La actividad revolucionaria en tiempos contrarrevolucionarios. Construyendo la conciencia nacional fanoniana para el siglo XXI.

Jane Anna Gordon[i]

Traducción David Gómez Arredondo

Uno de los retos más relevantes al leer Los condenados de la tierra hoy consiste en que mientras se trata irremediablemente de un texto revolucionario, vivimos en un momento contrarrevolucionario o en un contexto global que ha intentado fuertemente desacreditar inclusive la posibilidad misma de la revolución. El texto de Fanon no solamente narra la puesta en movimiento de una lucha anticolonial –donde se aborda qué se requiere para que las personas identifiquen las causas de su alienación y falta de libertad y busquen conjuntamente eliminarlas— sino también esboza los retos diversos y frecuentemente dialécticos que emergen al reestructurar una sociedad de pies a cabeza. Con respecto a esto último, resulta evidente la emergencia de lo que Fanon llama en forma sugerente conciencia nacional. Este ensayo buscará reflexionar en torno a su sentido y utilidad actual. 

 

La voluntad en general y la voluntad general

La conciencia nacional puede entenderse mejor a través de la comprensión de su relación con la concepción de Jean-Jacques Rousseau en torno a la voluntad general. Cuestionada como prefigurando un colectivismo represivo que aplastaría las libertades individuales, ubicada en el núcleo mismo de las visiones modernas acerca de la libertad, la voluntad general, pieza fundamental del retrato que presenta Rousseau de la legitimidad democrática, se preserva como el desafío más importante a la alternativa predominante, que sugiere que el agregado de intereses privados individuales de hombres y mujeres es lo mejor que puede alcanzar políticamente una sociedad democrática [ii] Efectivamente, fue en nombre de algo cercano a una suerte de nación subterránea y a una voluntad general en proceso de configurarse, que quienes lucharon para ponerle fin a la ocupación marcaron a la sociedad colonial con el sello de la falta de legitimidad política.

Los ordenes sociales y políticos, que en el recuento de Rousseau son las únicas formaciones a través de las cuales el derecho o la justicia pueden buscarse, no surgieron orgánicamente de la naturaleza, sino que se basaron en convenciones.[iii] Entre éstas, una de las más peligrosas sugiere que las personas que pueden coaccionar y obtener aceptación de otros, al hacerlo, adquieren legitimidad para sí mismas.[iv] El deseo de que la propia capacidad para la autodeterminación sea protegida por los otros no podía garantizarse a través de la dominación física. Aquello que podía contener la tendencia a colapsar al campo social al  convertirse en un escenario de competencias de fuerza, era que el Estado fuera conducido por la voluntad general, en donde las diferencias al interior de un pueblo se unifican para crear condiciones de vida menos precarias, y encuentran allí su punto en común.

La voluntad general es aquello que conforma lazos sociales y posibilita la existencia de las sociedades, a diferencia de las meras colectividades o de las amalgamas de individuos.[v] Al conjugar la “generalidad” con la “voluntad”, Rousseau sugería que la polis y la identidad política necesariamente establecen mediaciones entre lo que Patrick Riley[vi] ha llamado los “diminutos particulares” o particularidades reificadas que establecen fronteras sólidas entre sí, y lo universal, que buscaría de otro modo su despliegue absoluto. En el marco de ciertos límites, permeables, la voluntad general busca integrar las diferencias duraderas. Dicho en forma sencilla, es la expresión reflexiva del pueblo en tanto ciudadanos contemplando las condiciones necesarias para la continuidad de su existencia compartida. O, planteado de otra forma, es aquello que emerge cuando el conjunto de la comunidad considera asuntos que atañen a la comunidad como un todo. 

