Un régimen político que se regenera

CE, Intervención y Coyuntura

En la política por supuesto que los números son importantes, por supuesto también que el sentido racional es una cuestión que hay que fomentar. Pero la política no solo es calculo y números, es también emotividad y por lo tanto es una cuestión de confianza, muy distinta a la fe. Justo una de las cuestiones que podemos ver en la elección del 1 de junio de 2025, es donde se encuentra el ánimo social. Que la votación haya rebasado las expectativas de participación, que con las varias cuestiones que habrá que mejorar el pueblo haya salido, significa que la confianza del pueblo y el pulso de lo social se mantiene en la vía de la transformación. Querer valorar estas elecciones por el grado de participación es un error, porque no atiende a lo inédito del ejercicio, a la diferencia que pueda haber entre distintos procesos electorales, y sobre todo porque negar la legitimidad de las mismas es cerrarse a escuchar a un pueblo que se mantiene en una línea de transformación y de exigencia de nuevas maneras de entender y ejercer la política.  

Es por ello que la elección popular de jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial en México marca un momento de ruptura en la historia política del país. Más que una reforma institucional, este hecho representa un salto cualitativo en la configuración del sistema político mexicano. Por primera vez, el último reducto no tocado por el voto —el Poder Judicial— ha sido intervenido democráticamente. La historia ha abierto una nueva puerta que sólo el impulso de la participación popular podrá mantener abierta a los nuevos horizontes de la política mexicana.

La elección es, ante todo, un hecho consumado. Producto del “Plan C” impulsado por el expresidente Andrés Manuel López Obrador y de la copiosa votación del 1 de julio de 2024, se abrió la posibilidad de reformar estructuralmente el poder más opaco y menos fiscalizado del Estado mexicano. No se trata de un simple ajuste legal o técnico, sino de una transgresión histórica del orden establecido: por fin, el poder judicial ha sido sometido al escrutinio del pueblo, el único que puede conferir legitimidad democrática real.

Por supuesto, ningún paso en la historia garantiza su destino final. Este primer intento de elección judicial directa es apenas un ejercicio inaugural. Deberá perfeccionarse, corregirse y ampliarse. Pero más allá de los márgenes de mejora, lo importante es que se ha roto una inercia histórica: se ha abierto un horizonte donde la justicia no es prerrogativa de élites togadas ni tecnócratas judiciales, sino una función política-social que debe ser accesible ante la ciudadanía. Se ha vencido la indiferencia bajo la que el neoliberalismo sometió a la población instaurando la idea de que la política era y es una práctica deshonesta, mafiosa, corrupta, lo cual solo dejaba en manos de la impunidad una serie de medidas y de proyectos que eran contrarios a las necesidades del pueblo.

Como lo expresó un ciudadano de Querétaro entrevistado durante la jornada electoral: “Elegir a un poder judicial que nunca se estableció para la justicia del pueblo, solo era para las élites” (fuente). Esa frase resume una verdad histórica muchas veces negada por los defensores del viejo régimen jurídico: el Poder Judicial no fue nunca neutral, sino profundamente clasista, cerrado y al servicio de los intereses dominantes. La elección no es simplemente un mecanismo de representación, sino una vía para desmovilizar privilegios, para desarticular estructuras de poder que han gozado de impunidad y blindaje político durante décadas. Ciertamente, después habrá que extender el alcance a otras áreas de impartición de justicia pero habrá que valorar lo que significa el desmantelamiento de un poder que se basaba en relaciones de nepotismo y de compromiso con las mafias tanto legales como ilegales que usaban ese espacio político como una coraza que les permitía actuar sintiéndose dueños de este país. Esto es algo que hoy les ha calado en lo más hondo, que el impulso plebeyo del pueblo no sólo los toqué sino que sino que decida sobre quien puede acceder a esos espacios.

Desde esta perspectiva, la elección judicial no debe analizarse con las herramientas tradicionales del constitucionalismo liberal. No estamos ante una simple alteración de los equilibrios entre poderes, sino frente a una reconfiguración de fondo del campo político mexicano. Como hemos señalado, esta reforma no se limita a lo jurídico-técnico: implica reconocer el carácter político de la justicia misma, así como su vínculo directo con las condiciones materiales de existencia de las mayorías. La justicia, despojada de su manto de neutralidad, se revela como un terreno de lucha de clases, de disputa por el sentido de lo justo. Basta ya de discutir en el mismo terreno de la derecha los poderes contra mayoritarios no tienen razón de ser ni de existir, el asunto que hoy se juega en México no es solo de números de minorías contra mayorías, sino del sentido de justicia que está en el seno de todo proyecto y de la posibilidad de que la sociedad de manera colectiva y común pueda decidir de manera justa sobre los destinos de todos y no de unos cuantos o de unos muchos. Las decisiones son colectivas y comunes y por lo tanto, desde ahí se debe de medir su justicia porque los problemas sociales nos afectas a todas y todos.

Por ello, resulta insuficiente el argumento de que esta reforma pone en riesgo la independencia judicial. ¿Independencia de quién? ¿Del Ejecutivo o del pueblo? En realidad, lo que se está poniendo en cuestión es una falsa autonomía judicial que sirvió durante décadas para legitimar las decisiones más injustas del sistema. Sentencias que avalaron fraudes, protegieron monopolios, reprimieron protestas o validaron megaproyectos extractivos nunca pasaron por el tamiz de una consulta pública ni fueron objeto de rendición de cuentas. La elección popular abre la posibilidad, al menos, de disputar esa orientación elitista del derecho.

Por supuesto, los retos son inmensos. El diseño del nuevo sistema debe evitar la partidización de las candidaturas, garantizar la formación y capacitación de los jueces electos, y establecer mecanismos que impidan el clientelismo o el control corporativo del nuevo Poder Judicial. La baja participación en esta primera elección (alrededor del 13%) es una alerta seria, así como la debilidad de algunas candidaturas independientes. Pero no se debe confundir la dificultad del camino con la ilegitimidad del punto de partida. Como toda apertura democrática, el nuevo ciclo apenas comienza.

El 1 de junio de 2025 no es un punto de llegada, es un punto de arranque. La historia es un campo abierto, donde nada está asegurado y todo está por construirse. Por eso, más que detenernos en el lamento tecnocrático de los defensores del viejo régimen judicial, es momento de afirmar con convicción que se ha dado un paso crucial: se ha democratizado un poder hasta ahora blindado. Y esa democratización, con todos sus riesgos, es preferible a la perpetuación del privilegio.

Hoy más que nunca, hay que insistir en ello. La justicia no puede seguir siendo una esfera aislada, blindada por tecnicismos, impermeable a las luchas sociales. La politización de la justicia no es un peligro: es la condición necesaria para que el derecho deje de ser un instrumento de opresión y se convierta en herramienta de emancipación. Aún falta mucho. Pero la historia ha dado un salto.