Escritos sobre la cárcel XIV. “D” III

Diego Safa Valenzuela
―Para casos fuertes, medidas extremas. El manejo de este tipo de pacientes, tan peligrosos, requiere tomar medidas drásticas. Por lo tanto, sugeriría la utilización de una técnica que hoy en día no es muy popular, pero es sumamente efectiva: la lobotomía.
El asistente del jefe de psicología concluyó así la lectura de su informe. Me quedé atónito, sin poder decir palabra, mirando a ese joven serio, delgado y moreno: un psiquiatra de caricatura, con todo y bata blanca sobre una camisa tan almidonada como sus gestos.
Me habían citado en la Comunidad de Tratamiento Especializado en Adolescentes “San Fernando” para discutir las posibles soluciones a un conflicto en el que se encontraba mi expaciente, “D”. Le pedí a la Barbie que me acompañara porque secretamente, SanFer siempre me había puesto los pelos de punta.
Tras atravesar el primer filtro de seguridad, de altos muros modernos, uno se encuentra ante el enorme pórtico de entrada de San Fernando. Bajo éste, encajada en un derruido edificio de ladrillos, se alza imponente la puerta de la Comunidad: una plancha de hierro con la altura de tres personas. La arquitectura porfiriana del edificio es muy similar a la de otras instituciones estatales de su época dedicadas a la contención de poblaciones marginales, tales como La Castañeda. Frente al pórtico, una cancha de futbol americano abandonada se llenaba de pasto y maleza. El Director de la Comunidad aseguraba que los adolescentes trabajaban en un huerto en ese espacio.
Al cruzar la puerta, uno se siente diminuto. La inmensidad y legitimidad de la violencia del Estado se hace presente en las derruidas columnas de ladrillos. Provoca evocar la inscripción que hay sobre otra puerta que abre hacia otros inframundos: “Abandone aquí toda esperanza”.
La cita era en San Fernando porque “D”. había sido transferido a esa comunidad por dictaminación de los jueces. Desde su llegada comenzó a tener problemas con el resto de los adolescentes. Las autoridades se habían visto obligadas a aislarlo nuevamente con tal de mantenerlo a salvo; sin embargo, ésa no era una medida que se pudiera sostener con los limitados recursos de la Comunidad.
El jefe de psicología de SanFer nos había convocado a junta a los profesionales que habían llevado tratamiento con “D”. para intentar idear nuevas soluciones.
Una vez cruzado el portal, donde la luz del sol era casi cegadora a esa hora de la mañana, nos encontramos en un estrecho pasillo donde la iluminación era casi nula. Los muros viejos y descuidados daban la sensación de que el edificio no hubiera tenido ningún tipo de mantenimiento desde su construcción: una vieja maquinaria que de alguna manera seguía funcionando después de 110 años. Buñuel se inspiró en SanFer, también conocida como La Corre, para crear su película Los Olvidados, y grabó la última escena a unas cuadras de la cárcel.
Al terminar el pasillo, se debe cruzar una puerta para llegar a unas escaleras de caracol hechas de cemento que conducen a la recepción de la oficina del director. Ahí, la secretaria nos registró por segunda vez. La oficina del director, que se encontraba a nuestra izquierda, tenía una vista panorámica del primer cuadrante de dormitorios. A la derecha, se encontraba nuestro destino: la sala de juntas.
El laberinto que tuve que atravesar para llegar a ella es tan intrincado que hoy en día me es muy difícil situar mentalmente dónde estaba la sala.
Sentados en una larga mesa, estaban esperándonos el jefe de psicología de la Comunidad, su asistente, una trabajadora social y la directora de psicología de las oficinas centrales. La mesa estaba cubierta por un roído paño color azul, que me pareció un lindo detalle, casi enternecedor: denotaba la intención de darle un aire elegante al recinto.
El jefe de psicología comenzó la junta expresando su preocupación por “D”. Nos relató lo que ya todos ahí sabíamos: que “D”. había sido aislado porque “era peligroso para otros y para él mismo”. Más tarde me enteraría de que durante un intento de motín, “D”. había aprovechado la confusión para violar a un adolescente menor que él. Ese acto lo había puesto en la mira de sus compañeros, que iban a “cobrársela” tarde o temprano, dentro o fuera de la cárcel. Todo lo que pasa dentro tiene repercusiones afuera.