Actos de la voluntad general son aquellos de una legislación soberana que persiguen el bienestar general y la preservación en común. Se trata de un conjunto de ideas o de conclusiones con las cuales uno no puede estar en desacuerdo sin haber sido fundamentalmente engañado. Su meta es unir a los individuos en un solo cuerpo que haga imposible infringir daño en forma aislada, de tal modo que todos se encuentran mutuamente implicados.[vii] Si bien Rousseau no pensaba que uno podría alcanzar una igualdad económica absoluta, el objetivo de la voluntad general consistía en garantizar las condiciones en las cuales los ciudadanos serían suficientemente iguales para que las leyes generales pudieran llevarse a cabo. En sociedades en las que una persona era lo suficientemente rica para comprar a otro, mientras los demás necesitarían venderse a sí mismos, los intereses de cada uno resultarían opuestos. Bajo esas condiciones, ninguna voluntad general abarcante podría incorporar a ambos. Así ocurrió en la República romana, donde patricios y plebeyos de hecho conformaban dos estados en uno.[viii] Rousseau insistía en que la igualdad que describía, aunque ciertamente no es natural, no podía ser considerada una “ficción especulativa”.[ix] Si bien los abusos eran inevitables, podían y debían ser regulados. Era justo porque todas las demás fuerzas tendían a la destrucción de la igualdad, que la política, al articular a  personas divergentes en una identidad compartida, podía jugar el papel de contrapeso. Bajo esta perspectiva, la soberanía y la voluntad general son indivisibles e inalienables, ya que la voluntad general es general o no es propiamente voluntad. Al guiar y al encarnarse la voluntad general, se preserva esta generalidad o la posibilidad futura de una voluntad general. 

Finalmente, la voluntad general, que tiende hacia la igualdad, se contrasta con la voluntad en general o con la suma de intereses y preferencias privadas de los hombres y mujeres individuales.[x] La voluntad general no busca, como algunos han sugerido, eliminar esos intereses particulares. Sí los encuadra como secundarios o subsidiarios para una voluntad compartida que alimenta un ámbito de vida común, el cual requiere de la reciprocidad enraizada en un consenso que puede ser aceptado o rechazado. En espacios políticos sanos, la voluntad general y la voluntad en general tienden a coincidir, ya que allí los ciudadanos individuales aprecian con cierta claridad qué tan interrelacionadas se encuentran las necesidades y preocupaciones individuales con las de la comunidad. Si bien se puede arribar a una voluntad general numéricamente, a través de una votación, no es tanto el número de votos de donde extrae su contenido, sino fundamentalmente el interés que los unifica. Es el desenlace de la respuesta de la mayor parte de la ciudadanía a la pregunta acerca de qué consideramos correcto para todos.[xi]

Mientras la voluntad general no nos es extraña o ajena, es solo una voluntad de entre varias que experimentamos y puede ser silenciada o vencida. Puede ocurrir que no nos hable en forma tan audible como los intereses privados, los cuales pueden situarla como si fuera una carga.[xii] Además, líderes de grupos que son más pequeños que la república en su conjunto, pueden presentar la búsqueda de la voluntad general que los sustenta (la cual es menos abarcante e inclusiva que la república misma) como algo acabado y definitivo. Incluso entonces, considerando que lo que legitima determinado desenlace político es la posibilidad de sugerir que éste resulta ser un beneficio común, esos líderes pueden cínicamente enmascarar ambiciones particulares bajo la bandera de la voluntad general. Buscando satisfacer esas ambiciones y haciéndolas ver como si fueran indispensables para la preservación de la generalidad (cuando de hecho la desafían y coartan) también presentan a los diversos intereses como si fueran menos negociables, más susceptibles de ser tratados como fines antagónicos. En otros términos, si bien Rousseau esperaba que la voluntad general fuera evidente para cada ciudadano, también podría ser muy difícil de determinar. Buscando evitar las consecuencias destructivas que acompañarían a la manipulación de esa ambigüedad, Rousseau argumenta que debemos comprometernos de antemano a ser obligados por otros a obedecer los dictados de la voluntad general, incluso cuando intentemos romper con ella o con su contenido específico. Sin este compromiso, no sería más que una formula vacía. [xiii]

Cuando intenta responder a la pregunta de cómo es que la gente que no está acostumbrada a ser interdependiente lo sea, Rousseau introduce la figura de un legislador o de un visionario extranjero, el cual, a semejanza de los líderes carismáticos exitosos de Max Weber, ofrece un panorama alentador de un futuro compartido, de tal modo que la búsqueda de ese futuro transformaría al conjunto social.[xiv] Además, insiste en la necesidad de instituir una religión civil que elabore algunos dogmas destinados a santificar un espíritu de sociabilidad que no tolere la intolerancia.[xv] Podemos evadir la voluntad general, escondiéndonos de las esperanzas que sugiere, argumenta Rousseau, pero dicha voluntad no muere en éstas. La legitimidad, el cuerpo político y la política, como una red de relaciones sí mueren en ese proceso. 

