93).
5. Desde las teorías del Buen Vivir/Vivir Bien o Sumak Kawsay o Suma Qamaña, vertiente decolonial normalmente acusada de esencialista, pachamamista, identitaria, se ha respondido a algunas de las acusaciones que se le han planteado, especialmente, a las realizadas en la línea de argumentación de Castro-Gómez o Cadahia y Coronel. El punto de partida es el siguiente: la ontología occidental (no toda, pues hay notables excepciones como Hume, Nietzsche, Heidegger y Deleuze) está basada en una comprensión sustancialista del ser, es decir, donde el mundo se concibe poblado de cosas, entes auto-subsistentes, esencias que no necesitan de otras cosas y relaciones para existir, sustancias “recortadas” del todo y sustraídas de sus condiciones de existencia, donde la naturaleza es un recurso para ser administrado y manipulado. Igualmente, se basa en la separación entre naturaleza y cultura, la primacía del individuo sobre la comunidad, el antropocentrismo sobre el biocentrismo, etc. En términos epistemológicos, muchos de estos dualismos (si no todos) y estas posturas binarias se basan en la separación sujeto/objeto, heredada del cartesianismo y reproducida por el positivismo hasta hoy. Esa separación sujeto/objeto es la responsable de una cuádruple ruptura en la modernidad: la del sujeto con a) la espiritualidad, b) la naturaleza, c) el cuerpo mismo y sus afectos, y d) con la comunidad. Es decir, se tiende a pasar por alto que el ser humano es un pedazo de cosmos, que está en el río de la naturaleza y dialéctica de vida y muerte; de que el “sujeto” es incorporado y afectado y de que no es algo externo que re-presenta las cosas convirtiéndolas en algo disponible. Se pasa por alto, igualmente, que la subjetividad presupone la intersubjetividad, es decir, que la comunidad precede al “yo” o de que el tú es más originario que el ego.
La ontología y la epistemología occidental han sustentado las lecturas de lo real y las formas hegemónicas de lo político, lo económico, lo cultural, lo social modernos. Han sustentado una determinada visión del UNIverso, del mundo y de la civilización existente, como si este fuera el mejor y el único mundo posible. De ahí que, como dice Carlos A. Duque (2021a): el Buen Vivir (o Sumak Kawsay o Suma Qamaña Quichua o Aymara, con equivalentes en otros pueblos ancestrales de Nuestra América) le apuesta a las ideas del cosmocentrismo, el biocentrismo, a una “comunidad ampliada entre seres humanos y no-humanos” (animales, tierra, montañas, agua, etc.,), a los derechos de la naturaleza, la “relocalización comunal de la economía”, democracias comunales desde los territorios, una ontología múltiple relacionalen contraposición a la ontología racional dominante, y la “revaloración de la espiritualidad” o de las múltiples espiritualidades existentes para “re encantar” el mundo, las cuales han sido suprimidas por el secularismo occidental.
Así las cosas, el Buen Vivir es una ontología relacional donde todo lo vivo y no vivo está conectado, donde opera el principio de reciprocidad, donde no hay “un afuera”. Es, en este sentido, una apuesta por la vida y por una comprensión holística del mundo, de la naturaleza que habitamos y nos habita. El Buen Vivir se presenta como un mundo posible que puede ser construido con elementos que ya se encuentran en la manera en que muchos pueblos ancestrales lo comprenden, es decir, que son formas de ser, pensar, vivir que ya existen. Por eso, el Buen Vivir es una ontología política, pues permite “cuestionar la idea moderna de Un mundo y dar paso a la multiplicidad de mundos ontológicos”, como afirma Orrego-Echeverría (2021). Es decir, lo que está en disputa es la manera como se entiende aquello que existe y la manera como existe, pues el modo occidental de ser no es el único, o es solo uno de los muchos posibles. En este sentido, es la comprensión de lo real lo que se disputa, y frente a lo cual se presentan alternativas. Lo que está en juego son las maneras de, como dice Boaventura de Sousa Santos, “mundificar” la vida. Igualmente, es la apuesta por un PLURIverso transmoderno, más allá de la modernidad.
