Seguir amando en tiempos del fascismo*

Sandra Vanina Celis

Todo amante verdadero sabe que, cuando amas a otra persona, no la idealizas. Amar significa aceptar las fallas, las estupideces y los elementos feos que son parte de todo ser humano.

Esta idea, simple pero difícil de aprehender, pertenece al filósofo Slavoj Žižek. Se ha popularizado gracias a que circula en redes un fragmento del documental Examined Life, de la directora Astra Taylor, en donde Žižek filosofa junto a un vertedero de basura. Épico, como siempre.

Pero volviendo al amor… Hace tiempo escribí este texto que hoy se vuelve a publicar, y me parece curioso cómo empezaba. Decía yo en aquel entonces: el amor puede ser malvado y caótico (sí, ¡malvado!). Y razonaba que por eso mismo lo necesitamos: porque igual que en las revoluciones, a veces hay que destruir para crear. Sólo así nace lo nuevo.

Volviendo a esta comparación entre el amor y la revolución (de manera un poco más madura y menos solemne), sigo creyendo que puede haber malicia en el amor. ¿Y caos?, por supuesto. Como en toda revolución. Y por eso, dos son las cosas que nunca hay que idealizar: el amor y la revolución. Porque cuando las idealizamos es cuando dejan de servir a su propósito, que es aprender a vivir con la imperfección mientras se lucha tercamente contra ella.

Sin embargo, últimamente han surgido nuevas concepciones que parecen dificultar estos ejercicios. Por ejemplo, cierto feminismo nos compele a las mujeres a ser sororas sin importar nada; no obstante, tal imperativo pronto se devela como un esencialismo idealizante y se vuelve sencillamente inoperante bajo las relaciones sociales actualmente existentes. Las buenas intenciones no alcanzan para soportar el peso de la dinámica implícita de antemano en la vida material y de la cual formamos parte, nos guste o no. El reto parece que es, entonces, el de mediar entre lo personal y lo político, lo individual y lo colectivo, lo justo y lo injusto, el amor y el odio, sin que ello implique tolerar lo intolerable.  Encontrar, como dice una canción de Los Prisioneros, nuevas formas paramar. Y yo agregaría: para hacer la revolución.

Quizá con ese propósito sea útil comparar al amor con la revolución, y pensar en ambos como procesos.

Hacer el amor y hacer la revolución: el primero no se agota con el flechazo de cupido, mientras que el segundo apenas comienza (si es que comienza) con el asalto al Palacio de Invierno. Lo que viene después es lo interesante: aprender a vivir con la imperfección, y saber que alcanzar lo bueno y lo bello es un anhelo, tal y como plantea el eros socrático: un proceso que requiere de constante formación espiritual, y no algo ya dado de una vez y para siempre. Tal parece la única manera de llevar adelante todo proceso relacional, implique este lo amoroso o lo político; a una sola persona, a varias o a una multitud.

Sea como sea, amar en estos tiempos, sin revoluciones rusas ni cuentos de hadas, es difícil. Por eso aliento a cualquiera que quiera reflexionar al respecto a leer la correspondencia de Antonio Gramsci. Porque, no obstante, nunca como ahora había sido necesario hacer el amor… y también la revolución.

Ahora sí, retomemos las viejas ideas donde las habíamos dejado. ¡Feliz 14 de febrero!

*

El amor palpitaba en el pecho y en la práctica política de Antonio Gramsci. Las muchas y muy bellas epístolas que escribió lo comprueban, no sólo por la torrencial sinceridad y ternura que las caracteriza, sino también por la conciencia que demuestra tener el joven dirigente italiano sobre el mundo que lo rodea.

Estas cartas me parecen, por ello, un valioso elemento para entender la filosofía política de Gramsci, pues nos acercan al hombre y a su historia; nos hacen tener un retrato fiel sobre cómo era ese Gramsci íntimo, sobre cómo fue dando formación a su espíritu y, en fin, sobre su lucha constante por dominarse a sí mismo y ser un dirigente consecuente sin dejar de lado la capacidad de amar a los otros.

¿Qué más podría subyacer a un apasionado e insaciable espíritu como el suyo, que ya como dirigente, como pensador o como hombre, irradiaba un amor tan grande por la vida? Pero ese amor fue distinto a muchos otros, y tan grande como desgarrador; porque Gramsci, al igual que nosotros —aunque en circunstancias muy distintas— vivió en tiempos de derrotas y colosales cambios: en tiempos liminales de horizontes desdibujados.

El amor que se deduce de su correspondencia es uno desgarrado por sus propias circunstancias: tanto las del hombre (poco agraciado) como las del dirigente (encarcelado) y las del mundo occidental (pronto a caer en el abismo del fascismo). Por eso, la única forma que tenía de desenvolverse el más auténtico amor, en esos momentos de turbulenta crisis, era en el desgarro; en la propia inviabilidad de practicar el cariño libremente y de manera presencial. Pero eso sí: con la convicción hasta la muerte de profesarlo cada día, aunque fuera en tinta, entre abrazos lejanos y conceptos cifrados.

Y así de fuerte fue también su convicción de seguir pensando la revolución, pese a todas las enfermedades que, finalmente, terminaron con su vida de manera prematura. El móvil detrás de eso no era solamente una terquedad taurina, sino un amor inmenso emplazado en un cuerpo diminuto. Un amor, además, necesario para no caer en la locura y para seguir con vida, militando y escribiendo aún desde la prisión. Es esto lo que se va desarrollando en esta correspondencia, y por eso es tan fascinante como esclarecedora para conocer el proceso intelectual de Gramsci.

