Los dos Gilly(s)

CE, Intervención y Coyuntura 

Adolfo Gilly murió hace unos días. Intelectual, maestro y militante, marcó hondamente la cultura política del país que lo recibió, primero en las mazmorras del autoritarismo y después en el bondadoso estilo que tiene la UNAM para con quienes vienen de fuera. Varios textos se han escrito en homenaje. Los más importantes, sin duda, los de Luis Hernández Navarro y de Rhina Roux. Los de Sergio Lazcano y los troskistas, son sugerentes, aunque limitados en el espectro político. La obsesión de Domínguez Michel no deja de mostrar el vínculo con el liberalismo de Paz. Ordorika mostró un lado político, propio del salto del personaje en el marco del CEU. Horacio Tarcus, en su erudición, mostró la estela argentina, más amplia. Faltan aún registros que deberán ser explorados, pero existe un conjunto amplio para valorar al personaje.

Es difícil decir algo más que aquellos que conocieron al personaje. Valdría más la pena para este breve texto de homenaje reconocer que Gilly expresó bien la tensión de la política mexicana y de sus tiempos. Porque uno es el Gilly de la primera edición de La revolución interrumpida, y otro el de las sucesivas reelaboraciones de su concepción sobre la revuelta. Porque el Gilly que pisó la cárcel estaba en otra cárcel, que era la del posadismo, de la que, afortunadamente, rápido se liberó. Y es que su obra vital expresa la tendencia tanto del reconocimiento del liderazgo popular encarnado en la dirección de la nación desde lo popular, como de la presencia de los grupos subalternos, que, en búsqueda de superar dicha situación, arriesgan diversas estrategias desde abajo y por fuera del Estado.

Dos perspectivas en una misma historia. Dos corrientes que vinculan la historia mexicana. El Gilly de La revolución interrumpida entregó la comuna de Morelos como hipótesis –bien recogida por Bruno Bosteels y enriquecida por el autor de La comuna mexicana– pero el Gilly de El Cardenismo: una utopía mexicanacorroboró en el magistral relato de unos días de 1938 que la soberanía popular solo tiene sentido si apuntala la soberanía nacional. Una y la otra se necesitan.

Esas dos facetas que la historia mexicana avala constantemente también se notan en sus experiencias editoriales. Hay que ver el salto entre Coyoacán y Viento del Sur (poco mencionada en los homenajes); una es la perspectiva a la Raniero Panzieri de la mano rebelde del trabajo a través del consejo; la otra es el reconocimiento de la nación multicultural, de la mano de Mario Payeras y otras y otros. La perspectiva política misma está atravesada. Fiel defensor de los zapatistas, pero también amigo y consejero del heredero Cárdenas.  

Y pareciera que por un breve momento ambas tradiciones transitaron en un mismo camino en México, en la década de los noventa, ahí Gilly fue un intelectual que caminaba entre esas dos aguas. Pero llegado el distanciamiento y el surgimiento de un movimiento distinto a ambas lógicas de esa política, que al igual que Gilly se quedaron al margen de la historia. Ahí Gilly se negó a sumarse a esta nueva expresión que ha tratado de fincarse en el ala que reclama un momento plebeyo, la del liderazgo popular y del obradorismo. Tomando postura, combatió y lo señaló como contrario la herencia cardenista. Mostró una extraña fidelidad, misma que le llevó al olvidó que el cardenismo como corriente subterránea sobre pasa a los herederos sanguíneos, lo mismo que el zapatismo no es reductible  al territorio chiapaneco. Doble fidelidad que ante el avance de la coyuntura recuerda más al joven trotskista.

Despedimos a Gilly con dos imágenes, la primera: la de aquella manifestación en 2014, la primera por Ayotzinapa, en donde un grupo de ultras apedreó a Cárdenas y de refilón a Gilly; la segunda, cuando a la memoria de las luchas de nuestro pueblo se sumó el nombre de Felipe Ángeles, como el símbolo que venció a la arrogancia del capital que buscó quedarse con Texcoco.

Gilly, argentino de nacimiento, encarnó a la perfección las dos almas de la izquierda mexicana y sus tensiones.