Los dogmatismos y la ‘Dinamarca’ de los intelectuales

César Martínez (@cesar19_87)*

 

La razón, lo que llamamos tal,

el conocimiento reflejo y reflexivo,

el que distingue al hombre,

es un producto social.

Miguel de Unamuno

El enésimo estallido emocional de intelectuales y comentaristas ante la metáfora de “Dinamarca” usada por el presidente López Obrador en su último informe de gobierno invita a cuestionar cuán vigente es el sentimiento elitista de la verdad para un México que en 2018 y 2024 ha votado masivamente a favor de la democracia, donde ‘demos’ es Pueblo y ‘kratos’, poder. Después de todo, Miguel de Unamuno, aquel magnífico pensador vasco, sostenía que verdad y razón son productos sociales, resultados de una deliberación democrática, de personas y pueblos.

Poco más de 24 horas después de que “Dinamarca” inundó las redes a raíz de que el Ejecutivo saliente mencionó la salud pública danesa para hablar de la mexicana, Leo Zuckermann, Jesús Silva-Herzog Márquez y Ana Laura Magaloni pasaron la mayor parte del programa La Hora de Opinar haciendo análisis de este calibre: “el presidente es un mentiroso, nuestro deber como analistas es exhibirlo, no hubo línea de su discurso que resistiera un mínimo de fact-checking, más que Dinamarca, somos Sudán (sic).”

Cuestionado en la conferencia matutina del martes sobre qué quiso decir con Dinamarca, Obrador respondió que dicha metáfora (tanto como el ejercicio de voto a mano alzada en el Zócalo a favor de que la ciudadanía elija vía sufragio a jueces, magistrados y ministros) fueron anzuelos arrojados por él para que intelectuales y comentaristas mordieran el cebo y así tuvieran “miga” para sus espacios en Televisa, Azteca, Imagen, Reforma, Universal y Fórmula.

En otras palabras, la figura literaria usada por el presidente, “Dinamarca”, (esto es, contrastar mediante el lenguaje dos imágenes distintas para crear significado), no fue un medio de proporcionar información, sino de obtenerla: conocer el estado emocional de sus malquerientes en la prensa corporativa, en partidos políticos derrotados en la elección pasada, en universidades públicas y privadas, y finalmente “testerear” el ánimo de quienes en realidad mueven los hilos en el Poder Judicial.

Lo paradójico de caldear las emociones de quienes a título de decirse intelectuales inflan opiniones presuntamente libres de sentimientos ha sido un aspecto importantísimo del sexenio de AMLO. Una y otra vez se ha demostrado que, pese a sostener en el discurso lo contrario, la intelectualidad ha exhibido una emocionalidad palpable cuyo arraigado anhelo de superioridad alimenta análisis que obedecen a un proyecto antidemocrático: impedir que la vida pública sea cada vez más pública y que, para usar la metáfora de José María Morelos, se gobierne sin recoger los sentimientos de la Nación.

El método de López Obrador es simple pero funciona: saber primero cómo siente el círculo rojo intelectual, académico, periodístico y burocrático en México para después deducir el cómo piensa.

Si la verdad y la razón son productos sociales, según De Unamuno en su ensayo El Sentimiento Trágico de la Vida, entonces definir el qué es verdad y qué es razón requiere anticipar qué emociones despierta en la persona la idea y el hecho de vivir en sociedad: “La voluntad y la inteligencia se necesitan… nihil cognitum quin praevolitum, no se conoce nada que no se haya antes querido.” Así, para el vasco, ejercer la honestidad intelectual involucra ser sincero con las propias emociones: “la sinceridad me obliga a no ocultar mis sentimientos,” pues en definir lo verdadero y racional va de por medio el sentir de los demás.

Ocultar los sentimientos de aversión al salir a la calle y toparse con gente común, es decir, racionalizar o intelectualizar el sentir antipopular viene de lejos en la historia del México independiente y, si acaso, la política de diálogo circular, con mensajes de ida y vuelta, de López Obrador ha significado un nuevo punto de quiebre emocional para nuestra intelectualidad: es el punto donde la pasión desborda la razón y se expresa en los rostros descompuestos, las miradas hostiles y las consignas antisociales, el racismo y el clasismo, pues, diría Miguel de Unamuno, ya va asomándose un sentimiento de rechazo por parte de ciertas minorías a vivir en esta sociedad.

Se habla de consignas antisociales, ya que al mismo tiempo que “Dinamarca” en el Zócalo escandalizaba a intelectuales y comentaristas, expresiones aún más escandalizantes eran esgrimidas por huelguistas del Poder Judicial y estudiantes de derecho de la UNAM y otras universidades: desde jóvenes concibiendo a los tribunales de justicia como si fueran agencias de colocación y empleo para beneficio personal, hasta jueces tergiversando la imagen de Benito Juárez, durante cuya presidencia la Corte era conformada por voto popular en consonancia con el liberalismo de la Constitución de 1857.

Sin embargo, la consigna más estridente contra el derecho de la sociedad a elegir autoridades fue: “La Justicia Popular crucificó a Cristo y liberó a Barrabás.
YoRechazolaReformaJudicial.” Se trata, considerando el sentimiento trágico, del último de una serie de razonamientos vanos, sin sentido social ni histórico, usando como pretexto la carrera judicial, el equilibrio de poderes y ahora hasta la teología y el dogma de fe.

Unamuno señalaba: “La teología parte del dogma, y dogma en su sentido primitivo y más directo, significa decreto, algo como el latín placitum…” Si la razón y la lógica pierden su dimensión social, si el conocimiento ya no es reflejo ni reflexivo, estamos entonces ante verdades dogmáticas o decretadas por una fuerza irracional porque no es la fuerza de la sociedad: es una pasión corrompida por la desigualdad y la profunda voluntad de dominar. Un psicoanalista diría que imponer un dogmatismo en el mundo secular corresponde a una estructura de carácter autoritario y también a hondos complejos de inferioridad.

La “Dinamarca” de López Obrador es una metáfora de contraste que funciona abriendo espacio para polemizar y reflexionar nuestra vida pública, pero la “Dinamarca” de los intelectuales es un espacio cerrado por dogmatismos absolutos: que el Pueblo es tonto, que la gente no sabe decidir, que un diploma de la UNAM, del CIDE o de la Escuela Libre de Derecho vale más que el sufragio del fierrero, del barretero, de la trabajadora doméstica, de la conductora del transporte público o del albañil.

En la Dinamarca intelectual se peca de vanidad y avaricia pues, en la definición de Unamuno, vano y avaro es tomar los medios por fines: se violenta la razón y la verdad para esconder sentimientos que al fin estallan en la rabieta de un panelista de televisión o en la sonrisa perversa de una locutora de radio. Pero el sentido del voto en nuestro país es imperativo categórico, que llama a gobernar recogiendo los sentimientos de la Nación. Así también lo sugiere el magnífico pensador vasco: el sufragio no es un sentimiento, sino el consentimiento de personas y pueblos que nos hace posible decir vox populi, vox Dei.

*Maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Bristol y en Literatura de Estados Unidos por la Universidad de Oxford.

Bibliografía:

Unamuno, Miguel de (1985) Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, Hyspamerica: Madrid.