Revolución, dictadura, derecho legítimo y democracia: otra carta a Yassel Padrón Kunakbaeva [1]

Julio César Guanche

Querido Yassel,

Te agradezco ahora yo a ti, de la misma manera, tu misiva. Me pasa algo similar a lo que cuentas que te ocurrió al sentarte a escribir: como coincido en varias cuestiones fundamentales contigo, no serán estas palabras una contestación, sino la asunción de una responsabilidad con el diálogo iniciado. Como tampoco me parece que este diálogo entre nosotros dos deba extenderse, al menos por ahora, al infinito, me extenderé algo esta vez, pero será esta, por mi parte, mi última contribución a este intercambio.

Me concentraré en tres puntos que tocas en la carta que, muy generosamente, me has dirigido: el tema de la dictadura, la cuestión de la legitimidad y el análisis del caso de Cuba, del 59 a hoy, desde una perspectiva gramsciana y a la luz de las necesidades de las izquierdas cubanas (en particular la cuestión del asociacionismo y, de ahí, la de una auténtica democracia popular).

  1. El tema de la dictadura

Debí precisar en mi primera carta que Lenin y Schmitt manejan, con sentidos muy diferentes, el tema de la “dictadura soberana”. Coincido con lo que dices sobre Lenin. Es moda ya antigua establecer una solución de continuidad entre Lenin y Stalin. Hay cuestiones, lógicamente, en común —pues tampoco es que Stalin haya sido “un rayo en cielo sereno”—, pero la diferencia entre ambos ha sido establecida incluso por razonamientos tan poco “leninistas” como el de Hanna Arendt.

Lenin (en Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática) decía: “Esto no significa, en modo alguno, que queramos sin falta imitar a los jacobinos de 1793, adoptar sus concepciones, su programa, sus consignas, sus métodos de acción. Nada de esto. Tenemos no un programa viejo, sino nuevo: el programa mínimo del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Tenemos una consigna nueva: la dictadura revolucionario-democrática del proletariado y de los campesinos.”

La idea de “dictadura revolucionario-democrática” parece hoy un oxímoron. No lo era entonces, si se atiende a los usos históricos de ese término.

El propio Marx empleó el término “dictadura” en dos sentidos, bastante precisos ambos: primero en relación con el concepto romano de dictadura (magistratura excepcional de la República, elegida por un tiempo determinado para salvar las instituciones republicanas en caso de guerras u otro tipo de calamidades públicas). Luego, al decir de Hal Draper, como “descripción social, una afirmación sobre el carácter de clase del poder político”, que no era lo mismo que “una declaración sobre las formas de la máquina de gobierno”. Si se toma en cuenta la primera acepción, no hay nada oximorónico, como argumentó en profundidad Antoni Domènech Figueras, en la expresión “dictadura democrática”.

Ahora, para que sea democrática, la dictadura sí tiene que ser comisaria (“todo el poder a las sóviets” se refiere a ello). Lo que no puede ser es soberana: sin relación alguna de dependencia respecto de otras fuerzas sociales y sin conexión alguna con un derecho legítimo.

No es un “cultismo” hablar hoy de la acepción romana de dictadura, aunque parece poco conocida. En todo caso, no se trata de explotar algún “exotismo” intelectual. Hasta los años 30 del pasado siglo todavía se usaba así. Con ese mismo sentido, en 1936 se lo propuso el jurista republicano español Felipe Sánchez Román a Manuel Azaña —Primer Ministro de la Segunda República Española (1931-1933 y 1936)—, idea que este rechazó. En Cuba, Gerardo Machado quiso prorrogarse en el poder hasta 1935, exactamente el lapso de diez años que se había dado César, ya en plena descomposición de la república romana. Fulgencio Batista decía en 1939 que “organizaciones revolucionarias” le habían pedido que rigiese “a Cuba con una dictadura por 10 años”. Son usos que todavía podemos considerar recientes. La figura del “estado de emergencia”, tan universal como contemporánea hoy, es la alusión actual más directa a aquella noción de dictadura republicana, á la romana.