Hay que decir que los autores insisten en que no se trata de una filosofía New Age o de pachamamismo (como la han calificado Stefanoni o Santiago Castro-Gómez), de una apuesta tecnófoba, idílica, que busca darle vuelta atrás a la rueda de la historia. No. Se trata de abrir el horizonte de la discusión, donde sea posible tomar algunos elementos de los pueblos raizales, como pensaba Orlando Fals Borda, para construir otros órdenes sociales. Como dice Carlos A. Duque (2021a):
Desde la perspectiva decolonial-transmoderna del Buen Vivir, por tanto, no se trata de plantear un retorno antimoderno (tecnófobo) o nostálgico que sugiera la necesidad de volver a un pasado más o menos idílico o bucólico, donde reinaba la armonía de los seres humanos y la naturaleza, o plantear alguna variación de las denominadas teorías del buen salvaje (o noble salvaje). Se trata de asumir las consecuencias para la filosofía política de una ampliación en nuestras consideraciones ontológicas que posibilite, a su vez, enriquecer los elementos de nuestras discusiones ético-políticas” (p. 72).
Esto implica, por ejemplo, ampliar el concepto de ontología y dar discusiones epistemológicas de fondo (como el carácter hegemónico de la ciencia moderna y sus métodos), sacando sus consecuencias concretas para el futuro del planeta, de la vida y así frenar (y superar) la crisis civilizatoria del Antropoceno. Desde este punto de vista, la relacionalidad, la interconexión, la espiritualidad, pueden operar como principios de una filosofía política nueva que ofrezca horizontes para la existencia y re-existencia; o de otras formas de tratar con lo real, con lo que hay, con “lo que es”, pero también de todo aquello que no se encuentra aún presente o avizorado en la racionalidad dominante.
Por otro lado, Carlos Duque ha realizado algunas críticas a la propuesta de Castro-Gómez en su libro El tonto y los canallas. Específicamente, ha calificado la idea de volver a los criterios normativos modernos, al proyecto ilustrado, como un “giro conservador”, donde otros aportes son soslayados. Ha cuestionado el uso que Castro-Gómez hace del concepto de transmodernidad simplemente como un aditivo cosmético del mismo, pero aislado del sentido decolonial original. Desde este punto de vista, el adjetivo transmoderno que acompaña al sustantivo republicanismo en la propuesta de la política decolonial de Castro-Gómez no es más que otra forma de extractivismo epistémico. Asimismo, ese giro conservador se debe más al deseo de reconocimiento del propio Castro-Gómez al interior de la academia española, es decir, es visto como una forma de condescendencia del pensador colombiano con el círculo de pensadores españoles que defienden a su manera el legado moderno, entre ellos, el reconocido kantiano José Luis Villacañas (Duque, 2021b).
Como puede verse, Duque ha devuelto a Castro-Gómez parte de los argumentos con que Silvia Rivera se ha enfrentado a Walter Mignolo, pero su respuesta no ha sido taxativa en el sentido de que no ha dado contestación puntual al problema del déficit político de la vertiente del Buen Vivir, pues como vimos, su empeño no apunta a pensar una política decolonial sino, más bien, un “giro ontológico” (Duque, 2021a, p. 73). Hay que agregar que al lado de la defensa del Buen vivir se encuentran intelectuales de la talla de Arturo Escobar, José Acosta y Eduardo Gudynas, pensadores muy comprometidos en la práctica y en la teoría con los movimientos sociales latinoamericanos.
Reflexiones finales: pensar el abigarramiento.
Pensamos desde el presente, en el presente, al interior del presente. Este ejercicio del pensar requiere, ante todo, tomar conciencia histórica desde donde se piensa, es decir, del sujeto que, con sus múltiples condicionamientos, temporalidades, proyectos, piensa en una realidad compleja, abigarrada, diversa, heterogénea. Implica pensar en los sectores populares y en los sujetos colectivos que se enfrentan a ese presente y que están igualmente atravesados por un conjunto de relaciones, temporalidades, intereses, disputas, visiones del mundo. Eso es la realidad. No es otra. Pensar lo contrario es simplificar el llamado locus de enunciación, el lugar de la acción, es decir, implica simplificar el presente donde estamos situados, enraizados, incrustados y atravesados por múltiples relaciones de poder y por herencias coloniales de distinta índole. Aquí pensar la historia, los contextos, las circunstancias, pensar los sujetos inmersos en esas realidades dinámicas, pensar las posibilidades de acción y de proyectos encontradas en esos contextos, etc., se convierte en un imperativo (cf. Zemelman, 2005).
