Escritos sobre la cárcel. II. Turismo en Quiroz Cuarón

Continuación de Escritos sobre la cárcel. I. La directora

Diego Safa Valenzuela

Durante mi primer mes como terapeuta en el sistema penitenciario para adolescentes, la psicóloga jefa de Recursos Humanos me llevó a conocer las distintas Comunidades (ahora llamados Centros Especializados) donde yo atendería pacientes. La mujer, usualmente vestida de gris y siempre enarbolando una sonrisa impecable, trabajaba en un cubículo diminuto en las oficinas centrales, desbordado de pilas de papeles imposibles de fechar. 

La tarea de esta psicóloga era acompañarme para evitar que me agarrara “el carcelazo”. Ésa era la forma de nombrar a la sensación de encierro que abrumaba a los adolescentes en reclusión, pero de la que no estaban exentos los trabajadores penitenciarios. 

Parte de este proceso de inducción consistió en memorizar un diccionario institucional técnico del bien decir: “No son criminales, tienen un conflicto con la ley”; “no son cárceles, son Comunidades”; “no los estamos reformando, estamos llevando a cabo un proceso de reinserción social”. 

Aprendí que la sentencia máxima para un menor de edad es de cinco años, pero si cometen un delito dentro de la institución, serán juzgados nuevamente. Si esa falta es cometida cuando ya han cumplido la mayoría de edad, primero deberán pagar su sentencia de adolescentes dentro de las Comunidades; luego serán transferidos a los espacios de reclusión para adultos a cumplir la siguiente condena. 

Aprendí también lo que significaba tener que obedecer una cadena de mando. No se me había aclarado el horario de trabajo que debía seguir durante el mes de mi inducción; pero en una ocasión, decidí retirarme a la hora de la comida porque ya no tenía pendientes de trabajo.  Al día siguiente, la psicóloga-jefa me ordenó: “Hoy sales a las siete”. Me quedé atónito: no teníamos ninguna tarea definida para el día. “Sales a esa hora”, reiteró, sin dejar margen de respuesta. Al siguiente día me preguntó: “¿Aprendiste la lección?”. 

Visité cada una de las Comunidades. Durante los recorridos, mi guía me presumía su muy feliz matrimonio con alguien que, remarcaba, estaba “completamente fuera de este ambiente”; lo decía como una advertencia, o una recomendación. Me hablaba también de su práctica clínica con personas con autismo, el trabajo que le permitía hacer “un dinerito extra”. Parte de esa labor consistía en recibir llamadas que curiosamente eran siempre del mismo paciente, y que ella contestaba con una voz dulcísima; voz que se transformaba por completo al colgar, para quejarse conmigo de las continuas interrupciones. 

Dejamos para el final del tour de inducción a la Comunidad de alta seguridad, la Quiroz Cuarón, llamada así en honor al primer criminólogo de México. En los años cuarenta, Alfonso Quiroz Cuarón fue el jefe de la Sección Médico-Psicológica del entonces Centro de Observación del Tribunal de Menores. La criminología en ese entonces era una carrera innovadora que en el país sólo podía estudiarse en la UNAM. Quiroz Cuarón se volvió especialmente reconocido por sus investigaciones sobre internos atípicos de la cárcel de Lecumberri, que ayudarían a identificar ciertos patrones delictivos y permitirían la captura de casos muy sonados y difíciles, como el del asesino serial Gregorio “Goyo” Cárdenas, y el del homicida de León Trotsky.

Quiroz Cuarón estaba convencido de que la conducta delictiva era producto de problemáticas sociales, y definía a la criminología como “el arte de contener y controlar” dicha conducta: un tratamiento “humilde” para resolver “una tarea urgente”, basado en la “reinserción o el injerto del hombre delincuente a su medio familiar, laboral y social”. 

Lo primero que me impresionó de la Comunidad de alta seguridad fue que en todo el precinto había un solo árbol. Me pregunté si la escasez de verde era representativa de la vida en ese lugar.  

Mientras recorríamos a la Quiroz Cuarón, su director nos comentó que deseaba cambiar los barrotes por unas rejas garigoleadas, para que el edificio de la Comunidad se viera más lindo y menos como una cárcel. 

Dentro de esta Comunidad sólo había tres adolescentes en reclusión. El primero que conocí parecía no tener rostro ni palabra: era una persona tan gris que daba la impresión de ser casi un objeto. El segundo era inmenso; su impresionante musculatura era el resultado de un incesante levantar de pesas, quizás la única actividad interesante que él podía realizar en ese lugar. Al presentarse, me dijo: “Si te quedas aquí, puedo ser tu entrenador”. La oferta me pareció tan atractiva como aterradora.

La última adolescente con quien hablé era una chica trans. Al acercarme a ella, me presumió en un susurro: “Tengo un nuevo novio. Adivina quién es”. Sin esperar mi respuesta, hizo un ademán revelador hacia el adolescente musculoso. Estaba muy entusiasmada por tener un nuevo terapeuta, se mostró muy dulce conmigo. Sentí que no solía tener visitas, y que genuinamente quería que me quedara. 

Al terminar el recorrido, la-psicóloga-jefa-de-Recursos-Humanos me dijo: “Afortunadamente ella no va a ser tu paciente. Mató a cuchilladas a su novia cuando se imaginó que le estaba siendo infiel”.  

Salí de la Quiroz Cuarón sin poder dejar de notar el muro coronado por balones ponchados, enredados entre los alambres de púas. Esa imagen se me volvería a aparecer como un símbolo cada vez que volví a cruzar el umbral. 

La-psicóloga-jefa-de-Recursos-Humanos y yo fuimos juntos a comer al concluir mi tour de inducción. No volví a verla después. A la mitad de la comida, recibió nuevamente una llamada.

―Basta de llamarme todo el tiempo, te he dicho que a veces estoy ocupada. 

Colgó.