El pueblo instituyente. El partido-movimiento como forma política (una introducción).

 

Adrián Velázquez Ramírez

 Una forma híbrida

El triunfo del movimiento encabezado por Andrés Manuel López propició una interesante renovación de la agenda de discusión pública. Esto ha significado un cuestionamiento a los supuestos que funcionaron como guía del proyecto de democratización que dominó por lo menos los últimos 40 años. Tópicos que se habían erguido como verdaderas certezas ahora son sospechados de ser parte de un pasado que se quiere dejar atrás. Como en todo proceso de cambio, sin embargo, la crítica y la voluntad de avanzar suele ser más nítida que los criterios que orientan esa transformación. La única manera de despejar los peligros que Antonio Gramsci atribuía a ese interregno en el cual “lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de surgir” es, precisamente, reflexionando colectivamente sobre los principios que deben orientar esta nueva etapa de lucha por la democracia.

Uno de los tópicos que merece ser discutido ampliamente tiene que ver con la función del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). No es un tema menor. Más allá del liderazgo del presidente, la posibilidad de contar con una institución que exprese y de forma a esta voluntad de transformación democrática es una de las garantías que tenemos para asegurar la continuidad del proyecto popular iniciado en 2018.

¿Morena debe ser un partido o un movimiento? La pregunta planteada en forma de disyuntiva no rinde tributo a la complejidad del asunto. Si uno repasa los antecedentes históricos de los partidos políticos, en un principio ambos componentes resultaban virtualmente indistinguibles. Los clubes, comités y locales partidarios funcionaban como una genuina institución comunitaria, cumpliendo un rol pedagógico y de formación de solidaridades horizontales. Otro momento clave en este sentido es la emergencia de los partidos socialistas en Europa. Tal vez el caso más emblemático haya sido el Partido Socialdemocrata Alemán, en sus orígenes estrechamente vinculado a un conjunto muy variado de instituciones sociales: la cooperativa, la mutual, las casas culturales, el sindicato, formaban parte de un entramado común. En otro lado hemos señalado la potencia democrática que todavía aloja este sentido original del concepto de “democracia social”.

La posterior profesionalización y especialización convirtió a los partidos en elementos indispensables de la democracia electoral. Sin embargo, esto tuvo como correlato que sus dirigencias ganaran autonomía respecto a sus bases y en gran medida abandonaran sus raíces societales. Actualmente poco y nada queda de su primigenia formulación. El hecho de que la problemática “partido o movimiento” tienda a plantearse como una disyuntiva es el síntoma de que algo irrecuperable se perdió en el camino.

Descartando la formulación dicotómica, lo que se impone es precisar los principios y criterios que pueden habilitar el trazado de un vínculo entre ambos elementos. En suma, se trata de reflexionar sobre una forma híbrida: partido y movimiento.  Si bien la discusión sobre el partido-movimiento no es para nada nueva, en las últimas décadas ha ganado notoriedad con la aparición organizaciones que, en respuesta a la hegemonía neoliberal, ensayaron diversos mecanismos institucionales con el objetivo de formar una voluntad democrática desde abajo y que resulte tan efectiva como plural y participativa. Objetivo ambicioso que marca el horizonte de intervención del presente texto.

Para abordar la cuestión, nos proponemos precisar la lógica política que domina a cada uno de estos institutos. A partir de ahí, identificaremos cuál es el punto de convergencia entre ambos y que puede servir como plataforma para diagramar esta forma híbrida.

Dos lógicas políticas

En su formulación contemporánea, la principal función del partido político es la de competir por cargos electivos y participar en la formación de una voluntad del Estado que se expresa en acciones de gobierno, leyes y políticas públicas. Dicho de otro modo: lo que define al partido político es su relación con la representación política. Es por ello que resulta inevitable que disponga de una burocracia, pues la centralización de ciertas funciones es un medio efectivo para lograr la unidad de la acción política, cuestión indispensable para que el partido alcance sus objetivos. La mayor o menor apertura a la participación de sus militantes y el trabajo de base es una importante diferencia de grado, pero no cambia la naturaleza de su instituto: representar.