En cambio, dictadura soberana es, claramente, sinónimo de tiranía. En ese sentido, cualquier “decisionismo” es cómplice del despotismo, y no de “dictaduras democráticas”, una terminología, por demás, que ya apenas se usa, después de lo que hizo el marxismo soviético con ella.

Digo todo esto, que podría parecer una digresión, porque me preocupan mucho las ambigüedades teóricas y políticas en relación con ese punto —y por ambigüedades no entiendo necesariamente agendas ocultas, pues toda reflexión o decisión que tenga en su centro la tensión entre medios y fines es de por sí espinosa, mientras que los referentes, antecedentes y resultados históricos nunca son o parecen ser enteramente satisfactorios—, y creo una necesidad afirmar, sin ambages, la exigencia de formas democráticas y republicanas de ejercicio de lo político, contra cualquier pretensión “soberana”, en el sentido al que he aludido. Las referencias actuales, en Cuba, al “derecho del Estado a defenderse”, sin poner ese derecho en conexión con los derechos de sus ciudadanos, son una forma de reclamar tal “soberanía”.

En cuanto a lo que dices de que tal vez las formas republicanas sean superiores “solo en su escala de valores”, seré muy breve. Me parece una manera tal vez demasiado parcial y relativista de plantear el asunto. No hay equivalencia alguna de ética política—y menos aún sustrato democrático común— entre Weimar y el fascismo, ni entre la segunda república española y el franquismo.

Abrir la puerta a ese relativismo es muy peligroso. Esta cita de Mussolini, de 1923, sobre por qué defender, en su caso, el relativismo, debería bastar para alertarnos de ese peligro:

En Alemania, el relativismo es una construcción teórica extraordinariamente audaz y destructiva (quizá sea la venganza filosófica de Alemania que anuncia la venganza militar). En Italia el relativismo no es sino un hecho. El fascismo es un movimiento super-relativista porque nunca ha intentado revestir su complicada y vigorosa actitud mental con un programa concreto, sino que ha triunfado siguiendo los dictados de su intuición individual siempre cambiante. Todo lo que he dicho y hecho en estos últimos años es relativismo por intuición. Si el relativismo significa el fin de la fe en la ciencia, la decadencia de ese mito, la ‘ciencia’, concebido como el descubrimiento de la verdad absoluta, puedo alabarme de haber aplicado el relativismo al análisis del socialismo. Si el relativismo significa desprecio por las categorías fijas y por los hombres que aseguran poseer una verdad objetiva externa…, entonces no hay nada más relativista que las actitudes y la actividad fascistas… Nosotros los fascistas hemos manifestado siempre una indiferencia absoluta por todas las teorías… Nosotros los fascistas hemos tenido el valor de hacer a un lado todas las teorías políticas tradicionales, y somos aristócratas y demócratas, revolucionarios y reaccionarios, proletarios y antiproletarios, pacifistas y antipacifistas. Basta con tener una mira fija: la nación. Lo demás es evidente… El relativista moderno deduce que todo el mundo tiene libertad para crearse su ideología y para intentar ponerla en práctica con toda la energía posible, y lo deduce del hecho de que todas las ideologías tienen el mismo valor, que todas las ideologías son simples ficciones.[2]

Obviamente, ni por asomo te estoy “cargando” a ti —ni a los presupuestos de que partes o las conclusiones a las que llegas— con nada parecido a ese universo político y filosófico, y menos aún a su desastroso récordhistórico, su irrecuperable legado, pero sí me parece oportuno llamar la atención sobre las consecuencias y los usos históricos de cuestiones como las que contiene esa frase tuya: “Y me preocupa que, entre nosotros, los partidarios del republicanismo piensen que solo las formas republicanas son capaces de otorgar legitimidad a un Estado, cuando quizás esas formas simplemente sean las superiores en su particular escala de valores. Todo Estado es un estado de derecho, de su derecho.» (Más adelante volveré sobre esto último.)