 “Tienes que escribírmelo todo, tienes que decirme todo lo que sientes para que yo tenga al menos la ilusión de tenerte cerca de mí”. Julia era la mujer a la que Gramsci diría esas palabras, y a quien le confesaría lo siguiente:

Cuántas veces me he preguntado si era posible ligarse a una masa cuando no se había querido a nadie, ni siquiera a la propia familia, si era posible amar a una colectividad cuando no se había amado profundamente a criaturas humanas individuales. He pensado mucho en todo esto, y he vuelto a pensarlo durante esos días porque he pensado mucho en ti, que has entrado en mi vida y me has abierto el amor, me has dado lo que siempre me había faltado y me hacía a menudo malo y torvo.

Estas palabras no sólo son conmovedoras, sino que reflejan la lucha interna que Gramsci sostenía. Además de ser ese intelectual y comunista que hoy todos leemos y admiramos, fue también (y quizás antes que nada) un hombre de carne y hueso.

Antes de conocer a Julia Schucht, quien le arrebataría irremediablemente una parte de sí mismo en Moscú, Gramsci ya era un comunista resuelto. De hecho, fue eso lo que lo llevo a conocerla. Y ello no hizo sino refrendar la voluntad militante del dirigente, no obstante que esa negativa a renunciar al amor implicaría sobrevivir a duras pruebas emocionales, quizás peores de lo que éstas hubieran sido si no hubiese conocido aquello que siempre le había faltado. Pero el dirigente italiano, encarcelado, insiste en las bondades del amor en la práctica política. Reflexivo, cuestiona qué hubiese sido de él sin ese elemento:

¿No iba a tener eso [la falta de amor] un reflejo en mi vida de militante?, ¿no iba a esterilizar y reducir a mero hecho intelectual, a puro cálculo matemático, mi cualidad revolucionaria?

Al respecto señala Fernández Buey que “[…] ningún otro pensador revolucionario ha tratado de vincular tan estrechamente lo privado y lo público, lo personal y lo político, el amor y la actividad revolucionaria”. Y es que dicho sentimiento no sólo iba dirigido a su esposa, sino que puede leerse también profundo y tierno cuando se dirige a sus hijos, Delio y Julián, a quienes nunca conoce.

Fernandez Buey nos recuerda, asimismo, lo que el cineasta Pier Paolo Pasolini expresó alguna vez sobre Gramsci: que éste “era un tímido al que la timidez empujaba a vivir siempre impersonalmente”, casi como si hubiera nacido en un tiempo que no era el suyo. Es imposible no pensar aquí en el ímpetu de los movimientos revolucionarios de ayer y hoy, cuyo drama reside en que cargan un nuevo mundo bajo el brazo que es, no obstante, casi imposible de poner en práctica a plenitud.

“Es verdad que desde hace muchos, muchos años me he acostumbrado a pensar que existe una imposibilidad absoluta, casi fatal, para que yo pueda ser amado”, expresaba Gramsci con algo similar a la condescendencia, pero que leído en su contexto constituye una dolorosa certeza sobre lo que es la realidad capitalista.

Aquí Gramsci es muy consciente de que hay un mundo de amor que, no obstante, nos está vedado a los comunistas, a los putos y putas, a los enanos y jorobados… a todo aquello que hasta hoy constituye el sector desechable de la modernidad capitalista. Aún así, Gramsci aceptó este sentimiento, transformándolo y desfetichizandolo en medida de lo posible (ya que estaba muy enamorado, hay que decirlo). Y lo aceptó tal como se desenvuelve cuando se ama en tiempos de crisis: como un cúmulo de contradicciones y, en ocasiones, de dolores. El suyo es, pues, un amor de batalla. Un eros socrático que compele al desarrollo del alma, tanto propia como ajena; que asume la contradicción y la imperfección y, con ello, apunta al alumbramiento de una forma novedosa de amor. Una nueva forma para amar que bien podría ser el germen de nuevas relaciones afectivas en el futuro.

Dice Julia, en las pocas cartas que se conocen dirigidas a Antonio: «Hay algo que me molesta, algo que es parte de mi, y ese algo es mi cerebro. No sé ‘ser’; se ver, pensar, alguna veces sentir…»

Ello constata que este es un experimento que ambos realizaron. El amor que practicaron es, adicionalmente, la poesía de la vida, y su pasión más allá de todo raciocinio. Un amor militante. Porque la razón, en la militancia, es fundamental, pero no siempre determinante. Esta específica forma de amar, con todas sus contradicciones y dolores, es aun así la base de toda practica política, sin la cual el hecho político no sería sino “puro cálculo matemático”.

En Gramsci, hay que añadir, el amor va acompañado de la inteligencia. Pero insistimos: no la inteligencia en un sentido de lo racional, sino de la inteligencia sensible. Esa que brinda una empatía como la que Gramsci mostró al ir más allá de su avidez intelectual al leer a Marx, y que lo llevó a convertirse en un militante de tiempo completo, entregado a la causa de la emancipación colectiva —aunque no hubiese aún conocido el amor individual.

Como sea, parece que en los tiempos de la derrota (fascista o neoliberal) reivindicar el amor, por más que sea complejo y hasta desgarrador —y que en ocasiones, paradójicamente, aísle a quien lo práctica—, es la única forma de expropiarlo: de desfetichizarlo en alguna medida, y de intentar darle la forma que en un futuro quisiéramos que tuviera.

El amor con dominio de sí se revela así, en Gramsci, como el piso mínimo indispensable para toda praxis revolucionaria.

*Este texto fue originalmente publicado en 2019 y se publica ahora con modificaciones de la autora.

Referencias:

Ferndández Buey, Francisco. (2001). “Antonio Gramsci: Amor y revolución”, en Leyendo a Gramsci. España: El viejo topo. Consultado en línea.

Taylor, Astra. (Directora). (2008). Examined Life [Película]. Zeitgeist Films.