Para muchos lectores, especialmente para aquellos que escribían en los Estados Unidos en la década de 1950, la imagen que tenía Rousseau de la política prefiguraba y le hacía eco a las peores aspiraciones de sus adversarios políticos, los fascistas y comunistas. Bajo esa óptica, Rousseau anticipaba desenlaces totalitarios en los que un gobierno, sin ser soberano, no encontraba poderes limitantes que lo dividieran. Sin contenciones claras, ese gobierno intentaría erradicar cualquier asociación parcial que pudiera interferir con la identificación colectiva o que buscara mediar entre los individuos y el cuerpo político. Como resultado de ello, los individuos disidentes, al carecer de protecciones, se verían ahogados en una cultura colectivista y conformista en la que sus aspiraciones y esperanzas quedarían plenamente subordinadas a las del resto de la sociedad. Líderes envalentonados fácilmente encuadrarían  cualesquiera que fueran sus propios intereses como si fuesen los intereses generales de todos los ciudadanos. Y lo peor de todo es que se sentirían respaldados por la propia frase ominosa de Rousseau, en la que presentaba como una expresión de la libertad moral ciudadana un interés que se le obligaba a obedecer, interés que ni era compartido ni equitativo en sus consecuencias.[xvi]

En la perspectiva de los críticos de la “libertad positiva”, cualquier sociedad moderna no-represiva compaginará con diversas concepciones de la buena vida o de la naturaleza del bien común. Bajo esta óptica, la unidad y el acuerdo a gran escala acerca de lo que pueda considerarse como correcto para todos solamente puede garantizarse a través de la manipulación coercitiva respaldada por la fuerza.[xvii]  Como resultado, lo mejor que puede hacerse políticamente es diseñar las reglas de la tolerancia mutua, estableciendo condiciones para la coexistencia pacífica, en la que cada quien persiga sus intereses y preferencias hasta donde pueda hacerlo, todo ello con una mínima interferencia gubernamental. Una condición previa para este escenario consiste en colocar los debates acerca del propósito último de la vida colectiva fuera del dominio formal de la política, facilitando a las personas negociar esos asuntos en el marco de comunidades de la sociedad civil a las cuales, a diferencia de la vida política, podrían ingresar o salir a voluntad. [xviii]

Mientras esta imagen de la libertad moderna como “libertad negativa” es un desenlace de las revoluciones liberales y burguesas que pugnaron por quebrar el poder absoluto de los Estados teocráticos y monárquicos, también ocurre que encuadra los derechos políticos de los individuos estableciendo una separación con respecto a los otros, quienes se presentan fundamentalmente como límites potenciales para la búsqueda libre de sus propios fines privados. Si bien resulta un modelo útil para proporcionar protecciones a la propiedad privada, no ofrece ningún lenguaje colectivo a través del cual se pueda expresar la legitimidad o la ausencia de legitimidad. Dicho de otro modo, en los estrechos términos asociales de las preferencias privadas no se pueden expresar los ideales normativos que sustentan una perspectiva emancipadora de la política, la cual insistiría en que aquellos que mandan lo hacen en formas que se encuentran lejos de beneficiar o desarrollar a una nación reprimida y colonizada. 

Mientras Rousseau advertía que las sociedades con una voluntad general deteriorada no pueden remediarse, también hacía notar que había voluntades generales que se encontraban emergiendo.[xix] Este era particularmente el caso entre naciones que habían sido colonizadas, Rousseau se centró en la isla de Córcega y en Polonia. Es también lo que Fanon esperaba que emergiera del tipo de nacionalismo enarbolado en la lucha anticolonial argelina, en el marco de una praxis dialéctica que alió a grupos divergentes para crear sociedades que ya no fueran coloniales.    

 

Nacionalismo y conciencia nacional

Aunque su trabajo teórico temprano sobre racismo y colonialismo se centraba fundamentalmente en la problemática de la desalienación, en un marco que requería plantearle interrogantes a las ciencias humanas, especialmente a la psiquiatría, Fanon se encontró en una situación difícil como director del departamento psiquiátrico del hospital Blida-Joinville en Argelia, cuando estaba por comenzar la guerra argelina. Su experiencia como soldado en la Segunda Guerra Mundial condecorado por valentía en dos ocasiones, su conocimiento médico y su compromiso con las luchas por la libertad lo llevaron a la colaboración con el Front Liberation Nationale (FLN), a su eventual renuncia al cargo oficial que tenía como psiquiatra en jefe y a unirse formalmente al FLN. Las observaciones y argumentos que hizo posteriormente en Los condenados de la tierra están, por ende, impregnados de su experiencia en el terreno, sumada a su agudeza teórica.