En su Memoria del futuro. Sobre la melancolía de izquierda, Enzo Traverso ha dicho que el marxismo funcionó por mucho tiempo “como vehículo de una memoria de clase y de las luchas emancipatorias”. Tener conciencia histórica de cómo la tríada revolución-democracia-república ha operado en esas luchas, y cómo esa memoria ha sido combatida, sigue siendo clave hoy para evitar cualquier “argumento” que pudiese traer como consecuencia “explicar” a la República de Weimar y al Tercer Reich —sé que es el caso extremo, pero ese tipo de caso, precisamente por ser extremo, se presta siempre a la  explicación más exhaustiva— como si fuese un debate entre opciones igualmente legítimas, solo que vistas desde la “particular” escala de valores que se maneje respectivamente.

  1. La cuestión de la legitimidad

Preguntas en tu carta: “¿No fueron legítimas las monarquías absolutas?” “¿Podemos afirmar acaso que en la Arabia Saudita el Estado carece de legitimidad? ¿Que no (man)tiene hegemonía?”

No. Las monarquías absolutas no fueron legítimas. Arabia Saudita es un Estado carente de legitimidad. Creo que estás haciendo un uso no conceptual de esos términos. Legitimidad no es sinónimo de “apoyo” ni hegemonía es reducible a “consenso”. Este es otro punto que me parece conflictivo, e incluso diría que contraproducente, en lo que dices.

La discusión sobre la legitimidad y la hegemonía no puede remitirse a las teocracias. Ello, para empezar, podría inducirnos a hacer un uso anacrónico de esos conceptos. Y, también, a confundir o amalgamar demasiado en Historia. Mario Tronti, de quien recientemente se publicó en Patrias una contribución a la Conferencia de Roma sobre el comunismo (enero de 2017), lo dice rápido y bien, y me evita extenderme: “En la sociedad inmediatamente premoderna no hay distinción entre derecho y justicia, derecho y ley, derecho positivo y derecho ideal, derecho individual y derecho del pueblo.”

Cuando afirmas que “todo Estado es un Estado de derecho, de su derecho” —el subrayado es tuyo y es sintomático, pues la segunda parte de la frase podría sugerir cierta mala conciencia con respecto a la primera— me parece que introduces otra confusión o ambivalencia. De esa frase, que es cierta en su literalidad, no se deriva, en absoluto, la idea de “Estado de Derecho”. Esta última remite a la elaboración, sobre bases y en condiciones de legitimidad, del derecho y a la sujeción de la política a ese derecho legítimo, esto es, al enlazamiento de la existencia de una constitución con el reconocimiento de derechos fundamentales. Luego, ese concepto no se refiere a cualquier tipo de Derecho. No hay manera de afirmar, sin pecar de relativismo ético y amalgamiento teórico, que la lógica de Derecho implícita en el sistema Jim Crow es un repertorio del Estado de Derecho. Es Derecho, pero es Derecho ilegítimo, en tanto se opone a derechos fundamentales.

El positivismo y el utilitarismo del siglo XX, con su renuncia a una moral externa al Derecho como cotejo de la justicia con este, estructuraron un hiato entre Derecho y valores de justicia —más allá de aquellos que se consideraran que ya habitaban en el Derecho—, que era a su modo la defensa del hiato entre la libertad de unos contra la libertad del común. Me opongo a que podamos reproducir ese argumento como si fuese “revolucionario”.

Es todo lo contrario. Lo revolucionario es concebir, como hicieron Marx y Ernst Bloch —sé de tus estudios acerca de Bloch— el Derecho como un ideal de justicia contra un statu quo atravesado por la dominación, resistido a través de una utopía material y políticamente concebida.

A mi juicio, la posición de Marx sigue siendo la revolucionaria: “mi libertad comienza donde comienza la libertad de los demás”. Es la que retoma Habermas, por citar un caso muy conocido, para las discusiones sobre la diferencia entre legitimidad y legalidad, que nos advierten contra la tentación de tomar cualquier Derecho como sinónimo de Derecho legítimo. En palabras más sencillas: una cosa es reconocer la validez del Derecho y otra, muy distinta, celebrar como legítimo el derecho establecido.

