Escritos sobre la cárcel XV. La despedida

Diego Safa Valenzuela

Cuando escuché que a D. querían hacerle una lobotomía, decidí irme. Hasta ese momento recordé que mi trabajo era sólo un trabajo, y que yo tenía la capacidad de renunciar. Sin darme cuenta, había estado encarcelado.

Antes de presentar mi renuncia, me aseguré de conseguir un nuevo trabajo: un puesto de prefecto en una preparatoria de las Lomas. No fue una decisión consciente seguir atendiendo a una población de adolescentes. Más tarde me daría cuenta de que iba a hacer la misma labor policial que ejercía en la cárcel, en una institución llena de criminales, pero con dinero. 

Cada tanto, los terapeutas de todas las Comunidades debíamos tomar talleres formativos respecto a temas de salud mental en las oficinas centrales. El último que tomé, cuando ya estaba decidido a irme, fue sobre Prevención al suicidio. Lo impartieron unos jóvenes psicólogos de la UNAM a una decena de terapeutas derruidos. Para indignación de nuestros talleristas, mis colegas y yo aprovechamos esas horas para descansar: algunos cerraban los ojos, yo me ocupaba de mi tarea de la maestría. Uno de los jóvenes interrumpió el taller para regañarnos:

―¡No puede ser que no les interese! ¿No se dan cuenta de lo alarmante que es la estadística de suicidios en adolescentes?

Mi colega que atendía en la Comunidad de SanFer, le respondió:

―¿Alguno de ustedes ha trabajado con población encarcelada? ―Los jóvenes psicólogos se quedaron en silencio. Ella continuó ―: No nos vuelvan a regañar si ni siquiera saben de lo que están hablando.

Ahí terminó el taller. Me encaminé a la oficina del Subdirector General de todas las comunidades. 

El Subdirector, un hombre moreno, alto y fornido, era un natural de la cárcel: había nacido con la habilidad de saber cómo moverse dentro de ella. Se quedó en silencio unos momentos, con los ojos muy abiertos, cuando le presenté mi renuncia. Después, me felicitó con una sonrisa. Parecía sorprendido de que yo hubiera podido encontrar una salida. No me preguntó cuándo me iba; ése era un asunto que alguien con un cargo menor que el suyo resolvería. 

Días después, solicité una reunión con la directora de mi Comunidad. Su secretaria me dijo que estaba muy ocupada y que no podía atenderme en ese momento, pero que la esperara. Le pregunté si podía agendar una cita con ella. Me respondió: 

―Yo te aviso.

Llevaba días sin dormir. Estaba profundamente deprimido y con la sensación de que las cosas se derrumbaban a mi alrededor. No estaba siendo capaz de construir un lazo cariñoso con ninguna de las personas que me querían. Mi cabeza estaba encerrada, inundada. Y yo tenía que salir; de lo contrario, algo en mí iba a perecer.

Avisé de mi partida a todos los adolescentes en cada grupo terapéutico. Para mi sorpresa, el Chilaquil se conmovió mucho cuando escuchó la noticia.

―Necesito las pláticas, no te vayas, Diego.

La gran diferencia entre ellos y yo, era que yo podía tomar la decisión de marcharme, aunque lo hubiera olvidado por un tiempo. Me sentía derrotado. No podía esforzarme más en este trabajo: tenía más que claro que la cárcel era sólo un aparato del Estado que perpetuaba la desigualdad. 

―Es que no sirve. La cárcel no sirve ―le contesté al Chilaquil. 

Mi experiencia me lo había demostrado. La cárcel no cumplía su función explícita: la de reinsertar a los adolescentes criminales a la sociedad.

―Claro que sirve ―respondió el Chilaquil―. Por estar aquí dejé de hacer lo que hacía afuera. Me enfrié al estar aquí. Si estuviera afuera, quién sabe qué estaría haciendo. Quién sabe si seguiría vivo. 