Fanon sugirió que era solo luchando con las fuerzas de la represión como podrían emerger y cobrar vida una nación argelina sumergida y su voluntad general, las cuales habían sido silenciadas o vueltas irrelevantes por las relaciones coloniales.[xx] Advirtió que allí donde la fatalidad se disemina entre el pueblo, sus opresores nunca eran culpados.[xxi]Por el contrario, los diversos pueblos que juntos conforman a los colonizados se encaminaban a la magia, el mito y las disputas tribales, todas las cuales preexisten al colonialismo, y lo hacen como una forma de evasión que implicaba una “autodestrucción colectiva”.[xxii] Aunque ocupaban el mismo territorio físico, los colonizados tenían pocas razones para pensar que compartían una identidad política o que pertenecían a una nación con una potencial voluntad soberana. Efectivamente, sus divisiones eran múltiples. Estaban quienes se beneficiaban de la explotación colonial y también estaban quienes estaban excluidos de esos beneficios. Las personas que vivían en zonas rurales veían a aquellos que vivían en las ciudades como habiendo adoptado un lenguaje y una vestimenta europea, traicionando el legado nacional.[xxiii] Los dirigentes de los partidos urbanos y de los sindicatos, quienes hacían arriesgadas incursiones en las áreas rurales, frecuentemente ignoraban la autoridad de los respetados líderes tradicionales o la relevancia de la diversidad tribal local,[xxiv] además de que generalmente temían el desencadenamiento de revueltas espontáneas por parte del campesinado. Finalmente, había una proporción menor de expresiones revolucionarias políticas e intelectuales de las ciudades, que rompieron con el legalismo y las soluciones reconciliadoras de los líderes locales más reconocidos y, después de que sus integrantes  fuesen encarcelados, se exiliaron a las áreas rurales, donde junto con la población campesina se radicalizaron y asumieron la alternativa de la insurrección armada para recuperar su tierra. En el marco de un proceso opuesto, estaba el lumpenproletariado de las ciudades, quienes escapando de la desposesión a la que eran sometidos en las zonas rurales rodeaban a las zonas urbanas. Renuentes a ser reformados por una sociedad colonial a la que solo podrían ingresar por medio del uso de la fuerza, llegaron a encabezar una acción explosiva, en forma decidida, para ponerse al frente de la “procesión del despertar de la nación.” [xxv]

Fue inicialmente en sus esfuerzos por delinear un enemigo común, una fuente común de la alienación compartida, que un pueblo cuyos integrantes estaban colocados desigualmente en el orden político, desplegó un sentido de destino común, un sentido de ellos mismos como nación emergente. Para que la nación y ellos mismos ingresaran a la historia, se requería que en conjunto se comprometieran a realizar una cadena de acciones discontinuas, peligrosas e irrevocables, para las cuales no habría marcha atrás, rompiendo deliberadamente con las rivalidades locales que pudieran interrumpir o entorpecer el camino hacia la soberanía.[xxvi] Creando una confraternidad que se asemejaba más a una iglesia o a la indivisibilidad de la que habló Rousseau, los enemigos de ayer se unificaron para amplificar un ataque nacional hacia sus ocupantes.

Incluso entonces, como sea, si es que un “sentimiento racial” o la decisión de repudiar a todos los que fueran extranjeros eran suficientes para ingresar a una lucha revolucionaria, no resultaban suficientes para mantenerla. El odio y el resentimiento incluso hicieron que algunos de los más firmes fuesen fácilmente manipulados o sobornados. Algunos quedarían cegados por los gestos humanos más simples, llegando a convencerse de que un trato más amable por parte de los colonizadores (el cual era, efectivamente, una concesión lograda) conformaba en sí mismo una victoria. Y otros serían tentados por algo más, con promesas de que al abandonar a los otros que continuaban su lucha valientemente, ocuparían las posiciones que habían tenido los colonizadores, mostrando poco o ningún interés en reestructurar los roles sociales. Estos no harían lo que un proyecto actual decolonial sugiere, continuar los esfuerzos de reconstrucción para hacer de los últimos, los primeros.