La idea del Estado de Derecho es parte del repertorio histórico de la democracia frente al absolutismo. Su razón de origen fue proteger la libertad contra el despotismo a través de la ley. Confundir eso con cualquier idea de Derecho es desentenderse de la historia del Estado de Derecho, fruto tardío de la Ilustración, tan denostada ella misma, en operaciones analíticas que terminan “botando el agua sucia junto con la palangana”.

En su historia, la burguesía se blindó a sí misma con el propio programa con que había conquistado su Derecho y su Estado de Derecho. (Sobre esto, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han dado explicaciones muy gráficas). De ese modo, su horizonte, de ser el rasero de la legitimidad de la actuación estatal respecto al ciudadano, se ha constreñido cada vez más a la administración del estatuto de poder capitalista existente. Por ello, liberar al Estado de Derecho de su “condición capitalista de posibilidad” es un horizonte demo-revolucionario. De esa manera, se reconoce su origen, no se le “regala” al liberalismo, no se confunde con “cualquier Derecho”, se cuestiona su desempeño cooptado por el capitalismo y se replantea su horizonte y posibilidad democrática.

  1. El asociacionismo, Gramsci y la izquierda cubana para el siglo XXI

Dices, y aquí lo resumo, que habida cuenta del gran número de organizaciones presentes en Cuba tras el 59, y su presencia en la configuración del poder revolucionario, podríamos preguntarnos si no tiene ello algo que ver con lo que afirmé sobre el enfoque de Gramsci como clave de la construcción política socialista y democrática.

El “asociacionismo” es una referencia, y una presencia, muy recurrentes. El corporativismo de los años 30 del XX lo tuvo como tema central. Lo tiene también como tema central la teoría liberal del pluralismo, en sus distintas versiones hasta hoy. Ninguna de ellas responde a la idea gramsciana de convertir el asociacionismo en sinónimo de vida política estatal.

La radical “civilización” del Estado por parte de su sociedad —ese tema tan marxista— no supone la mera existencia de asociaciones y organizaciones, sino la calidad y profundidad en que ellas puedan manifestarse como forma de vida política, social y estatal, para democratizar todos los órdenes de dominación. El persistente y profundo estatalismo de la vida política cubana revolucionaria, sus comprobados esquemas de centralización y concentración del poder, y la idea perennizada hasta hoy de las Organizaciones de Masas como “correas de trasmisión” —y, en específico, la subordinación de toda vida asociativa al Partido y el Estado—, a mi juicio no guardan relación orgánica alguna, ni siquiera una semejanza formal, con los planteamientos de Gramsci sobre el asociacionismo.

Hasta donde conozco, quien más lejos ha llegado en la comprobación sociológica de lo que dices es Juan Valdés Paz. Esta es una cita suya de su obra El espacio y el límite. Ensayos sobre el sistema político cubano(La Habana, Ruth Casa Editorial/ICIC Juan Marinello, 2009):

La mayor institucionalización de este [sistema político] —se refiere aquí Valdés Paz al período posterior a 1976— permitió una mejor división del trabajo político y por tanto una mejor distribución de funciones, representaciones y poder decisorio. Los sujetos y actores ganaron más igualdad al interior del [sistema político], no solo como efecto de su mayor igualdad relativa en la sociedad global, sino a causa de una mayor igualdad de oportunidades y menor desigualdad entre las posiciones jerárquicas y las bases, al ampliarse los roles de la población en estas como asambleístas, electores, combatientes en las milicias territoriales. Los sujetos y actores ganaron más libertad al generalizarse la electividad y la electoralidad de cada uno. Se dio cauce a una mayor participación de la población en la ejecución de soluciones a través del trabajo remunerado o voluntario y en el control social, a través de la queja, la rendición de cuentas y el voto de castigo.[3]

Sin embargo, no he encontrado en la obra de Valdés Paz nada que indique que de ahí pueda derivarse algo así como un perfil gramsciano del Estado cubano. Tampoco lo he encontrado en la obra de otros expertos cubanos sobre Gramsci, como Jorge Luis Acanda. La propia recepción de Gramsci en Cuba hace aún más problemática la cuestión. Recepción —desigual, intermitente, selectiva— que, por cierto, es no solo un excelente tema de investigación, sino una reflexión política necesaria.

