Escritos sobre la cárcel XI. Gang-Bang

Diego Safa Valenzuela

Empezó con un juego. Uno de ellos estaba hablando de un tema doloroso, porque finalmente para eso se suponía que era ese espacio. Otro interrumpió para llamar mi atención:

―Diego, mira.

No había mucha luz en el salón. Un único foco que colgaba del techo en ese espacio sin ventanas iluminaba pobremente las bancas de escuela acomodadas en círculo. El salón junto a la oficina de la directora era tan estrecho que las paletas de las bancas se tocaban entre ellas. 

Lo vi a los ojos y le pregunté: 

―¿Qué veo?

―Abajo.

Se había bajado los pantalones deportivos del uniforme, unos pants desgastados que seguramente habían sido usados por muchas personas antes de llegar a cubrir su entrepierna. Los adolescentes solían estilizar los pantalones con estambre de colores, así entubaban las piernas y los hacían distintivos. 

La mamachoncha, el más grande del grupo, había descubierto su pene.

Me quedé mirándolo unos segundos. Estaba flácido, y en mi desconcierto quizás demoré la mirada esperando a que se pusiera duro. Pero tras unos segundos, tuve que mirar al vacío.

Hubo un silencio momentáneo, todos estábamos perplejos. Era imposible retomar el hilo de la conversación.

Entonces, estallaron las risas. Las carcajadas.

Yo estaba tan aturdido que sentía como si me hubiera sumergido por completo en agua turbia. El lapso de tiempo que duró esa escena no sería posible medirlo cronológicamente. Cuando logré romper el silencio, dije:

―Largo de mi terapia y no vuelvas hasta que pidas disculpas.

La-directora-general exigía que las terapias duraran la hora entera, sin excepción. Ella, la autoridad máxima de la institución había planeado con meticulosa exactitud el cronograma diario de “los chicos”, “para que no estén de ociosos”; “si están ocupados todo el día, no van a portarse mal”; “vas a ver que se acaban los liderazgos negativos”. Me hacía pensar que hablaba de lobos en proceso de domesticación. 

Cuando los adolescentes salieron del salón antes de la hora prevista, el guardia que custodiaba la puerta me miró con desconcierto, como si estuviera cometiendo un delito. Había transgredido la norma establecida por la-señora-directora.

En la práctica, ningún mocoso podía quedar fuera del espacio de terapia, no había guardias suficientes para vigilar a cada uno de ellos. La amenaza contra el Mamachoncha no tuvo ningún peso porque era imposible de cumplir.

Al entender que yo no tenía ningún poder, los adolescentes doblaron la apuesta.

Debía ser humillado.

A la mitad de la siguiente sesión, todos dijeron las palabras claves para iniciar el juego: 

―Diego, mira.  

Súbitamente estaba sumergido de nuevo en agua turbia, me faltaba el aliento. Cada uno de ellos mostró su pene. Nunca he visto tantos penes reunidos en un solo espacio. Me estremecí. Olían a jabón barato; a limpieza obligatoria, porque todos “debían bañarse antes de desayunar”.

La relación de dominación se había invertido. Yo estaba atado, obligado a ver. El juego quizá había empezado con la intención de hacer terminar las sesiones antes de lo previsto. Pero fue cobrando un valor distinto: Habían descubierto un poder que iban a gozar. Ahora yo estaba en sus manos.

Ningún pene estaba erecto, pero no importaba, porque el juego consistía en observar cómo poco a poco me despojaban de la agencia que tenía sobre ellos, se diluía todo rastro de mi autoridad, hasta que su terapeuta quedaba reducido a un objeto. El único foco en el cuarto iluminaba esa cosa en la que me había convertido. Para ellos era divertido, hasta hilarante, el hecho de que como grupo me hubieran reducido a una mirada.

El juego era ver cómo los veía.

Cada sesión sentía que el cuarto era más estrecho. El aire se hacía más denso: respirábamos vaho, saliva, humillación. A pesar del bochorno, yo transpiraba sudor frío. Sus carcajadas revelaban unas lenguas babosas recostadas sobre las mandíbulas. Sus ojos lamían mi temor. Sólo podía fantasear el momento hipotético en el que el guardia abriera la puerta y se encontrara con esa escena: un terapeuta reducido a objeto, atado por miradas, rodeado de penes, penes de adolescentes supurando hormonas.

Adolescentes-en-conflicto-con-la-ley, niños criminales, niños acorralados al único papel que les había dejado la sociedad: el de asesinos, el de ratas. La cárcel incluso les había quitado hasta el orgullo de ser delincuentes. Despojados de todo, lo único que les quedaba era su cuerpo y lo iban a mostrar con vanidad. Usar su cuerpo para dominar, como hombres, como buenos machitos que maltrataban a las niñas-adolescentes-enamoradas-embarazadas a quienes les habían prometido casarse en cuanto tuvieran un pie afuera. Pero ellas no estaban ahí. Estaban encarcelados solos, solos con ellos.

En la cárcel no se podía hablar del amor. “No soy poncho, para irme a desinflar con el psicólogo”. Se sabía quién cogía con quién. Y se sentía esa tensión que hay antes de besar a alguien. Tensión que encrespaba la piel.

Yo debía ser devorado.

También formaba parte de ese pacto de silencio. ¿A quién podía contarle esta escena tan vergonzosa?

La última vez que me ordenaron ver, les dije:

―Miren, a mí me gustan las vergas enormes… venosas, gruesas… que me ensucian cuando se derriten… tan grandes que no me quepan en la boca… pero no como las de ustedes. Lo siento, están muy chiquitos.

Había mostrado mis colmillos. Sorprendidos por mi respuesta, los adolescentes se subieron los pantalones y bajaron la mirada. 

A pesar de que el juego había terminado, yo seguía sumergido bajo el agua. Cada vez que abría la boca, seguía teniendo la sensación de ahogarme.  

Continuamos con la terapia. Hablamos del dolor de haber perdido tanto.