Estos presupuestos implican pensar la complejidad, la heterogeneidad, la diversidad y esa amalgama que es América Latina cuya relación con Europa queda presupuesta. Lo latino ya remite a lo europeo y a la disputa por el nombre de esta realidad, disputa que también apunta a la creación de identificaciones y de movilizaciones afectivas. De tal manera que se hace necesario pensar en el proceso de europeización y de occidentalización que vivió esta región desde 1492. No es una fecha fetiche, sino un dato histórico relevante, pues desde allí se empieza a crear una nueva realidad tanto aquí como en la Europa del Renacimiento (Gutiérrez, 2012). Nuestro proceso de europeización inicia con el proceso conquista, pacificación, evangelización e institucionalización (encomienda, hacienda) hasta cristalizar en un orden distinto hacia el 1800 justo cuando ya asoman los brotes de independencia. El periodo entre 1492 y 1800 es crucial, entonces, para entender la nueva sociedad que se forma en América. Por otro lado, los últimos dos siglos implicaron cierta lucha contra ese pasado, por ejemplo, de manos ciertas corrientes como el liberalismo, el socialismo, el positivismo, etc., y su gran influencia en nuestras instituciones, pero que no simplificaron la realidad previa, diríamos, sino que la complejizaron y diversificaron, originando una América “abigarrada” para usar aquí el concepto de René Zavaleta Mercado, el cual puede entenderse, según Tapia (2015) como:
Diversidad de sociedades […] un conjunto de relaciones sociales, modos de producción concepciones del mundo, lenguas y estructuras de autoridad o tiempos históricos, cuyo rasgo central es la condición de una sobreposición desarticulada. Para esto surgió la noción de formación social abigarrada o abigarramiento. (p. 24).
La categoría de abigarramiento, entendida como instrumento para captar mejor la realidad americana, pues esta no se puede reducir a etiquetas como Amerindia, Indoamérica, América Latina, Euroamérica, Afroamérica, Abya Yala, etc., pues cada una de estas denominaciones siempre aludirán a una realidad parcial excluyendo las demás, empata muy bien con los esfuerzos del filósofo Adolfo Chaparro en su libro Modernidades periféricas (2020) en pensar las distintas temporalidades que coexisten de manera simultánea en este continente, temporalidades no suficientemente tenidas en cuenta, ni analizadas por Enrique Dussel o las estudios poscoloniales. (Cf. Chaparro, 2020, p. 52 y 56). Dice Chaparro:
Los historiadores, los sociólogos, los estudiosos de la cultura, los antropólogos de la periferia intentan aclarar cómo y por qué las tradiciones premodernas, las expectativas de modernidad y los efectos de la condición posmoderna en todo el mundo resultan indiscernibles a la hora de describir nuestras sociedades. En ese cruce de temporalidades ni los metarrelatos de la modernidad, ni las vueltas al origen, ni los contraideales de la posmodernidad, por sí solos, parecen adecuados para comprender la simultaneidad que somos, ni para resolver la incertidumbre que producen nuestras expectativas históricas (2020, p. 14).
Por eso agrega:
Una aproximación al problema en perspectiva periférica es pensar la experiencia básica de la temporalidad como una relación de intersección e interferencia entre los distintos tiempos societales que coinciden en el espacio del sistema mundo. Esta simultaneidad no es nueva, se ha venido consolidando con la extensión del capitalismo a partir de la dinámica colonizadora que las sociedades occidentales le han impreso al conjunto del sistema a partir del siglo XVI (p. 15).
De lo dicho surge lo que podemos llamar la «temporalidad abigarrada» como un concepto clave que nos inmuniza contra la falaz idea de pensar nuestra realidad como una exterioridad ajena a la modernidad, al capitalismo y sus procesos de modernización y al colonialismo; en el mismo sentido, nos previene de toda vuelta adánica y edénica a los esencialismos culturalistas, a ese intraexotismo impuesto por Europa y que, como el complejo de hijo de puta, asumimos sumisamente.
