Las gafas del colapso: la ecología libertaria de Carlos Taibo

  • Carlos Taibo. Breviario de ecología libertaria. España, Catarata, 2024.

Camilo Domínguez Escobar[1]

 es el último libro de Carlos Taibo, el impenitente anarquista español. Este hombre de ascendencia gallega respira el mismo aire de los antiguos ácratas, aquellos profetas dispuestos a llegar a los rincones más remotos para impartir una charla, sin importar si su audiencia se reducía a un par de curiosos o si tenían que hablarle al viento. Taibo, un señor de aspecto serio con lentes y bigotes, puede extenderse en monólogos durante horas sin inmutarse, como si recitara de memoria, sin trabarse ni dudar ante las preguntas. Ese es Taibo, una persona que parece encajada de una sola pieza.

El libro se compone de veinticinco capítulos breves que pueden leerse de manera independiente. Algunos de estos son anecdóticos, mientras que otros ofrecen ideas bien preparadas, a las que aquí me referiré. Dividiré este comentario en dos partes: primero, una breve reseña de sus argumentos sobre el colapso; y luego, una crítica de su enfoque “político”.

I

Taibo parte de la premisa de que el colapso es un evento muy probable, por eso, interroga el concepto, sus causas y alcances. Reflexionar sobre esta materia es paradójico, ya que hablamos del quiebre de una civilización y, por ende, de sus herramientas culturales. Se trata a todas luces de una situación al límite. La mente humana está diseñada para comprender la realidad, no su destrucción. Esto significa que estamos mal equipados y debemos ser conscientes de que, de ocurrir, quizá nuestras concepciones más básicas se desvanezcan. En cualquier caso, Taibo se asoma al abismo con toda naturalidad.

Una primera aproximación útil es comprender que el colapso no será un acontecimiento único y repentino que ocurra en un día y a una hora específica, sino más bien un proceso escalonado. En lugar de verlo como un evento que posponemos para un futuro incierto, de hecho, es una realidad que ya está en marcha. La crisis climática es una enfermedad planetaria que muestra síntomas en distintas regiones del mundo. Hoy podemos observar situaciones parciales de colapso.

Para Taibo, el colapso y el capitalismo van de la mano: ninguna de sus versiones, ya sea “verde”, “sostenible” u otra, está en condiciones de evitarlo. Por eso, no muestra esperanza en las iniciativas de los organismos diplomáticos. Se dice, y con razón, que el capital puede cambiar de piel según las circunstancias. Y aunque es cierto que es capaz de moverse en múltiples direcciones, siempre lo hace guiado por la tasa de ganancia. Sin embargo, Taibo sostiene que, en la actualidad, la única opción viable es decrecer. ¿Y es acaso posible un capitalismo sin crecimiento? Taibo aboga lisa y llanamente por reducir la producción y el consumo, en particular en los países ricos. Accionar, digamos, el freno de emergencia –como en la frase de Walter Benjamin.

Todavía muchos ecologistas mantienen la esperanza de conciliar el capitalismo con la preservación del medioambiente y la vida. Aunque en los días que corren la conciencia ecológica florece como nunca antes, acompañada de un acceso sin límites a la información, así y todo, la conexión entre el capitalismo y el cambio climático sigue siendo difusa para la mayoría. Es cierto que la distopía se arraiga en nuestro imaginario cultural, lo que se evidencia en la cantidad de películas apocalípticas que se proyectan en los cines. Sin embargo, estas historias suelen pintar los desastres a manera de eventos naturales, o bien causados por la acción humana en abstracto, sin revelar las raíces sociales y económicas. Taibo, citando a otro autor, afirma que reconocer la crisis climática equivale a rechazar “ontológicamente” el capitalismo que la alimenta. En otras palabras, en toda persona ecologista está latente la denuncia del orden económico.

Taibo especula sobre cómo podrían ser las sociedades que surjan después del colapso. Visualiza una crisis financiera, el descenso demográfico y el éxodo de las ciudades, y una fragmentación de los espacios, similar al feudalismo europeo. Además, augura una escasez de energía que podría derrumbar a las instituciones más centralizadas, como los Estados o las grandes corporaciones, las que dependen de un uso intensivo de tecnología para funcionar.

El colapso se perfila como una realidad cercana, y ciertas élites que detentan el poderío económico a nivel mundial son conscientes de ello. Taibo utiliza el término “ecofascismo” para describir cómo grupos selectos, ante la urgencia de la crisis climática, optan por acaparar los recursos naturales disponibles como preparación para un futuro post-colapso. En sus palabras, existe un diseño destinado a reforzar estructuras de poder existentes y a preservar el dominio occidental a toda costa, incluso si eso significa excluir o sacrificar a poblaciones enteras.

