Libros de texto: Carlos Fuentes y los dos positivismos

César Martínez Valenzuela (@cesar19_87)*

Desde que el Estado le quitó a la Iglesia la esfera de la educación pública a raíz de las leyes de Reforma, la carga política e ideológica de lo educativo en México es un hecho indiscutible. Ahora bien, en nuestra coyuntura de cambio de régimen entre los gobiernos neoliberales del pasado y los de la Cuarta Transformación, debemos preguntarnos cuál es la ideología detrás de nuestra educación, más allá de las demenciales alertas contra el virus del comunismo sonadas desde Televisa y Tv Azteca.

La crítica más elocuente al fracaso educativo en México la brindó el escritor Carlos Fuentes en 1984 al exhibir a una clase profesionista de gente con títulos universitarios pero profundamente inculta, iletrada y, para decirlo suavemente, pragmática. Hablando con Ricardo Rocha, Fuentes se avergonzaba de “leer cartas escritas por licenciados, ingenieros y doctores mexicanos llenas de errores ortográficos y desconociendo por completo las más elementales reglas de la sintaxis.” Tras abogar por una educación basada en conocimiento del lenguaje entendido como un bien social, arremetía contra la ideología detrás de nuestra deficiente educación: “un excesivo funcionalismo que invita a las personas a ocuparse de las cosas, salir adelante en la vida y olvidarse de todo lo demás.”

Ese funcionalismo denunciado por Fuentes, es decir que la educación pública o privada es solo una función subordinada a un proceso material más importante (que puede ser la productividad, la inserción en el mercado laboral, el éxito profesional, la superación personal, etcétera, etcétera) en realidad saca a la luz la ideología que continúa dictando los términos del debate educativo: el positivismo, “la adicción a la ciencia”, diría Dostoyevski, instalado desde el porfiriato, continuado en el régimen posrevolucionario, también en el régimen neoliberal, y que sigue vigente hoy en los argumentos en contra y a favor de los nuevos libros de texto para primarias federales.

Se dice que el positivismo es una ideología como cualquier otra en cuanto a que es un discurso que justifica el poder ostentado por uno o varios grupos de interés político o económico sobre el resto de la sociedad. Si los liberales de la Reforma no cayeron en la tentación de ideologizar lo educativo fue porque concibieron la educación como una práctica que no se agota dentro de un aula, en un instituto o en una facultad o laboratorio, sino que también abarca la familia, el círculo social, el lugar de trabajo, el de culto y el de ocio, y la postura que la persona adopta ante los mensajes de los medios de comunicación.

Quizá el gran símbolo de esta innovadora apertura reformista fue Ponciano Arriaga, quien como presidente del Constituyente de 1856 coligó el derecho universal a la educación junto al derecho al sufragio universal rechazando a una reacción conservadora que exigía que solo pudieran votar los dueños de parcelas, los asalariados de cierto nivel y quienes tuvieran alguna formación escolar. Nuestros liberales no usaron lo educativo como discurso político, sino como imperativo ético y cultural… y quizás por ello dejaron el poder susceptible para que después fuera tomado por los científicos positivistas del Porfiriato.

Al concebir al lenguaje como un bien social (tradición y creación), Carlos Fuentes ofrecía un paradigma de la educación opuesto al del positivismo: “si aún faltan muchos aspectos importantes por socializar, el lenguaje es lo verdaderamente social [que] nos pertenece a todos, y nos permite vivir y comunicarnos con los otros.” Ese “ocuparse de las cosas y descuidar lo demás”, que Fuentes identifica con el funcionalismo, resume con simpleza que en la ideología positivista el conocimiento es solo lo “positivamente demostrable”, lo que se valida a través de la ciencia y la tecnología y que, por lo tanto, todas aquellas verdades abstractas como las de la filosofía, la literatura, el derecho o la moral, que por definición no pueden demostrarse positivamente, son conocimientos inútiles o accesorios.

Así, la crítica de Fuentes al funcionalismo es sorprendentemente parecida a la crítica que Francisco I. Madero hizo al positivismo de su tiempo en su libro La Sucesión Presidencial en 1910: “la juventud educada en los planteles oficiales sale de los colegios perfectamente apta para la lucha por la vida, y para labrarse muy pronto una fortuna, pues posee el conocimiento principal: la maleabilidad para adaptarse a cualquier condición, para jurar solemnemente el cumplimiento de la ley que después son los primeros en vulnerar.”

Si la Revolución Mexicana pudo haber recuperado ese matiz liberal e igualitario simbolizado por Ponciano Arriaga en la esfera de la educación, esa posibilidad desapareció tras el asesinato de Madero. La crítica intelectual que acabó debilitando al Porfiriato también resultó de ideología positivista: mientras que los positivistas porfiristas sostenían que el desarrollo nacional debía lograrse a través de la concentración de la riqueza con base en los hallazgos de las ciencias naturales y las ciencias sociales, los positivistas revolucionarios sostenían que las mismas ciencias señalaban ahora la eficiencia superior de un régimen mixto de pequeña propiedad privada y de gran propiedad pública. En otras palabras, muerto el apóstol, el positivismo burgués del régimen dictatorial fue reemplazado por el positivismo pequeñoburgués del régimen posrevolucionario.[1]

En conclusión, y políticamente hablando, tanto los positivismos de ayer como los actuales operan bajo una forma ideológica que debería parecernos francamente obsoleta: la idea según la cual el grupo de interés político o económico que llega al poder de Estado, por el solo hecho de hacerlo, adquiere una suerte de derecho de conquista sobre la educación, para posteriormente disfrazar lo político de ciencia, tecnología, innovación o habilidades. La desazón de Carlos Fuentes ante una clase profesionista mexicana rudimentaria y rupestre al extremo de no saber usar el lenguaje o desconocer el valor de la cultura refleja que el antiguo ideal del liberalismo mexicano también sigue vivo: la educación, tradición y creación, es el bien social más democrático que existe, y toda educación impuesta a nombre de algún conocimiento especializado es una educación que positivamente no educa a nadie.

*Maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Bristol y en Literatura Estadounidense por la Universidad de Exeter.

[1] Arnaldo Córdova, (2003) La ideología de la Revolución Mexicana: la formación del nuevo régimen, Era: México. p. 20