El «abigarramiento» justamente debe llevar, a mi juicio, a no asumir una lectura monolítica de la modernidad, ni de occidente. Aquí vale la idea de Bolívar Echeverría (2016) según la cual la modernidad misma es un proyecto profundamente ambiguo: “La modernidad capitalista es una actualización de la tendencia de la modernidad a la abundancia y a la emancipación, pero es al mismo tiempo un autosabotaje de esa actualización, que termina en descalificarla en cuanto tal” (p. 32). Es claro que el capitalismo ha saboteado la modernidad y sus promesas de emancipación, en esto están de acuerdo muchos teóricos, y que por lo tanto no se puede identificar de suyo el capitalismo con la modernidad, sin embargo, es la modernidad misma la que está atravesada por la contradicción y la ambigüedad: “la ambigüedad y la ambivalencia de los fenómenos modernos y su modernidad son datos que no deberían dejarse de lado en el examen de los mismos” (p. 18). De ahí que el fracaso o la crisis de la modernidad no puede endilgarse exclusivamenteal capitalismo, sino que obedece a algunos de sus principios constitutivos internos, a fenómenos como el racismo de un Monstequieu o de un Kant, en cuya subvaloración del hombre periférico y su animalización como “cosa animada que trabaja” (para decirlo con Aristóteles) también justificó la explotación económica y la esclavitud de este. Fundamentos antropológicos, descripciones etnográficas, etc., justificaron esa explotación. Esto lleva a que, si se asume el carácter contradictorio y ambiguo del mismo proyecto moderno donde, por ejemplo, a la par que se reivindica la dignidad humana se justifica la esclavitud, el castigo, el asesinato y el maltrato de los otros (es decir, se justifica su indignidad), sea imposible postular una ecuación modernidad=emancipación, pues hacerlo es desconocer la ambigüedad y la contradicción mencionadas.
El carácter ambiguo de ese proyecto moderno es el que ha sido funcional al capitalismo. El capitalismo lo ha sabido utilizar. Entonces, además de salvar a la modernidad del capitalismo, para ir más allá se requiere asumir los elementos positivos y emancipatorios presentes y hallables en el mismo seno ambiguo y contradictorio de la modernidad, es decir, depurar esos elementos y potenciarlos en una dirección que permita el desarrollo de la pluridimensionalidad del ser humano. A la vez que se visibilizan los aspectos denigrantes y negativos que empequeñecen, denigran y vilipendian la condición humana. Se trata de superar lo que Sartre (2003) llamó “la hipocresía liberal” y el falso universalismo del humanismo europeo, ese mismo que ha convertido a los seres humanos periféricos en “monos superiores” (p. 14) para así justificar su despojo y asesinato.
Desde este contexto es que se tienen que pensar las posibilidades emancipatorias. Y ahí no creo que sea válido decir, como hace Castro-Gómez, o como ya decía Jaramillo Vélez (1998)-aunque en una dirección diferente[2]– que solo los valores o los principios normativos modernos pueden salvarnos. Sin necesidad de acudir a ninguna exterioridad, es empíricamente verificable que existen cientos de cosmovisiones en el mundo, principios, valores, concepciones de las relaciones ser humano-naturaleza, apuestas teóricas y prácticas contrahegemónicas, que tienen potencial político y emancipatorio, que pueden entrar en diálogo con los principios salvables de la modernidad. Ese diálogo intercultural es el que puede ser productivo, y el que arroja los mayores retos para la práctica política y articulatoria para salvar una casa común, un planeta, que nos alberga y del cual depende nuestro destino común como especie.
El mencionado diálogo y construcción de lo común es ineluctable. Y este es el principal argumento contra el particularismo y ese tipo de apuestas, pues éstas presentan un déficit político, y, como lo he mencionado en otro lado, deberían pensarse a fondo problemas como los siguientes:
el tema del conflicto en las comunidades ancestrales, el patriarcado, el tema de la presunta armonía ser humano/naturaleza, el carácter marcadamente urbano de las sociedades actuales donde imperan los valores del neuro-liberalismo con su lógica de la acumulación, la ganancia, el éxito, el hedonismo y el consumo; el alto nivel demográfico del planeta, el papel del Estado y “lo nacional”, los movimientos sociales, las limitaciones políticas del autonomismo; el problema de la geopolítica y las relaciones internacionales, la necesidad de los principios normativos, la acción política estratégica y el tema de las instituciones. (Pachón, 2022).
Pensar estos problemas, lo cual vale para cualquier apuesta actual que no sea chovinista e ignorantemente aislada del mundo y de sus múltiples condicionamientos, es urgente. Así se ganará claridad en el futuro que se quiere y en la manera de construirlo. Al respecto recalco con Chaparro:
Muchos de los valores, los modos de vida y las formas culturales del pasado que fueron repudiados o superados por lo moderno han vuelto a ser parte de la cultura y de las opciones de futuro para muchos grupos étnicos o mestizos, incluso para sociedades enteras. Para Bhabha, en esa situación transicional- entre tiempos y fronteras culturales- se alteran las cualidades del tiempo mismo. El pasado deja de ser ‘originario’, el presente puede ser expansivo, no ‘transitorio’, el futuro emerge como un tiempo intersticial ‘entre-medio’ de las reivindicaciones del pasado y las necesidades del presente. (2020, p. 61).
