Vuelve la intelectualidad racista y clasista en México

César Martínez (@cesar19_87)*

En un ambiente mezcla de desagradable sorpresa y náusea, en México estamos descubriendo que son más las personas recurriendo al racismo y al clasismo como categorías políticas de aquellas que nos hubiera gustado admitir. A casi 200 años del triunfo de los ideales modernos de igualdad y fraternidad del liberalismo clásico simbolizados por Benito Juárez y la Reforma, nos hallamos prácticamente de vuelta en la Grecia antigua, cuando Platón cuestionaba los discursos supremacistas de quienes pretendían elevar a rango de justicia y derecho el abuso que el fuerte comete sobre el débil.

Quien justifica la barbarie, según Aristóteles, se exhibe como una persona echada a perder o perversa (“phaulos”) o bien como una persona sin gobierno sobre sí misma: “akrática” pues kratos significa gobierno y el prefijo “a” denota ausencia. De ahí que en la definición aristotélica, una de las tres formas puras de gobierno orientada al bien común es la politeia que podemos llamar democracia, cuya idea primordial es la no-discriminación como expresión de dignidad humana, manifestada, por ejemplo, en el derecho inalienable a participar simétricamente en la vida pública a partir del sufragio.

Sin embargo me gustaría retomar a Platón (antes de hacer un breve repaso a la tradición racista dentro del debate político e intelectual en México) ya que en La República este pensador lejos de escandalizarse, como haría Aristóteles, realiza un examen especialmente interesante: nos presenta el diálogo entre Polemarco y Sócrates sobre la esencia de la justicia, cuando de repente ambos son interrumpidos violentamente por los gritos del sofista Trasímaco. “¡Justicia es todo aquello que haga el fuerte en beneficio propio!” A lo que Sócrates responde que incluso quien se siente muy fuerte, o se cree muy inteligente, acaba perjudicándose en su afán de superioridad. De modo que la verdadera justicia así como el verdadero derecho deben velar por los intereses de las clases excluidas y marginadas, señala el maestro de Platón. Rabioso y fuera de sí, Trasímaco termina por recurrir a varias acrobacias retóricas antes de ejecutar una de alto grado de dificultad: “¡Entonces la injusticia es mejor y más libre que la justicia!”

Para comprender al sector racista y clasista de la sociedad en México, Platón tiene ideas más concretas que Aristóteles pues permite ir más allá de lo repugnante de estas expresiones cuando salen a la superficie. Y es que en el diálogo platónico el supremacismo, antes que nada, es un discurso de valor útil políticamente: para Trasímaco, se trata de construir un Estado capaz de imponer la ley a pesar de tratarse de un régimen despótico basado en los privilegios de una minoría sin respeto por la dignidad humana.

Precisamente esa fue la postura de agudo observador político adoptada por don Daniel Cosío Villegas al examinar los ataques de los intelectuales orgánicos del Porfirismo contra el legado democrático de Juárez en su clásico ensayo La Constitución de 1857 y sus Críticos. Justo Sierra y Emilio Rabasa, dueños de vastos conocimientos en los campos de la historia mexicana y la teoría jurídica, nos explica Cosío Villegas escribiendo en 1957, sentaron la base ideológica sobre la cual la dictadura impuso su puño de hierro haciendo que “la Constitución fuera la gran mentira y el despotismo la gran verdad.” Hacia sus últimas páginas, este ensayo de lectura obligada arroja una terrible profecía según la cual la obsesión de Sierra y Rabasa con un Estado leviatánico habría de perdurar en el México del siglo 20, dominado por una partidocracia sin imperativo ético ni escrúpulos morales de ninguna índole. Un país, ya no de don Porfirio, sino de doña Porfiria.

Y no obstante las grandiosas reflexiones académicas que Cosío Villegas logra en el tú por tú ante eruditos de la estatura de Sierra y Rabasa, siempre respetando sus contextos históricos (esto es, no imponiendo criterios de 1957 a pensadores cuyas obras fueron publicadas en 1905 o 1912), don Daniel llega al punto de quiebre donde sospecha abiertamente que el intelectual porfirista en el fondo es un racista y un clasista sin remedio. Tras la enésima expresión tal como “no puede haber democracia en un país compuesto de masas de indios y mestizos condenados a vivir todavía un siglo de servidumbre” de Sierra, o “a los indios no se los educa construyendo escuelas, sino construyendo veredas para que lleven al lomo su carga sin tanta dificultad” de Rabasa, para Cosío Villegas se vuelve inevitable sugerir que cada elaboración político-jurídica por parte de un porfirista está motivada por abominables estereotipos socioeconómicos y raciales.

No hay mejor ejemplo de este tipo de construcciones intelectuales alzadas sobre plataformas discriminatorias que los golpeteos lanzados por Sierra y Rabasa contra instituciones democráticas inspiradas por la Revolución de Ayutla y la República Restaurada, tales como el sufragio universal masculino y la designación de magistrados de la Suprema Corte de Justicia mediante voto popular, directo o indirecto. Mientras don Justo sugiere que el Poder Judicial solo tendrá autonomía apartándolo de la amenaza de las masas de indios ignorantes, don Emilio se lanza frenéticamente por limitar el derecho al voto a quien tenga cierto nivel educativo, es decir, reduciendo la libertad política a un privilegio según criterios de clase y color de piel.

¿Cómo es que ideas retrógradas usadas en los siglos XIX y XX buscando destruir a Juárez han vuelto a salir a la superficie como discursos políticos que conservan aparatos burocráticos para frenar la democracia participativa? En el examen de Daniel Cosío Villegas sobre la intelectualidad racista y clasista del Porfiriato, Sierra y Rabasa en realidad gritan con la voz rabiosa de Trasímaco, “¡en la tarea de educar al indio, es imposible evitar la violencia y la injusticia!” (p. 154). Aquello que para un liberal de cepa como don Daniel empezó investigando al régimen despótico opuesto a la Reforma, culminó en el escándalo de Aristóteles a propósito de “phaulos” y “akrasia”: la terrible profecía del México actual, la de una clase social con ínfulas de superioridad compuesta por personas cuyos hondos prejuicios les llevan a exigir gobernar a un país tronando los dedos, cuando ya no se gobiernan ni a ellas mismas.

*Maestro en relaciones internacionales por la Universidad de Bristol y en literatura estadounidense por la Universidad de Exeter.

Bibliografía:

Cosío Villegas (1980) La Constitución de 1857 y sus Críticos, México: SepSetentas.