El concepto de movimiento es más difícil de precisar. Por ahora podemos admitir que su función principal no es la de representar sino la de generar algún esquema de participación entre sus miembros, dándose para ello un repertorio muy variado de dispositivos de coordinación y concordancia de esfuerzos. Es indispensable distinguirlo de la simple “corriente de opinión pública”, fenómeno en el cual, si bien se puede observar algún tipo de identificación transpersonal, no implica necesariamente una organización. Nadie en su sano juicio diría que la opción mayoritaria de una encuesta es un movimiento político. Lo que distingue al movimiento es precisamente su capacidad autónoma para organizar los esfuerzos de sus participantes. 

El interés general como hecho social total: representar y organizar

A partir de esta sintética descripción podemos precisar qué tipo de lógica política predomina en un partido político y cual lo hace en un movimiento político. Mientras que en el primero se trata de participar en la formación de la voluntad del Estado vía la representación política, en el segundo lo fundamental es poner en marcha procesos de auto-organización social. Como es fácil de advertir en la experiencia histórica, ambas lógicas pueden entrar en contradicción. Y a menudo lo hacen.

En el ejercicio de la representación política siempre hay que tomar en cuenta la correlación de fuerzas, los procesos de negociación con otros factores de poder y ni hablar de los límites materiales que impone la difícil tarea de gestionar el Estado. Cuando se asume con vocación democrática, el mandato representativo se ve obligado a ponderar las demandas e intereses singulares en consideración del todo social. El interés general no es nunca una cualidad idéntica y común a todos. Por el contrario, este siempre se articula como un complejo compuesto de naturaleza polémica. Por lo tanto, no es una realidad “a descubrir” sino la resultante de un proceso de construcción política. Para lograrlo, el partido se otorga cierta libertad de acción respecto a las propias opiniones de sus representados. Sin este margen de maniobra difícilmente podrían cumplir su propia función representativa. Gobernar esta distancia es siempre un aspecto delicado de la política democrática ya que siempre invita a la catástrofe. 

En un movimiento, por el contrario, el objetivo que predomina es el de lograr cierta concordancia entre la organización y sus miembros. Su ámbito de intervención resulta mucho más acotado ya que su acción se puede circunscribir a ciertas demandas, problemáticas o bien a sectores y territorios de la vida social específicos. Es el principio de autonomía y no el de representación el que tiene prevalencia. Esto no implica que un movimiento pueda alcanzar una magnitud nacional, pero en el momento que se plantee participar en la formación de la voluntad del Estado, es decir, que busque traducir sus objetivos en acciones de gobierno, se verá enfrentado a todos los dilemas de la representación. Para poner un ejemplo: en España es la distancia que une y separa al movimiento del 15-M con la formación de Podemos.

Sin embargo, desde su propia lógica política, los movimientos y sus organizaciones sociales también participan en la construcción de este interés general (complejo, compuesto y polémico) al que nos hemos referido. Toda organización social colabora a este fin no sólo ayudando a expresar el conflicto social, sino también conciliando los intereses contrapuestos entre sus miembros, tejiendo lazos de solidaridad y ofreciendo diferentes servicios a la comunidad (Gurvitch). Todo proceso de organización social favorece las condiciones de integración de una comunidad política de carácter nacional.

Podemos identificar aquí un punto de convergencia que nos permite pensar la posible articulación entre partido y movimiento. En la construcción del interés general, sin duda el Estado desempeña un papel importante, pero no exclusivo. Los movimientos y sus organizaciones cumplen también un rol en este sentido. Representar y organizar son dos facetas de la construcción del interés común y, a condición de que se asuman las inevitables tensiones entre ambos aspectos, pueden coexistir en un mismo instituto político.