Hacer esto último requeriría expandir, ampliar y reconstruir este nacionalismo inicial con elementos políticos, económicos, culturales y terapéuticos. Guiando y surgiendo de cada uno de estos elementos se encontraba el ideal normativo de la conciencia nacional.

Fanon argumentaba en primera instancia a favor de la necesidad de una participación radicalmente democrática. Las relaciones coloniales situaban a una vasta mayoría de la población colonizada como infantes políticos, en un nivel por debajo de la ciudadanía,  gente cuyas aspiraciones y furia eran irrelevantes para moldear y darle dirección al espacio político. En la lucha anticolonial, el pueblo, a través de la lucha, se hizo sujeto de su propia historia, asumiendo responsabilidades por su presente y futuro. Se les había dicho que eran incapaces de ese tipo de acción, que solo eran capaces de entender el lenguaje de la fuerza. Retomando el proceso de toma de decisiones colectivas, Fanon describe el cuidado a favor de la humanidad del pueblo, sus ojos y oídos se expandían a la par que recuperaban su dignidad. 

Pero para que las instituciones gubernamentales se vuelvan un lugar de pertenencia e identificación, tenían concretamente que demostrar que conectaban una parte de la nación con el resto a través de recursos y la provisión infraestructural.

Muchos, al expulsar a la comunidad de colonizadores, esperaban que la nación fuera una expresión auténtica de lo local. Esto llevaría a varios a internarse en una línea de restauración cultural, buscando aquello que fuera lo más tradicional en ese lugar, lo cual rápidamente podía conducir a disputas por cuál tradicionalismo era la más pura expresión de un pueblo, el cual de hecho ahora enfrentaba nuevos y diferentes retos. Si bien resultaba fundamental reconocer que los argelinos tenían efectivamente un pasado cultural, esto para poder afirmar su humanidad en tanto actores culturales, sin embargo, para que dicho reconocimiento tuviera más sentido se requería verlos como un pueblo que podía articular la cultura viva para poder forjar un mundo compartido en el presente.              

Pero el desafío de luchar a favor de la nación emergente no dejaba de tener costos. La brutalidad de un maniqueísmo invertido dejó cicatrices, algunas de ellas incurables. Uno no querría que aquellos que sufrieron traumas en las batallas, ahora afianzados en el poder, dirigieran a los países. Uno tendría que poder ser capaz de darles su reconocimiento, a la vez que se centra la atención en la siguiente generación para desplegar nuevos modelos para la vida colectiva que crece autóctonamente a partir de su situación compartida. 

Para Fanon, hacerle justicia a los riesgos tomados y a las vidas que se perdieron en la lucha revolucionaria exigía un trabajo continuo, dialéctico, con el fin de cultivar una perspectiva específica de identidad política, la nación, que mediaría necesariamente entre las diferencias de clase, regionales, tribales, étnicas y raciales, insistiendo en el terreno compartido en el pasado y en el presente, en donde todos estaban mutuamente implicados. Para garantizar ese tipo de sensibilidad no sólo se necesitaba priorizar cultivarla, sino vincular la actividad política al proyecto de un desarrollo económico y político equitativo. 

Él nunca minimizó la dificultad de este desafío: mientras insistía en que la redistribución económica a escala masiva era urgente y esencial (que las sociedades sean sacudidas) le resultaba tan imperdonable que la burguesía nacional no se pusiera al servicio del pueblo, como que fracasara en convertirse en una genuina burguesía, ya que no revolucionaba la producción en la economía local de tal modo que trastocara la división global del trabajo. Si en forma tan desproporcionada se había apoderado de la riqueza nacional en un proceso que implicó el robo de las arcas gubernamentales, podían haber evitado el rol de convertirse en intermediarios de Europa, desarrollando un modelo nacional, distintivo, de clase capitalista. 

