Escritos sobre la cárcel VI. Rostros de la autoridad

Diego Safa Valenzuela
Un policía y un adolescente custodiaban cada una de las puertas de los dormitorios. Al principio pensé que, como yo, esas disímiles parejas estaban simplemente tomando el sol para espantar el frío invernal. Pero mientras los observaba desde la banquita de cemento donde hacía tiempo para comenzar una sesión grupal con los adolescentes, me di cuenta de que estaba presenciando una escena de acción, aunque particularmente quieta y silenciosa.
Los adolescentes apostados en el filo de las puertas tenían la obligación de permanecer dentro del dormitorio. Cada guardia estaba ahí para asegurarse de que esto se cumpliera. Pero mirarse entre sí no estaba prohibido. Se vigilaban los unos a los otros.
Empecé a imaginar una película western, sin tener la seguridad de quién era el bueno y quién el malo. Yo, espectador del duelo de miradas, era el Feo. El suspenso se interrumpió por un momento cuando los adolescentes gritaron:
―¿Qué, muy vergas? ¿Por qué me andas chacaleando?
Era lo más cercano a un disparo. Los guardias contenían rápidamente cualquier posibilidad de un incendio.
¿Quién era la autoridad que custodiaba la entrada de los dormitorios? ¿Los guardias o los adolescentes?
―Oye, te pareces a Farruko―, le dije a un paciente, moreno y robusto, que tenía cara de niño y no más de 16. Se tomó la comparación con el legendario productor de reggaetón como un halago. Nadie lo decía en voz alta, pero se sabía que Farruko era la mamachoncha del dormitorio 4.
A los pocos días de haber entrado a la comunidad, a Farruko lo habían tenido que operar de un problema digestivo. Su proceso judicial inició dentro del hospital; la dictaminación médica llegó antes que la de los jueces. Estuvo internado un par de semanas en el área médica de la comunidad, pero cuando se recuperó y regresó al dormitorio, el mamachoncha rápidamente empezó a tomar las decisiones. Si alguien llegaba a cuestionar su mandato, era sometido a la fuerza; pero no sólo por parte de él, sino también por el resto del grupo.
Me preguntaba si fuera de la comunidad Farruko cumpliría el mismo papel. Trataba de imaginarme cómo se vestía afuera. ¿En la calle el mamachoncha usaba tenis Jordan? ¿De qué color? ¿Se vestía como el Farruko original, cuando empezaba su carrera por allá de los dos miles y aún no se dejaba crecer la barba? Lo veía con una sudadera Diesel, gorra y un corte mamalón en la ceja.
Farruko organizó un intento de motín apenas hubo consolidado su dominio del dormitorio. Quizá buscaba medir si era capaz de gobernar más allá de éste. Fue un total fracaso; el intento fue desarticulado inmediatamente por las fuerzas de seguridad internas. Yo llegué poco después que los guardias. Los adolescentes, armados con palos de escoba, seguían arrinconados tras una fortaleza de colchones y cobijas. La barricada de maderas y resortes cedió con facilidad bajo la fuerza de los guardias. Uno por uno, los adolescentes fueron dejando las armas. Yo temía que la coerción fuera a derivar en sangre, pero pude constatar que la policía está entrenada para someter los cuerpos con la mayor sutileza posible, como si tuvieran la indicación de no dejar huella en ellos.
Una vez sofocada la rebelión, la directora del plantel aún así se acercó a los rebeldes para preguntarles sus demandas. El grupo de adolescentes se mantuvo en silencio unos minutos, como si hasta entonces no hubieran pensado en ello. Después de un rato, se elevó entre ellos una voz aguda que demandó:
―¡Más postres!
El jefe del área educativa dijo:
―Son unos malagradecidos. En especial tú ―señalaba al Farruko―, después de que nos hicimos cargo de tu cirugía.
Parece que esta población sólo tiene acceso al derecho a la salud cuando se les priva de la libertad.
Las represalias por el desacato incluyeron que se aislara del grupo al mamachoncha, y se quedara sin actividades, incluyendo la terapia. Cuando volvieron a permitirle participar, Farruko me habló de lo sucedido. Le explicó al grupo que no pudo cumplir con su promesa de someter a los guardias porque seguía sintiéndose muy débil tras la operación.
Los guardias y las mamachonchas son distintos rostros que toma el ejercicio del poder. Esa autoridad, donde se encarna el juego de la dominación, debe someterse a los lineamientos institucionales. Si no lo hace, decía la directora del plantel, es preciso cambiar ese liderazgo negativo a uno positivo.
En otra ocasión, la jefa de psicología me ordenó ir a tranquilizar a los internos que tenían mayor edad en la comunidad. Dos de ellos tenían un altercado: estaban discutiendo en el dormitorio acerca de un postre, y las autoridades temían que terminaran a los golpes. Decidí llevar conmigo hojas de colores. Al entrar al dormitorio, vi a dos adolescentes gritando; al fondo, un hombre inmenso y musculoso de playera blanca sin mangas estaba levantando unas pesas improvisadas a partir de dos cubetas de cemento y una varilla de fierro. Las pesas estaban prohibidas dentro de la comunidad porque podían ser usadas como arma. Pregunté al aire:
―¿Quién quiere hacer figuras de papel? Sé hacer flores, pajaritos y separadores.
El enorme hombre me miró, bajo las pesas, se acercó caminando lentamente y dijo:
―Yo quiero hacer una flor.
La tensión se disolvió en el instante. Entendí que estaba hablando con la autoridad del dormitorio. Cuando ese adolescente anunció que iba a participar en mi actividad, se dio por sentado que todos iban a hacerlo también. Ese liderazgo era positivo en los términos de la directora, porque actuó acorde a los principios que dicta la institución.
Repartí hojas de colores y pregunté si alguien había hecho figuras de papel antes. Todos respondieron que nunca.
Una vez le pregunté a un guardia que llevaba poco tiempo en la comunidad:
―¿Cómo te sientes en tus primeras semanas?
Era raro que a los guardias se les preguntara algo, mucho menos sobre sus sentimientos. Se les trataba como si fueran cámaras de vigilancia humanas. No todos ellos se hallaban en esa posición, no todos desean ser quien domina. Me respondió:
―No muy bien. La verdad la estoy pasando muy mal. A mí sí me dió el carcelazo.
El carcelazo es un término que refiere al sentimiento que genera el estar encerrado; es como si te faltara el aire… como si estuvieras sumergido en agua turbia.
Pienso que quienes llegan a ser mamachoncha son quienes más rápido superan esa sensación. Los que se institucionalizan. Los que aprenden a nadar en esas aguas.