Más allá del partido de mayorías

Teniendo en cuenta la diferente lógica que predomina en un partido y en un movimiento, así como el punto en el cual ambos convergen, nos preguntamos qué significa pensar a Morena como bajo la forma hibrida partido-movimiento. Si la discusión tiene algún sentido profundo es porque lo que está en juego es alguna modalidad de institucionalización del vínculo entre ambos componentes.

Para decirlo de la forma más clara posible. Si pensamos que la relación entre movimiento y partido se agota en la capacidad de este último de representar una corriente de opinión mayoritaria no hay mucho más que decir ya que nos ubicamos dentro de los parámetros normales de lo que se espera de un partido político. La cuestión gana en complejidad si, por el contrario, con este debate nos proponemos pensar los soportes institucionales que aseguren el vínculo entre una estructura partidaria que participa en la formación de la voluntad estatal con organizaciones sociales relativamente autónomas pero conectadas –vía el partido– con el ámbito de representación política.

En este sentido coincidimos con Nico Sguiglia cuando afirma que el objetivo no debe ser otro que discutir modelos organizativos que respondan a “desafíos considerados urgentes: desborde de la forma partido tradicional, despliegue instituyente hacia lo social, inhibición de tendencias burocráticas y centralistas, creación de mecanismos que promuevan la democracia y la pluralidad internas, articulación y construcción de una hegemonía en común con otros actores”.

 El pueblo instituyente

Entonces ¿cuál podría ser la función de un partido-movimiento? Una posible dirección de respuesta la encontramos en la idea de “pueblo instituyente”. Para precisar el ámbito de acción que indica este concepto, es conveniente diferenciarlo de la doctrina del poder constituyente, tal como fue formulada por Sieyès en la Revolución Francesa y que sigue funcionando como la matriz que inspira su sentido constitucional actual. 

En nuestra Constitución, la doctrina del poder constituyente aparece expresado de manera nítida en el artículo 39°. Ahí se establece que, por su calidad de sujeto soberano, “el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Ahora bien, la paradoja de esta doctrina revolucionaria es que, al mismo tiempo que dota al pueblo de una decisión radical, también le asigna una función puramente extraordinaria: su actuación se circunscribe a un momento que, despojado de toda normatividad previa, crea, altera o modifica la forma de gobierno que el mismo se ha dado. De ahí que, siguiendo la lógica de este concepto, el momento de decisión del pueblo conduzca inevitablemente a una nueva Asamblea Constituyente. Una vez que se han establecido los nuevos parámetros de organización política, el pueblo vuelve a un estado de latencia. Asemejándose al Popocatépetl, la función constituyente siempre amenaza con resurgir aun cuando en la superficie nos parezca dominar una tensa calma.

La idea del pueblo instituyente parte de otras premisas. Y si bien no representa una negación de la doctrina del poder constituyente, sí que tiene un alcance y una naturaleza diferente. Asumir al pueblo como una potencia instituyente quiere decir transformarlo en una acción permanente de gobierno. Al reconocer la capacidad de actuar del pueblo precisa que su potencia se sostenga en instituciones y organizaciones que habiliten su participación directa en los asuntos que le atañen. No se trata de instituir un gobierno en el nombre del pueblo como en el caso de la república representativa, sino de establecer una genuina democracia en tanto gobierno del pueblo por el pueblo. Como potencia instituyente, la actuación del pueblo no es extraordinaria sino regular y constante. De ahí que no se exprese como un momento unitario de decisión sobre la forma de gobierno, sino bajo una pluralidad de organizaciones y mediaciones de autogobierno que es necesario inventar. 

Algunos autores como Antonio Negri, si bien valoran positivamente la idea de un pueblo instituyente suelen ser bastante críticos del principio de representación política, al que interpretan como una simple confiscación de la voz del pueblo. En el fondo, lo que caracteriza la posición autonomista radical es la negativa a pensar una forma de Estado capaz de responder a las exigencias de la potencia instituyente del pueblo.