Cuando Fanon distinguía claramente las posibilidades de la conciencia nacional de los fracasos de un estrecho y crecientemente cínico nacionalismo, mostraba que esa conciencia es más bien una idea desafiante que algo que se encuentre plenamente encarnado. Resulta evidente que la conciencia nacional, así como la voluntad general de Rousseau, busca y expresa lo que la gente tiene en común y que va más allá de un antagonismo hacia los extranjeros, quienes rápidamente pueden quedar caracterizados como otros étnica y racialmente, en una reductio ad absurdum. Esa conciencia posibilita y eventualmente alimenta la movilización en curso y, por lo tanto, resulta secuestrada y coartada a través de políticas que descansan en el retroceso del grueso de la ciudadanía a una condición de pasividad inducida. Poniendo en movimiento los recursos culturales que todos ponen sobre la mesa, la conciencia nacional busca combinar y fusionar dichos recursos para generar nuevas formas nacionales en el marco de un proceso constructivo abierto, que será radicalmente repudiado por aquellos que en el poder disputan por recursos y proclaman que una versión del tradicionalismo es la expresión auténtica que debiera predominar. Esa conciencia finalmente solo puede emerger de una praxis en curso, siempre inconclusa, en donde los esfuerzos políticos, culturales, económicos y terapéuticos para confrontar las causas de la ausencia de libertad y para hacer a las instituciones políticas más sensibles conduzcan al cultivo del crecimiento nacional. Sin una apreciación inédita del trabajo político, el periodo inmediato previo de movilización será reificado y convertido en aquello que fueron los fines y la identidad de “la nación”, siendo ésta invocada maliciosamente por aquellos que presentan la voluntad de algunos como si fuera efectivamente la voluntad general.

La concepción de Rousseau de la voluntad general trataba, en los más clásicos términos, de insistir en que la soberanía solo le podía pertenecer a la ciudadanía activa y que los gobiernos, para ser legítimos, tendrían que asumir la tarea de buscar aquello que contribuye a la equidad, beneficiando de esta forma a la ciudadanía como un todo. Pero podía dar cuenta poco de la forma en que una sociedad con normas legítimas emergía de contextos ilegítimos. En vez de ello, la discusión que introduce Rousseau, salvo los ejemplos de Córcega y Polonia, se centró en la legitimidad como un acto de preservación, de mantenimiento de condiciones y relaciones bajo las cuales en primer lugar emergió. 

En Fanon, la conciencia nacional emerge solo a partir de desafíos abiertos a relaciones de subordinación y alienación. Toma forma por medio de luchas colaborativas en las que primero se expulsa a aquellas personas, voluntades e intereses que se oponen a la emergencia de una voluntad ciudadanía autóctona, y luego rebasa esta situación inicial para desplegar instituciones que puedan desarrollar a la nación, la cual hasta entonces había sido un apéndice de un centro metropolitano. Esto es un proceso dinámico y dialéctico, exigiéndole a cada generación que asuma la siguiente fase de responsabilidades y que  trate de crear modelos que reflejen las aspiraciones y necesidades locales. E incluso entonces resulta claro que mientras uno puede cultivar la conciencia nacional y que ésta puede florecer bajo ciertas circunstancias, funcionaba primordialmente como un ideal normativo por medio del cual puede captarse el objetivo más amplio de la legitimidad política, de configurar relaciones que ya no fuesen de explotación.

 

A manera de conclusión

 

Una de las características distintivas de un momento contrarrevolucionario consiste en el ejercicio sistemático de desmembramiento de los pocos nichos en los que se preserva alguna modalidad de autogobierno colectivo. Una parte de este proceso conlleva el auge de retos relativistas a la posibilidad de ser capaces de defender algunas políticas y programas como siendo más beneficiosas al conjunto cívico que sus alternativas (defensa que implica que son mejores concreciones de la voluntad general). Mientras mucha gente ha aceptado como una realidad las posiciones ideológicas que sostienen al neoliberalismo-que los esfuerzos deliberados para diseñar soluciones políticas a problemas comunes siempre serán tan defectuosos que resulta mejor abandonar las batallas que tendrían que llevarse a cabo en ese terreno; que los únicos modelos de organización de la vida colectiva ya han sido pensados y solo se pueden modificar ligeramente, en el mejor de los casos-el año 2011 inició con una serie de levantamientos que se desplazaron de forma acelerada a las regiones del norte de África desde donde el Fanon que hemos estado examinando pensó, vivió y escribió. Egipcios y tunecinos han caracterizado sus esfuerzos como revolucionarios, como muestra de una voluntad general representativa de un pueblo tenaz, diverso, y firme, el cual, enfrentando una represión que amenazaba sus vidas, pudo contemplar cómo ocurría aquello que exigía, la retirada de un líder geriátrico que encarnaba los obstáculos a sus demandas. No resulta evidente si lo que vendrá más adelante será revolucionario en el sentido que hemos explorado, si desplazará aquello que detenía la realización de una voluntad general hasta llevar a la reconstrucción de la sociedad de pies a cabeza. Es muy probable que Mubarak, por ejemplo, será reemplazado por algunos cuadros de la pequeña burguesía ligados al ejército y mejor alineados con esta fase de desarrollo del capitalismo globalizado. Si esto condujera al desarrollo de una genuina burguesía nacional resultaría un avance importante. Inclusive si su papel en última instancia sería conformar el próximo límite al que se enfrentará un pueblo que buscará una mayor realización de la conciencia nacional.