La función que sí cumplía la cárcel era la de mantener con vida a los jóvenes criminales. Una vida precarizada, pero vida al fin. 

Hacía poco que habían ingresado tres adolescentes peruanos a nuestra Comunidad. Parecían niños. En el espacio terapéutico grupal, expresaron con desolación que les estaba costando mucho habitar la Comunidad. El Chilaquil les preguntó el crimen que habían cometido. Habían formado parte de un grupo delincuencial dedicado a las extorsiones telefónicas. Estaban pagando la sentencia que los adultos, sus jefes, no habían querido pagar. 

Uno de ellos había intentado cruzar la frontera con Estados Unidos tres veces. Al no lograrlo, empezó a trabajar en ese negocio. Para los otros dos, era su primera vez en el país. 

Uno de sus compañeros les dijo: 

―Bienvenidos a México. 

El más grande empezó a llorar. 

Entendí en ese momento que mi trabajo también consistía en acompañar a los adolescentes a través de ese infierno; una forma de contención ante la violencia de esa institución. Quizá me faltó tiempo para averiguar si tenía la madera para hacerlo, tiempo para que esa luz pudiera iluminar mi camino.

Los adolescentes compartieron entonces, con gran solidaridad, las estrategias que habían construido para sobrevivir a la cárcel. Sentí que se abrazaban. Nunca había presenciado algo así entre ellos, y me pregunté si el anuncio de mi salida había provocado un movimiento inesperado. 

Al terminar la sesión, busqué de nuevo a la directora. Me dijeron que seguía ocupada, en otra parte de la Comunidad, atendiendo otros conflictos. 

El rumor de mi partida fue esparciéndose. Algunas personas llegaban a mi cubículo para despedirse. Cuando me crucé en un pasillo al Jefe de educación, me dijo: 

―Me avisaron que te vas. Está bien, este lugar no es para todos. 

¿Para quiénes sí es? ¿Qué capacidades deben tenerse para trabajar en una cárcel? ¿Con cuáles habilidades contaba el Subdirector general, de las que yo carecía? 

Durante unos tres días, cada que me liberaba de una tarea volvía a insistir a la oficina de la directora. La respuesta siempre era la misma: 

―No está, vuelva luego. 

En una de esas ocasiones, hallé la oficina completamente vacía: la secretaría había abandonado su puesto y la puerta estaba abierta. Decidí entrar y me senté en un sillón viejo color marrón. Esperé veinte minutos, hasta que la directora llegó. Ante su rostro sorprendido, le dije: 

―Quería despedirme y agradecerle lo que aprendí en este espacio.

―Ah, ok. ¿Es todo? 

―Sí. 

No quedaba más que salir de su oficina. 

Los últimos días, la Barbie empezó a preguntarme con más frecuencia de lo común si se veía bonita. Su insistencia era otro ruido más. Todo en la Barbie era excesivo: su tono de voz, su estridencia, su seducción, su soberbia. No podía más con ella. El candor que alguna vez tuvo la oficina, quedó extinto para mí. Era un espacio inhabitable. 

―Te ves preciosa, Barbie― le contestaba de forma automática―. Te ves tan hermosa que esta vez Ken sí va a dejar a su hija y a su esposa por ti.

―Eres un idiota, Diego.

―Bueno, así canceles tu boda y puedan estar juntos.

―Sería hermoso, ¿no?

―Tanto cómo tú, Barbie.

Aunque no podía permitirme perder la aliada que tenía en la Barbie, me era imposible refrenar el deseo de mostrarle mi rechazo. El último día, se despidió de mí con un dejo de ironía:

―¿Sabes, Diego? Te voy a extrañar.

No la volví a ver. 

No tenía muchas cosas que empacar. Tiré todas las figuras de origami. Borré todos los archivos de la computadora. 

Salí por última vez sin cumplir con el ritual de mirar atrás para asegurarme de que los balones ponchados seguían atrapados entre las púas de los muros.