El asistente del jefe de psicología se puso de pie para expresar su consternación por el hecho de que no había sido posible hacer que “D”. cumpliera con su esquema farmacológico. El joven psiquiatra de apariencia exageradamente recta parecía recitar al exponer el caso. Me preguntó cómo había sido mi experiencia con “D”.
Yo relaté que intentaba propiciar el juego con él dentro del espacio terapéutico; que le gustaba dibujar y disfrutaba que le leyera cuentos. Todos en la sala, menos la Barbie, me miraron con desconcierto. El asistente entonces volvió a tomar la palabra, pero esta vez parecía enfadado. Nos leyó el diagnóstico que había elaborado, con el ceño fruncido y alzando la voz, remarcando que debía tomarse una medida drástica ante un caso tan difícil.
―…la lobotomía.
Esa operación fue popularizada desde los años treinta por el estadounidense Walter Freeman, cirujano que utilizaba un picahielo y un mazo de caucho insertados en la nariz de sus pacientes para trepanarles el cráneo, como presunto tratamiento para toda enfermedad psicológica. Esta técnica no mataba a los pacientes, pero les dañaba el lóbulo frontal y les volvía incapaces de interactuar con los demás. Perdían toda capacidad de comunicación, y se desconoce si también de pensamiento. Debe ser aterrador el caso de que uno llegue a conservar la conciencia en ese estado. Por fortuna, esta cirugía está prohibida en México desde 1967.
Me quedé atónito ante la propuesta del asistente del jefe de psicología. Mi memoria comienza a fragmentarse a partir de ese momento. Recuerdo haber pensado: “Tengo que decir algo inteligente o me van a despedir”. Pero no pude abrir la boca.
Cuando terminó la junta, la Barbie y yo tomamos un taxi para regresar a nuestra Comunidad. En el camino, ella no paraba de contarme con lujo de detalle sus conflictos amorosos: estaba muy triste porque unas noches antes su amante había decidido terminar la relación para darle prioridad a su esposa. Yo intentaba prestarle atención, pero algo me impedía escucharla, como si mis oídos estuvieran turbados por un ruido de fondo. Como si estuviera sumergido en agua turbia. Antes de terminar el trayecto, la interrumpí para preguntarle:
―¿Qué opinas de la junta, Barbie?
―Ay, pues muy fuerte, ¿no? Pobre “D”. Era un lindo niño.
No entendí su respuesta. Había eludido por completo pensar en la atrocidad, como si esa parte hubiera sido extirpada de su mente.
Al llegar a la oficina, la Barbie puso música en las bocinitas que había conseguido después de una larga batalla con las autoridades, gracias a la alianza que construyó con la jefatura de administración. Empecé a poder escuchar de nuevo. Y entonces me encontré con la imagen de mi escritorio atiborrado de figuras de origami.
Me estremecí. En la pequeña oficina para el equipo de terapeutas sonaba “Tu amor es un periódico de ayer, que nadie más procura ya leer…” La Barbie estaba melancólica: el gran amor que acababa de perder bailaba salsa con ella todos los martes en la pulquería de la Doctores, La hija de los apaches. Abrazados frente a la banda que tocaba en vivo, se encontraban para olvidarse de sus matrimonios, sus trabajos y responsabilidades; para profesarse en silencio su amor sobre la pista de baile. Sobre ese piso chicloso, sucio de pulque, chela y sudor, la Barbie vivía su historia de amor con Ken.
Me quedé paralizado unos minutos frente al escritorio. Desde que había tomado el trabajo, comencé a hacer pajaritos de papel para darle un poco de color a la oficina gris. Esa terapia ocupacional me desestresaba. Pero el escritorio fue llenándose poco a poco de estructuras de papel de todos los colores, hasta desbordarse. Me estaba inundando.
“¿Qué estoy haciendo aquí? ¿En dónde estoy?”
El pensamiento me golpeó como un zape. A partir de ese momento, todo cambió.
Unos años después, una amiga que había tratado a “D”. dentro del programa Reinserta, me escribió muy preocupada porque estaba por ser liberado.
“¿Qué hacemos con él?”, me preguntó, angustiada.
¿Qué se hace con una persona que come corazones?
¿Qué hacemos con un niño que fue esclavo y se convirtió en un monstruo?
¿Extirpar una parte de su cerebro?