Escritos sobre la cárcel V. “D”

Diego Safa Valenzuela
D. dibujaba como alguien que nunca antes hubiera tenido acceso a una crayola y un papel. Esbozaba torpes figuras de animales, especialmente de caballos. Mientras tanto, yo hacía esfuerzos por iniciar una conversación, que D. apagaba con frases cortas. El silencio quedaba resonando por algunos minutos en el salón que nos servía como consultorio.
Era un niño particularmente flaco y chaparro. Parecía no tener más de 13 años, pero su mirada, oscura y profunda, no tenía fondo. Nadie, ni él, sabía con claridad cuál era su edad. Ni siquiera conocía el día de su cumpleaños. No sabía dónde quedaba la casa en la que vivió durante su primera infancia, pero calculaba que por Tabasco o Veracruz. Las cortas frases que pude extraerle me relataron el único recuerdo que conservaba de esa época.
― Sí, vivía con mi mamá.
A veces parecía que estaba en otro lado, que mis palabras no lo alcanzaban, perdido en algún recuerdo o escondido en su mente en blanco.
― Sí, tenía hermanos.
Recordó el día en que tuvo que despedirse de su madre para ir a trabajar con un señor. Quizá era su tío, no lo tenía claro, pero dudaba de ello porque pensaba que alguien tan malo no podía ser un tío.
Durante mucho tiempo trabajó sin paga para ese hombre. Cuidaba animales. Caballos.
Puede que sus padres lo hubieran vendido.
―Un día me escapé.
No sabía muy bien cuándo fue que llegó a la Ciudad de México. Pero sí recordaba haberse enamorado de una mujer que por primera vez en su vida lo hizo sentir cuidado.
Durante un tiempo yo fui el encargado de realizar las entrevistas de ingreso a todo aquél que llegara a la Comunidad. Nunca supe por qué se me había designado a mí esa tarea, pero sospechaba que era parte de un castigo. Quién sabe de quién, no importaba: la institución castigaba. Pero yo disfrutaba de conocer las historias de las personas que ingresaban.
En una ocasión, durante su entrevista, un adolescente me contó que había delinquido para poder encontrarse con su novia, que había sido detenida por robar. Nadie le aclaró que las comunidades estaban separadas por género.
En otra entrevista, conocí a un hombre que había sido trasladado del Reclusorio Oriente a nuestra comunidad. Se suponía que debía un año en la de menores. Tenía veintitantos años, pero se veía como de cincuenta. Había pasado la mayor parte de su vida en el encierro. En la cárcel trabajó durante mucho tiempo como seguridad para quien le pagara mejor. Ese oficio hostil le enseñó a ser violento, a entender que se trataba de matar o morir, a usar para el asesinato objetos que no habían sido diseñados para ese fin. Por el peligro que representaba para las personas con quienes estaba encerrado, fue trasladado a lo que él llamó “la cárcel de la cárcel”. En ese lugar se enamoró de una guardia que lo custodiaba. “Son palabras tontas las que digo, son palabras de la cárcel”, concluyó al responder mi última pregunta. Al terminar la entrevista, me habló como si su libertad estuviera en mis manos; me pidió que lo dejara salir para irse a vivir con la guardia. “Yo no debo nada, yo ya pagué”. Me quedé mudo. “Y si tengo que pagar más, no me encierren con esos niños. Porque no respondo por mis actos”. Salió en libertad poco después.
Como la mayoría de las personas que entrevisté, cuando alguien nos pregunta sobre nuestra historia, solemos ser capaces de narrarla siguiendo un orden cronológico: podemos explicar de qué manera están conectados los acontecimientos de nuestra vida.
D. no contaba su historia así.
Algunos estudiosos de la Historia consideran que no podemos concebir al pasado como una línea del tiempo: para ellos, la Historia está compuesta por fragmentos que sólo cobran coherencia y orden cuando se les narra desde un presente. Cuando yo le preguntaba a D. sobre su vida, él parecía tener un franco desconocimiento al respecto, el pasado retornaba como una radical alteridad de la que él sabía muy poco.
Por momentos me preguntaba si realmente le costaba hablar, o si su abogada le habría indicado que hablara lo mínimo indispensable con el terapeuta de la cárcel. Alguna vez le pregunté si prefería cambiar de terapeuta, pero respondió rápidamente que no, que le gustaban nuestras sesiones, aunque fueran tan cortas como sus frases. Esto le disgustaba a la directora de la comunidad, pero yo me justificaba diciendo que no tenía material para alargarlas. Para dinamizarlas, dibujábamos. A veces le leía cuentos. Le gustaban mucho los de Bruno Traven, especialmente Macario. Al terminar de leérselo, le pregunté si había vivido algo parecido.
― Sí, me encontré con el diablo muchas veces.