Menciono, para terminar, un punto sobre Schmitt y las necesidades de la izquierda cubana actual. Existen hoy varias corrientes de interpretación en torno a la obra de Schmitt que abren espacio para una relectura que intentaría privilegiar una potencialidad democrática en su pensamiento político y jurídico, según las cuales ese pensamiento sería recuperable desde perspectivas de izquierdas —de marcado sesgo anti-liberal, debe apuntarse. No soy de quienes se suscriben a esas tendencias. Descreo de que un pensamiento concebido contra la democracia pueda ser “reciclado” —lo cual siempre implica, se lo quiera o no, una cierta purga de las condicionamientos y contenidos históricos de dicho pensamiento (cosa de la que ya advertía, en relación con Gramsci, en mi anterior carta)— y ser puesto en función de la democracia que ese pensamiento negó de entrada. No es cuestión de resemantizar “palabras” (“putas”, “cabecitas negras”, pueden ser y han sido resemantizadas), se trata aquí de algo distinto, que atañe a construcciones conceptuales, de las que ningún elemento se puede aislar del resto sin que el conjunto pierda coherencia o, peor aún, se derrumbe todo el andamiaje teórico que constituye su armazón.

Para mí, el conflicto es un elemento nuclear de la política, que puede procesarse de varios modos, no así el antagonismo entre “amigos y enemigos”. Reconocer la existencia del conflicto es un punto de partida del pensamiento y la práctica democráticos. Creo, y lo he dicho antes, que derrotar al enemigo es también derrotar la ética que lo sostiene.

No creo que aporten nada a la revolución en Cuba los devaneos “democráticos” de cierta izquierda sobre Schmitt, ni ninguna defensa “revolucionaria” de algo así como un estado de excepción permanente en “defensa del socialismo”. Creo, por el contrario, que la mejor defensa de la revolución es la apuesta, decidida y plena, por la democracia, y la afirmación, entera, de la República.

En ello, la reivindicación y defensa del pluralismo político como elemento constitutivo de lo democrático —y no como concesión o “acomodo” para cuando las condiciones lo permitan—, la afirmación efectiva —también en el plano jurídico— de la diversidad social y cultural, el libre desenvolvimiento del pensamiento crítico, el compromiso con la ciencia, la construcción de poder desde abajo, de veras “popular”, la democratización del mundo del trabajo, la crítica abierta contra todo tipo de arbitrariedad (y subrayo esto porque observo defensas de la arbitrariedad en nombre del derecho del Estado a defenderse), la clara fundamentación de la interdependencia entre igualdad social (justicia social, y crítica de la desigualdad) y la igualdad política, la lucha abierta contra todo tipo de desigualdades y discriminaciones, son los valores que nos pueden hacer defender una izquierda cubana que preserve para sí la posibilidad de ganar batallas decisivas en el largo siglo XXI que nos aguarda.

A la espera de nuevas oportunidades para la reflexión y el intercambio, y agradeciéndote una vez más esta de ahora,

Un abrazo de Julio César Guanche.

[1] Texto publicado originalmente en la revista Patrias https://www.patrias-actosyletras.com/guanche-otra-carta-a-yassel-padr%C3%B3n?fbclid=IwAR2vQwsmeLV44hX_8ntDmzN8jVv8VUtb0FNfrS9FrY0QiFat5Ml61cw9u8U

[2] Citado en Antoni Domènech,El eclipse de la fraternidad: Una revisión republicana de la tradición socialista, Madrid, Akal, 2019—Nota de la Redacción de Patrias.

[3] Citado en Julio César Guanche, Estado, participación y política en Cuba: diseño institucional y práctica política tras la Reforma Constitucional de 1992, Buenos Aires, CLACSO (Colección Becas de Investigación), 2013, p. 39. —Nota de la Redacción de Patrias.