Este es el panorama en el cual estamos situados, un panorama donde el mismo abigarramiento temporal, cultural, lingüístico, de formas económicas, de demandas, cosmovisiones, etc., se convierten en un gran reto, pero, especialmente, en una gran oportunidad, en opciones que pueden abrir el boquete del tiempo en múltiples direcciones, hasta que alguna perspectiva direccione, canalice, o se imponga cristalizando (transitoriamente) una determinada formade vida. Ese futuro no es posible sin la superación de las colonialidades y del complejo colonial de hijo de puta. De ahí que las teorías decoloniales adecuadamente justipreciadas tengan -a pesar de las críticas- un gran potencial teórico y explicativo en los actuales procesos emancipatorios.
Referencias
Bautista, J.J. (2014). ¿Qué significa pensar desde América Latina? Madrid: Akal.
Cadahia, L., y Coronel, V. (2021). Volver al archivo. De las fantasías decoloniales a la imaginación republicana. En Marey, Macarena (ed.) Teorías de la república y prácticas republicanas (pp. 59-98). Barcelona: Herder.
Castro-Gómez, S. (2005). La poscolonialidad explicada a los niños. Popayán: Universidad del Cauca, Instituto Pensar, Universidad Javeriana.
Castro-Gómez, S. (2019). El tonto y los canallas. Notas para un republicanismo transmoderno. Bogotá: Universidad Javeriana.
Chaparro, A. (2020). Modernidades periféricas. Archivos para la historia conceptual de América Latina. Barcelona: Herder.
Duque, C.A. (2021). La interpretación ontológico-política del Buen Vivir. En Idrobo-Velasco, Jhon y Orrego- Echeverría, Arturo (Eds,). Ontología política desde América Latina (pp. 63-110). Bogotá, Universidad Santo Tomás.
Duque, C.A. (2021b). El giro conservador en la obra del pensador colombiano Santiago Castro-Gómez. Revista boletín redipe. 10 (10), pp. 22-32. https://revista.redipe.org/index.php/1/article/view/1464/1383
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Grosfoguel, R. (2016). Del extractivismo económico al extractivismo epistémico y al extractivismo ontológico: una forma destructiva de ser, conocer y estar en el mundo. Tabula rasa, 24, pp. 123-143.
Gutiérrez, R. (2012). La identidad hispanoamericana y otras polémicas. (Antología y Estudio Introductorio de Damián Pachón Soto). Bogotá: Universidad Santo Tomás.
Jaramillo, R. (1998). Colombia: la modernidad postergada. 2ª ed. Bogotá: Argumentos.
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Pachón, D. (2022). El Buen Vivir y la pluralización de mundos, en: https://intervencionycoyuntura.org/el-buen-vivir-y-la-pluralizacion-de-mundos/
Quintana, L. (2021). Republicanismo democrático y conflicto emancipatorio. En Marey, Macarena (ed.) Teorías de la república y prácticas republicanas (pp. 121-155). Barcelona: Herder.
Sartre, J.P. (2003). “Prefacio”, en Franz Fanon, Los condenados de la tierra (pp. 7-29). México: Fondo de Cultura Económica.
Tapia, L. (2015). “Prólogo”, en René Zavaleta Mercado, La autodeterminación de las masas (pp. 9-29). Buenos Aires: CLACSO, Siglo XXI editores.
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Zemelman, H. (2005). Voluntad de conocer. El sujeto y su pensamiento en el paradigma crítico. Barcelona, Anthropos.
[1] Hay que resaltar que tanto Heidegger como Levinas tienen una gran influencia en la obra de Dussel quien partiendo de sus filosofías empezó a construir ya en los años setenta la filosofía de la liberación, filosofía en la cual el otro, la alteridad, tienen un papel relevante. Esto no lo mencionan Cadahia y Coronel en el texto citado.
[2] Dice Rubén Jaramillo Vélez en su libro Colombia: la modernidad postergada: “los problemas y traumas que estos pueblos enfrentan no son susceptibles de ser solucionados sino mediante esos logros de la cultura occidental —devenida universal— que identificamos con el desarrollo de la ciencia: del conocimiento de la naturaleza […] y de la aplicación de dichos conocimientos a través de la técnica” (1998: 93).
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