Sérvulo: la travesía del pintor

Cinco días escasos duró la retrospectiva de Sérvulo Gutiérrez en la sala de exposiciones de la Municipalidad de Miraflores. Esta muestra incompleta –solamente incluía algunos óleos poco representativos– motiva la siguiente reflexión sobre la obra pictórica de Sérvulo.

Desde el principio

Sérvulo Gutiérrez (Ica, 1914‒Lima, 1961), llega a la pintura por los caminos del modelado. Primero como ceramista –arte que dominó a la perfección, haciendo pasar sus huacos como auténticos– y después como escultor promisorio (Ugarte Eléspuru recuerda la Exposición Amazónica de 1942, donde Sérvulo presentó varias piezas notables). Aunque la formación artística del pintor iqueño fue básicamente autodidactica. Su aprendizaje inicial lo realiza en el taller de cerámica y restauración pictórica de su hermano Alberto, en el Rímac. Hacia la mitad de 1930 lo encontramos boxeando en Argentina. El viaje no significa para él sólo la evasión geográfica, también es parte de una búsqueda interior. Hasta ese momento Sérvulo todavía no se había decidido por un medio expresivo: alternaba el modelado en arcilla con los pinceles. Poco después encontraremos al viajero impenitente en Europa. En cafés, galerías de arte y museos de París continúa su formación personal. De regreso a Lima, expone individualmente por primera vez en 1943. Después viaja nuevamente a Argentina donde es acogido por el pintor Emilio Pettoruti. Aquí una correspondencia con Víctor Humareda –el otro gran expresionista peruano– quien también completó su formación artística en Buenos Aires pocos años después. Este corto tiempo de aprendizaje en el taller de Pettoruti constituye la única formación sistemática –académica– de Sérvulo.

Por la pintura

La primera gran tela del pintor peruano data de 1943. Los Andes –ausente de la mencionada retrospectiva– significa una alternativa al indigenismo, ya establecido por esos años en el incipiente mercado pictórico limeño y aceptado oficialmente. El cuadro de Sérvulo resuelve plásticamente al habitante andino sin plasmar una imagen idealizada: no es hierática ni decorativa. Para lograrlo opta por la representación alegórica y la composición resalta los volúmenes, sin duda influido por tu trabajo escultórico. Una campesina inmensa en primer plano parece remecer Los Andes con su desesperación. La mujer tiene el rostro cubierto aunque el movimiento de las manos y el cuerpo nos transmite su angustia. Los Andes, en segundo plano, no tienen la majestuosidad de la mujer y sus proporciones colosales disminuyen el valor de la cordillera y el árbol de la derecha enfatiza el triunfo de la mujer –del ser humano– sobre la naturaleza. Este cuadro de Sérvulo y los de Mario Urteaga –sin pertenecer ambos pintores al movimiento indigenista liderado por Sabogal– constituyen aportes fundamentales para una construcción plástica nueva del habitante andino. Los mal llamados neo-indigenistas –limitados por el regodeo geométrico y las estilizaciones decorativas– no han tenido en cuenta las contribuciones de Sérvulo ni Urteaga. Y recién ahora se está difundiendo la obra de Guzmán Manzaneda, otro de los pilares de la tendencia popular andina.

«Los Andes»

La obra pictórica de Sérvulo no puede ser periodizada en etapas de acuerdo con su temática sino a su trabajo técnico del color y la composición. Su estilo tiene sobresaltos y yuxtaposiciones que se resuelven cuando adopta su personalísimo lenguaje expresionista. Sérvulo deriva en los años siguientes a un figurativismo que, por la manera de tratar la luz, mantiene formas escultóricas. En 1942 pinta su magistral retrato de Claudine en tierras, que prefigura Los Andes por los volúmenes y las líneas geométricas del dibujo. Aquí podemos observar la impronta de Picasso en el trabajo del pintor iqueño. A este periodo pertenecen el Autorretrato de 1945 y Retrato de joven de espaldas (1946). En ellos Sérvulo demuestra equilibrio formal entre líneas y colores, además se establece como uno de los mejores retratistas contemporáneos. Deberán pasar cincuenta años para que el pintor Bruno Portuguez retome la posta en su propio estilo expresionista de líneas quebradas y también de colores intensos.

Los óleos de Sérvulo de los techos limeños siguen todavía una dirección pre-expresionista y las formas geométricas sin duda tienen como referente al maestro Pettoruti. Sin embargo, el pintor peruano no puede con su genio ni con sus demonios y simultáneamente busca otro lenguaje más acorde con su temperamento apasionado y explosivo. En 1946 pinta el Retrato de Doris Gibson y el Desnudo de formato grande en 1949. Sérvulo delinea en negro el cuerpo y las manos, emprende el estudio de los rojos y su pincelada se vuelve espontánea, libre. Está a un paso de la madurez expresionista de las texturas violentas y contornos libres.

Retrato de Doris Gibson

La década prodigiosa: 1951-1961

En los años 40 el abstraccionismo –sin duda conocido por Sérvulo durante su estancia parisina– ya incursionaba en la Lima provincial y todavía colonial con las telas de Enrique Kleiser, pintor suizo afincado en la capital peruana. Pero la nueva escuela se propaga en la década de 1950. Y la mayoría de los plásticos jóvenes acogen entusiasmados el arte abstracto: algunos para experimentar, otros por imitación. Cuando el 2 junio de 1951 Szyszlo profiere arrogantemente en el diario La Prensa: “No hay pintores en el Perú…”, Sérvulo le responde en el mismo diario: “¡Qué arte abstracto y qué nada! El arte es solo uno”. Y agrega: “Yo, por ejemplo, comprendo perfectamente lo que pinta Szyszlo. Tan lo comprendo que puedo decir que lo que él hace es nada”. Sérvulo, Humareda, Ruiz Rosas, Ángel Chávez y Espinoza Dueñas, entre otros, se mantienen en el campo figurativo y coinciden en los caminos del expresionismo. Aquí debo señalar, parafraseando al escritor cubano Alejo Carpentier, que la realidad latinoamericana es, además de barroca, expresionista. En tal sentido, Sérvulo desarrolla una línea personal –como lo hará después Humareda– diferenciandose del expresionismo alemán de principios del siglo XX. En su último periodo Sérvulo trabaja –además de los rojos fundamentales– con violetas, verdes, amarillos. La violencia con que pinta se manifiesta en el empaste nutrido produciendo texturas y distorsiones cromáticas que rozan coincidentemente con el expresionismo abstracto. Un hito es el retrato de Elvira Miró Quesada, 1954, donde los colores dominan la composición y el delineado negro desparece, técnica dominante de sus años postreros. Cristos, paisajes, retratos, bodegones conforman la temática de la década prodigiosa. No todos los cuadros están concluidos y varios de ellos son el producto de su agonía física y pictórica. Sérvulo adopta la actitud romántica del artista –vivir para pintar y viceversa– y a la par una bohemia hasta las últimas consecuencias. Así bebe, pinta y dibuja en las paredes del hotel Salvatierra de La Huacachina retratos y paisajes iqueños de líneas enmarañadas. La única manera de pintar que sabía Sérvulo era con su vida. Y así lo hizo.

retrato de Elvira Miró Quesada

(Publicado en El caballo rojo, Lima, diciembre 8, 1985 y ampliado para Intervención y Coyuntura)