Yancuic

Mauricio Aguilar Flores

Ayer en la noche, me agarró el diluvio circulando sobre Ermita. En el tráfico de viernes no avanzaba gran cosa cuando el semáforo se ponía en verde, pero ganaba un par de metros cuando la luz se sumaba al mar de calaveras rojas que vadeaban los charcos. Una hora en el tráfico ya me tenía hastiado por lo que resolví tomar cualquier camino que me sacara del atasco. Cuando llegue a la esquina de la calle Hortencia, parecía la boca del lobo. Estaba más seguro atorado en la circulación, pero el hartazgo se impuso al instinto y enseguida doble a la derecha. Avanzaba con cautela cuando un extraño edificio emergió de entre las sombras. Parecían fichas gigantes de dominó dispuestas en ángulos extraños que no se parecía en nada a las casas que están alrededor.

Se veía nuevo, pero no alcanzaba a ver nada al interior de las ventanas. El estacionamiento enrejado, aunque era inmenso, no alojaba un solo auto y la luz en la caseta de vigilancia estaba apagada. De pronto, escuché el rugido de una moto acercándose hacia mí. Volteé al retrovisor y venían dos sujetos zigzagueando por la calle. Sentí miedo y aceleré inmediatamente. Las llantas chillaron, pero no pensé en detenerme. Me siguieron por una cuadra, y cuando volví a ver el espejo, se habían esfumado. Como pude salí del lugar hacia periférico.

Al llegar a casa me comí un bolillo para el susto. No pasó nada, pero pudo pasar todo. Igual volví a pensar en el enigmático edificio. Lo busque por internet y resultó que era el Museo Yancuic. ¿Quién pondría un museo en medio de Los Ángeles Iztapalapa? Habría que poner policías en cada rincón del lugar para que aquello funcionara.

Me fui a dormir temprano, pero no pasé muy buena noche. Tuve una pesadilla donde los tipos de la moto me alcanzaron y me bajaban del carro encañonado, pero yo daba un salto enorme hasta el museo y ya no podían hacerme nada. Desperté agitado, pero a salvo. Para quitarme el espanto decidí volver al lugar de los hechos. A primera hora del sábado estaba de nuevo en la misma calle, pero todo era distinto. La gente hacía su vida normal, los puestos vendían y los jóvenes con mochilas caminaban resignados a sus cursos sabatinos.

El policía de la caseta de vigilancia, ayer vacía, me dijo que no podía meter el carro, que lo dejara afuera y que él le echaba un ojo. Guardé todo lo que pudiera ser de valor y le eché la alarma. Caminé hacia la entrada del museo y mi pulso, al principio acelerado, se empezaba a regular. Para mi sorpresa la explanada del lugar era amplia y elegante. El edificio completo, perfectamente diseñado, parecía corresponder más a Polanco que a Iztapalapa. Me registré en la entrada preparando mi cartera, pero enseguida me dieron acceso portando una estampa en el pecho. Subí la escalera hacia las salas y me recibió una fotografía inmensa del Cerro de la Estrella tomada por Sergio Arau. Estuve quince minutos observando a detalle. Era hipnótica. Durante todo el recorrido cada sala era mejor que la anterior. La tecnología era de punta, los materiales de las mamparas eran de primer nivel, los baños, los barandales, los acabados, todo era de lujo.

Estaba reflexionando en aquello cuando fui asaltado por una banda de niños disfrazados de michis. El líder del gaterío invitó a los visitantes a ver su espectáculo. Habían montado Cats: el musical y la función comenzaría en 5 minutos. En seguida bajé al auditorio para agarrar lugar. Habían logrado llenar la mitad de las butacas. El sonar de las primeras notas de la obertura me enchinaron la piel. Los niños cantaban y bailaban metidos en el papel. Claro que desafinaban, y que algunos se chocaban entre sí, pero eso no era lo importante. Ellos eran la respuesta de porqué el museo estaba ahí. La ilusión que reflejaban sus rostros es el fin ulterior de la cultura.

El museo Yancuic cristaliza el nuevo pensamiento que descentraliza el conocimiento y las artes. Socializa el efecto transformador de lo etéreo a los lugares históricamente excluidos. Pensé en los sujetos que ayer me persiguieron en su moto. A ellos les fue arrebatada la posibilidad de lo distinto. El destino de sus días ha sido impuesto por una coerción que desconocen. La niña que hoy interpretó a Grizabella mañana sabrá el papel que juegan los sueños en la trasformación de su entorno. Ahí radica la necesidad de cultivar en los niños la utopía de un mundo mejor pues constituyen la simiente de nuestra vida en sociedad.