A pesar de que los historiadores retratan los colapsos civilizatorios como eventos funestos, Taibo los contempla desde una perspectiva distinta. Para él, el brote de autonomías locales y el aflojamiento de las jerarquías pueden leerse como señales de vitalidad más que de decadencia. Taibo recurre al ejemplo de los bagaudas, campesinos rebeldes que desafiaron el orden del Imperio romano y fundaron sus propias aldeas en regiones montañosas y boscosas, por allá por los siglos III y X. En América Latina, podemos mencionar los quilombos o comunidades de esclavos cimarrones en Brasil y Centroamérica durante el período colonial.

II

El último capítulo, el más extenso, es una arremetida de Taibo contra un libro de Emilio Santiago, un antropólogo español que antes se alineó con el anarquismo y ahora integra un partido progresista. Nada muy inspirador. Taibo denuncia sin piedad a su contraparte con citas más o menos antojadizas, para acusarlo de un sinfín de pecados. De hecho, no vale la pena profundizar aquí: es el clásico “debate” –mala costumbre de las izquierdas tristes– que apenas disimula una lucha de egos masculinos.

Este apartado final no desmerece la obra en su conjunto, pero deja en claro que la escritura de Taibo está marcada por orientaciones que chocan: una que busca abrirse al mundo y otra que tiende a encerrarse en su caparazón. Aunque Taibo aborda con inteligencia el tema de la ecología, quizá el más relevante y extenso de nuestros tiempos, a veces lo reduce a una visión anarquista dirigida a nichos. No es solo que la ecología no quepa en los escritos canónicos de Bakunin y compañía, sino que los principios de apoyo mutuo o autogestión son comprensibles y valiosos por sí mismos, sin necesidad de encerrarse en un contenedor. Taibo vacila entre asumirse como un divulgador, que se dirige a las fuerzas vivas en general, y un ideólogo que se confina dentro de los límites de su tribu.

Ahora bien, es cierto que Taibo habla de ecología libertaria y no anarquista, y él mismo hace hincapié en esta distinción. El anarquista –dice– absorbe las enseñanzas de los clásicos, y abraza los principios de autogestión, apoyo mutuo y acción directa. En cambio, define como libertario a quien se entrega de manera espontánea a estas causas, sin necesidad de adentrarse en la doctrina. Taibo, como trapecista, busca equilibrar tendencias de repliegue y despliegue, el peso del pasado y novedades del presente. Sin embargo, la fórmula parece forzada –“anarcocéntrica”–, porque pretende anular lo distinto en los términos de lo conocido.

El problema no es tanto que Taibo sea anarquista sino más bien que parece empotrado en la “ontología de las militancias”. Me refiero a ese afán por encasillar las ideologías en compartimentos, como si uno eligiera una etiqueta y luego modelara su personalidad a su imagen y semejanza. Esta vieja costumbre genera burbujas, socialistas por aquí y anarquistas por allá, mundos paralelos que no se tocan. Vicente Huidobro escribió en verso “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. En el caso de Taibo, su pasión militante alcanza el punto de que no distingue entre teoría y activismo; su análisis social emana de su ideología política, y viceversa.

Por supuesto, hay quienes celebran a los intelectuales que encajan de una sola pieza. Sin embargo, debo confesar mi escepticismo y mis deseos de oponer a la ya caduca geometría de las militancias una noción de “promiscuidad política”. No por capricho, sino porque hoy son los movimientos sociales los motores de las aspiraciones populares. Y estos crecen a medida que se articulan los grupos y se hibridan las ideas. Por eso, antes que camisas de fuerza –o piezas de museo–, es deseable concebir las tradiciones de ideas como fuentes para activar la imaginación y forjar nuevas sinergias.

Se requieren intelectuales fronterizos, capaces de tender puentes que crucen visiones ideológicas, y también culturas. En este sentido, el libro de Taibo no dialoga con autores latinoamericanos. Si bien es cierto que esta omisión es común entre los escritores europeos, resulta algo desconcertante tratándose de un español, cuya lengua está más viva en América Latina que en su país. Aunque Taibo menciona el concepto del Sur, pareciera imaginar geografías mudas, desprovistas de voces propias. Esto se refleja en una bibliografía que se centra casi exclusivamente en obras publicadas en Madrid, algunas en París y otras pocas en Nueva York.

III

De cualquier modo, recomiendo esta lectura que insta a ponernos las gafas del colapso, unos lentes que, a estas alturas, todos deberíamos tener a mano. 

[1] Historiador chileno radicado en Ciudad de México (camilo.dominguez@mail.udp.cl).