Escritos sobre la cárcel IV. La Mema

Diego Safa Valenzuela

Me advirtieron que no intentara ponerle límites, porque lo único que ocasionaría es que se volviera más reacio. Y dicho y hecho. 

Era la primera sesión grupal del dormitorio dos, donde vivían los adolescentes de menor edad. En cuanto el guardia les dio ingreso, él se acostó sobre el piso, en medio del salón. No tenía más de 15 años, pero su mirada era la de alguien mucho mayor: no se correspondía con ese cuerpo inmaduro, correoso y bajito; parecía la de alguien que estaba condenado a cargar una tragedia por el resto de su vida. Él mismo parecía una contradicción postrada en el suelo. El resto de nosotros nos sentamos a su alrededor.

Le pregunté si quería tomar una silla para sentarse, pero era evidente que no iba a hacer el esfuerzo de responderme. 

Mi primer error fue decidir no prestarle atención. Entre más lo ignoraba yo, más ruido hacía él, más interrumpía a sus compañeros… Yo no podía permitir que la sesión girará sólo en torno a ese muchacho. 

―¿Cómo te llamas? ―le pregunté.

―La Mema. Bueno, Guillermo. Pero me dicen el Mema. 

―Bueno, Mema, cuéntanos un poco de ti. 

―No quiero. 

Después de varias sesiones y algunos trámites administrativos, conseguí que se nos concediera un espacio de terapia exclusivo para él, donde podíamos encontrarnos los dos para que expresara lo que quisiera. Este gesto permitió que construyéramos un vínculo más cercano. En una de nuestras sesiones individuales me preguntó: 

―Diego, ¿crees que soy mala persona? 

No supe qué contestar. ¿Qué se le puede responder a un adolescente en reclusión cuando hace una pregunta como ésa? Acerté a decir:

―¿Por qué lo dices? ¿Cómo crees que existe el mal en una persona? 

Procedió a contarme una anécdota. Me habló de un señor, no tengo claro si su familiar o un vecino, que deambulaba por dónde él vivía. Mema me contó que, una noche, este hombre intentó acercársele a él y a su hermana, pero no aclaró con qué intención. Lo que sí me dijo es que en ese momento era mucho menor que ahora.

Guardamos silencio. Después de unos instantes, volvió a preguntarme si pensaba que era una mala persona. Yo no respondí. 

Mema continuó: 

―No lo dejé hacer. A mí no me importa lo que me hagan, pero con mi hermana, no. No lo dejé, Diego. Era la única manera. Por eso te pregunto tú qué piensas. 

―¿Fue por eso que perdiste tu casa?

Y sí, había tenido que salir huyendo. Después logró encontrar otro hogar con una señora a la que no supo si llamarle “madre”, o no. Pero no tardó en enamorarse de su hija. Se quedó sin casa una vez más cuando lo encontraron cogiendo con ella. Mientras escuchaba la historia, yo no podía evitar pensar que casi podría haberle llamado “hermana”. 

La respuesta a su pregunta quedó pendiente. Como quedan pendientes las vidas de quienes entran a la cárcel, y se sumergen en la pausa del encierro.

¿Asesinar a la persona que intentó violarte es hacer el mal? 

Spinoza decía que hay ciertos afectos que coartan la libertad: hay veces en que no podemos ver más allá del odio, y nos volvemos presa de éste. De pronto y sin darnos cuenta, ya estamos encerrados. 

Lo que Mema cargaba en la mirada era tan pesado que ya no tenía fuerzas para levantarse del suelo y tomar una silla.

Meses después de que salió en libertad, me enteré de que alguien lo había asesinado. La cárcel es una pausa para muchos. Al salir de ella, la vida cobra su antigua velocidad.