Más impactante resulta la aparente imposibilidad de contrarrestar las normas contrarrevolucionarias sin alguna noción de voluntad general o de conciencia nacional, de demandas que se vinculan para evitar una forma discontinua de identidad política, que fuera más pequeña que el globo, pero que mediara entre formas más particulares y específicas de identidad y pertenencia. Es en nombre de una unidad que incorpora diferencias significativas y relevantes de clase, raza, etnicidad, religión y género, como uno busca contrarrestar las inequidades y articular un sentido de destino común que es deliberadamente construido por nosotros, animales políticos, siempre imperfectos y ambiciosos.      

 

 


[i] Este texto se publicó en Journal of French and Francophone Philosophy, No. 19, 2011. Lo reproducimos con la autorización de la autora.

[ii] Para ejemplos de ese tipo de crítica, ver C. E. Vaughan “Introduction” en The Political Writings of Jean-Jacques Rousseau, Cambridge, Cambridge University Press, 1915; Lester Crocker, “Rousseau´s Soi-distant Liberty” en Rousseau and Liberty, editado por Robert Wokler, Manchester, University of Manchester Press, 1995; también J. L. Talmon, The Origins of Totalitarian Democracy, Boulder, Westview Press, 1952/1986.  

[iii] Jean-Jacques Rousseau, Du Contract Social, Cronología e Introducción por Pierre Burgelin, Paris, Garnier-Flammarion, 1966, Capítulo 1, sección 2. 

[iv] Rousseau, Du Contract Social, Libro I, capítulo 3.

[v] Rousseau, Du Contract Social, Libro II, Capítulo 1. 

[vi] Patrick Riley, The General Will Before Rousseau: The Transformation of the Divine into the Civic, Princeton, Princeton University Press, 1986.  

[vii] Rousseau, Du Contract Social, Libro I, capítulo 6. 

[viii] Rousseau, Du Contract Social, Libro IV, capítulo 2. 

[ix] Rousseau, Du Contract Social, Libro II, capítulo 11. 

[x] Rousseau, Du Contract Social, Libro II, capítulo 3.

[xi] Rousseau, Du Contract Social, Libro IV, capítulo 2 

[xii] Rousseau, Du Contract Social, Libro I, capítulo 7 

[xiii] Ibid. 

[xiv] Rousseau, Du Contract Social, Libro II, Capítulo 7

[xv] Rousseau, Du Contract Social, Libro IV, Capítulo 8

[xvi] Nuevmente, ver Vaughan, Crocker, Talmon y adicionalmente Leonard Schapiro, Totalitarianism, Londres, Macmillan, 1972, así como Steven Johnston, Encountering Tragedy: Rousseau and the Tragedy of Democratic Order, Ithaca, Nueva York, Cornell University Press, 1999.  

[xvii] Para la clásica y representativa enunciación de esta posición, ver Isaiah Berlin “Two Concepts of Liberty” en Four Essays on Liberty, Oxford, Oxford University Press, 1969.  

[xviii] Ver John Rawls, Political Liberalism, Segunda Edición, Nueva York, Columbia University Press, 2005.  

[xix] Rousseau, Du Contract Social, Libro II, Capítulo 8

[xx] Frantz Fanon, Les damnés de la terre, Paris, Gallimard, 1961, p. 169. 

[xxi] Fanon, Les damnés, p. 85.

[xxii] Ibid. 

[xxiii] Fanon, Les damnés, p. 150

[xxiv] Fanon, Les damnés, p. 151

[xxv] Fanon, Les damnés, p. 168

[xxvi] Fanon, Les damnés, p. 170