Encontramos aquí un posible desafío teórico y práctico al que un partido-movimiento debería estar en condiciones de responder. Usar la representación política para instituir al pueblo como un actor político genuino, con capacidad de organizarse con, pero también más allá del Estado. Cuestión que supone reinventar al propio Estado para que este se abra a lo social instituyente.

En 1954, durante su intervención en la apertura de sesiones del Congreso, el presidente argentino Juan Domingo Perón trazaba con claridad sumaria lo que significa hacer del “pueblo instituyente” una verdadera voluntad de (co)gobierno:

“La única posibilidad de conciliar el gobierno con la libertad del pueblo es gobernar con las organizaciones del pueblo. Es la única forma por medio de la que el gobierno puede arbitrar soluciones justas para las organizaciones del pueblo, para su felicidad y para su grandeza (…) No se gobierna para el pueblo si no se gobierna con el pueblo. Para gobernar con el pueblo se necesita, señoras y señores, esto que nosotros poseemos en principio: una comunidad organizada. Es cierto que resulta, sin duda alguna, mucho más difícil gobernar con el pueblo…porque entonces el gobierno debe hacer con justicia “lo que el pueblo quiere” y no puede servir otro interés que el del pueblo.”

El principio federativo

Si bien nuestro propósito no es por ahora hacer una reconstrucción histórica de la forma partido-movimiento, es importante reconocer que ésta tiene antecedentes históricos importantes. En América Latina, el tópico tiene sus propias credenciales. En el México de Lázaro Cárdenas la creación del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) fue una apuesta fugaz de articular ambos elementos que, sin embargo, terminó en la subordinación de las organizaciones sociales al Estado. Más recientemente, la experiencia del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia ofrece un caso exitoso del cual todavía es posible sacar muchas conclusiones. También podemos encontrar en el gobierno de Lula en Brasil algunos elementos interesantes para recuperar. Como lo han mostrado Francesco Callegaro y Alexandre Roig, la incorporación de organizaciones sociales en tareas de gestión en el gobierno de Alberto Fernández en Argentina abre un interesante campo de experimentación que los autores vinculan a un horizonte instituyente y a la idea de un Estado ampliado con participación de movimientos sociales. También resulta indispensable hacer una sopesada lectura crítica del proceso venezolano que nos permita distinguir lo accidental de lo estructural en su actual devenir.

Sabiendo que no hay recetas prefabricadas, un análisis consecuente de la experiencia histórica disponible debe examinar los esfuerzos para darle al partido-movimiento un ropaje institucional concreto. Esta es también la pregunta que debe guiar el debate sobre la función que debe tener Morena de cara al futuro, siempre teniendo en cuenta la especificidad de la constitución social de México, su pesada herencia poscolonial y su pluralismo jurídico. 

Si bien sólo nos limitaremos a señalarlo, dejando para otro momento un desarrollo más completo, considero que en la idea de “federalismo social” podemos encontrar claves importantes para pensar formatos de organización adecuados para un partido-movimiento. En el vínculo federalista, cada organización social mantiene una autonomía relativa que en última instancia se ratifica en la posibilidad de abandonar la alianza.  Si bien se puede ubicar ahí una instancia de acción unitaria que guarda para sí ciertas prerrogativas relativas a la conducción política, en la alianza federal ésta encuentra importantes condicionamientos y límites. Entre las partes que se articulan bajo el principio federalista, el dialogo y la discusión no es coyuntural sino parte esencial del funcionamiento del ensamblaje.

Luego de un dominio neoliberal que durante lustros colonizó la imaginación política de nuestras fuerzas nacionales es urgente explorar este tipo de agregación de voluntades, sacando a la luz la filosofía jurídico-política que permite darles una realidad material, así como reflexionando sobre las ideas-guía que pueden colaborar a la construcción de un futuro democrático.  

 

1 comentario en “El pueblo instituyente. El partido-movimiento como forma política (una introducción).”

  1. Pingback: Los poderes fácticos y el pueblo instituyente. Una lectura desde Aguascalientes - Intervención y Coyuntura

Los comentarios están cerrados.