América Latina, la esperanza y la contingencia
Intervención y Coyuntura
El neoliberalismo como forma dominante de organizar el capitalismo se encuentra en crisis. Esto ha sido reconocido y dicho de múltiples maneras en la última etapa. Sin embargo, atendiendo un clásico postulado marxista en clave althusseriana, la dimensión política no sigue ni inmediata, ni linealmente a la económica. La crisis de una forma del capitalismo puede generar experiencias radicales en favor de los comunes o monstruos proto fascistas.
De nueva cuenta, América Latina se convierte, para usar una clásica imagen cientificista, en un laboratorio. O quizá venga mejor la imagen de una cocina donde se preparan formas nuevas de organizar la vida social. Que el capitalismo está lejos de acabar como mecanismo dominante de la sociedad es algo que se debería de reconocer, y su crisis actual no sólo es un defecto transitorio que debe ser corregido aplicando una contención más o menos gradual. De manera que no es en el terreno de los deseos donde se juega el análisis, sino en el de las posibilidades reales.
La esperanza de lo que hoy se cocina como alternativa al neoliberalismo es más bien dispersa. Hay un ánimo de alegría y de contagio popular. Los triunfos electorales que han acontecido en la región, en lo general, ayudan a propagar el optimismo de la voluntad. Pero, como todo proceso, conviene colocarle su dosis –cual sal o pimienta– de pesimismo moderado.
Y ahí, en un análisis menos triunfalista, el ánimo puede decaer. Efectivamente, gran parte de la región ha virado hacia formas de cuestionamiento de la forma-mercado como la disposición general de organizar la vida. Llámese izquierda, comunes, progresismo o como se le desee –eludiendo la aberrante designación de “marea rosa” de la academia norteamericana–: existe un proceso de emplazamiento de fuerzas políticas que ocupan los gobiernos y controlan segmentos significativos del Estado.
Y es por ahí donde comienza el problema. Los Estados que se ocupan están debilitados, maltrechos, corrompidos y con escasa capacidad. Del Río Bravo a la Patagonia, la capacidad gestora del Estado es más bien limitada. Solo en la mente de anarquistas o autonomistas, el Estado sigue siendo un demiurgo todopoderoso. Nadie con un pie en la realidad puede seguir ese argumento –así algunos de ellos ocupen cátedras universitarias. La tarea de quienes llegan al poder, contrario a lo que suponía una tradición iniciada con la revolución rusa, no es destruir el Estado, sino re-construirlo. Y es que, sin esa capacidad soberana, es imposible proteger a las sociedades, pueblos y comunidades de los vendavales anárquicos del mercado.
A este elemento suma el segundo, que es el de una nula autonomía del Estado para convivir en el mercado mundial. La autonomía relativa, tema que ganó las plumas de los marxistas en la segunda mitad del siglo XX, brilla por su ausencia. Esto es particularmente dramático en el caso argentino, donde no existe una capacidad económica al margen del FMI. La actual crisis económica es tan solo, un recordatorio de esa condición. Pero la autonomía relativa no solo opera hacia el mercado mundial, sino también hacia los grupos internos, las clases y sus formas organizativas. México es el país –históricamente– con mayor capacidad de autonomía relativa; y lo sigue siendo, en gran medida por el aplastante triunfo sobre las fuerzas neoliberales, pero Perú y Chile son el contra ejemplo. La capacidad de quienes ocupan los gobiernos para eludir las restricciones que imponen las fuerzas políticas tradicionales son manifiestas. Los amagos de destitución contra el presidente peruano son la punta del iceberg. Boric, en cambio, parece estar contento con esa situación, al sostener por el otro un proceso constituyente que le permite ganar algo de espacio político.
Colombia es la esperanza que se ha sumado. Sin embargo, se trata de un país con una larga tradición de Estado débil, marcado por la violencia y por el intervencionismo. Los liderazgos parecen estar a la altura, pero falta ver que tanto la oligarquía colombiana –violenta, rijosa– permite emprender cambios. Sin embargo, más allá de detalles, la suma de este país a un bloque de transición hacia algo más que el neoliberalismo es alentador. Brasil, por su parte, representa una trinchera más difícil. No sólo por el peso económico de su clase dominante –quizá la única burguesía propiamente dicha del continente- sino porque Lula ya gobernó y ya enfrentó las disparidades de la ausencia de autonomía estatal. ¿Lo moderó o lo radicalizó? Es algo que solo en el ejercicio de gobierno se sabrá.
Así, mientras algunos proyectos políticos afianzan su lugar como organizadores de sociedades que transitarán del neoliberalismo hacia un rumbo aún desconocido (México, Honduras, quizá Colombia), otros se enfrentan a severas crisis (Perú, Argentina). Los triunfos hay que celebrarlos así como la posibilidad de una coordinación y unidad que enfrente la crisis. Pero las campanas no deben echarse al vuelo. Hay retos fuertes, particularmente ante un gigante con pies de barro –los Estados Unidos– que se desmorona y que en ese proceso deja una estela de violencia.
Retomando la metáfora de la cocina, podríamos decir que hay algunos países que tienen dietas amplias, con elementos diferenciados y con sabores que son producto de la mezcla y el invento. En tanto que otras cocinas, son más bien limitadas, echan mano de uno o dos ingredientes, pero están sometidas a las limitaciones. Algunos, como el mexicano, aderezan con personalidades como la de López Obrador, otros, como la Argentina, ante cierto límite, regresan a recetas conocidas; unas más, como la peruana, prometía más de lo que en realidad podía dar.
El posneoliberalismo se cuece a fuego lento. Falta mucho todavía. Culpar a estos intentos de “falta de radicalidad” o de “exceso de moderación” habla de quienes jamás han preparado un platillo. No podemos permitirnos cometer los errores del pasado y creer que es posible aplicar la misma receta en cada uno de nuestros países, sino que tendremos que valernos de los ingredientes a la mano en cada una de nuestras cocinas para trazar un nuevo camino postneoliberal.
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