La trampa fiscal
Daniel Wortel-London[1]
Traducción de CE, Intervención y Coyuntura.
Una larga línea de teóricos fiscales críticos ha señalado los límites de la financiación de una política de emancipación mediante gravámenes a una economía regresiva. Hoy debemos prestar atención a sus advertencias.
“El Estado no puede dejar de ser un Estado de clase mientras sus finanzas públicas sigan estando vinculadas a la clase en todos los niveles”, declaró Rudolf Goldscheid, un novelista, economista y socialista austriaco, en su ensayo de 1925, Un enfoque sociológico de los problemas de las finanzas públicas. Para Goldscheid, esta atadura adoptaba la forma de la dependencia fiscal del Estado de los impuestos extraídos de los ingresos y beneficios de los ricos. Mientras que los liberales y los socialdemócratas se exaltan con los programas sociales que pueden financiarse a través de los impuestos progresivos, Goldscheid advirtió que este acuerdo proporcionaba a sus oponentes la influencia fiscal necesaria para vetar esas mismas políticas.
La crítica de Goldscheid a lo que él llamó el “Estado tributario” ha resurgido recientemente. En 2018, Stephanie Kelton, economista y destacada defensora de la Teoría Monetaria Moderna (TMM), señaló que aunque los progresistas quieran “romper los bancos” y “reducir el tamaño del sector financiero”, también quieren financiar los programas sociales a través de los impuestos de ese mismo sector. Ello, para la autora, constituye una contradicción: se dejaría a esos programas “completamente dependientes” de “lo mismo que ustedes detestan”.
Que la fiscalidad progresiva pueda servir como barrera para la transformación progresiva puede parecer contra-intuitivo en una época en la que los tipos impositivos sobre los ricos ya son criminalmente bajos y la evasión fiscal criminalmente alta. Sin embargo, el trabajo de Kelton, Goldscheid y una larga línea de teóricos fiscales críticos expone los límites de la financiación de una política de emancipación a través de gravámenes sobre una economía regresiva. Con pocas excepciones, no podemos esperar que las empresas especulativas y extractivas financien de buen agrado las reformas que conducirán a una economía verde y equitativa, es decir, que caven su propia tumba. Tampoco podemos esperar que los impuestos sobre los beneficios de estos sectores compensen la destrucción social, medioambiental y económica que causan. Sobre todo, no podemos permitir que nuestra capacidad política se vea limitada por la dependencia fiscal de nuestros adversarios políticos.
Sólo democratizando las finanzas públicas se pueden establecer y defender firmemente las políticas democráticas. ¿Pero cómo se puede hacer esto? Para los socialistas tradicionales, como Goldscheid, esto significaba desplazar el sector lucrativo y desplazar gradualmente las empresas rentables en una dirección más pública o cooperativa, permitiendo así a los ciudadanos apropiarse directamente del plusvalor. Kelton y otros partidarios de la TMM, por el contrario, argumentan que el Tesoro de Estados Unidos ya tiene el control monopólico sobre la creación y emisión de dólares estadounidenses: sólo tenemos que darnos cuenta y aprovechar ese poder para financiar el futuro que queremos.
Estas críticas aparentemente divergentes pueden unirse con fines progresistas en Estados Unidos. Podemos seguir a Goldscheid y a sus sucesores desarrollando formas de creación de riqueza pública de propiedad democrática allí donde los progresistas son actualmente fuertes, especialmente a nivel local. Los ingresos generados por las empresas públicas y cooperativas pueden entonces empezar a desplazar a los sectores FSBRE[2] (Finanzas, Seguros y Bienes Raíces) y tecnológico como base fiscal de las administraciones progresistas, generando al mismo tiempo nuevas circunscripciones para la política progresista. La mayor capacidad política y económica generada a través de estas empresas puede situar a los progresistas en una mejor posición para impulsar la adopción de los principios de la TMM a nivel nacional, abriendo así plenamente el horizonte fiscal para las políticas que necesitan nuestras comunidades, nuestro país y nuestro planeta.
Auge y caída del Estado fiscal
El escepticismo de Goldscheid hacia el “Estado fiscal” no fue compartido por su contemporáneo y compatriota Joseph Schumpeter, quien escribió una refutación apreciativa de las ideas del socialista en 1918. “Este tiempo pertenece a la empresa privada”, argumentó Schumpeter, “y con la empresa privada la hora también pertenece al Estado fiscal”. Sin embargo, rindió homenaje al punto más amplio de Goldscheid: los impuestos no son simplemente el “precio que pagamos por la civilización”, sino que son específicamente el precio que pagamos por la civilización capitalista.
En la época feudal, señaló Schumpeter, los ingresos de la nobleza europea dependían de las rentas, más que de los impuestos, procedentes de los campesinos cuyas tierras poseían. Sin embargo, entre los siglos XIV y XVIII, las interminables guerras llevadas a cabo por esta nobleza (y los estados que la sustituyeron) requerían una fuente de financiación más dinámica y rentable. Los economistas políticos liberales, como Adam Smith, tenían una solución: si el crecimiento económico se producía con mayor rapidez y eficacia en el sector privado competitivo, a los gobernantes les convenía contratar sus propiedades productoras de ingresos y limitar su financiación estrictamente a los impuestos procedentes de la floreciente actividad del mercado. Así, la expansión capitalista y el poder se basaban en el despojo y la deslegitimación de las empresas estatales rentables, así como los campesinos habían sido despojados de sus bienes comunes y artesanos de sus monopolios gremiales durante la época.
Por regla general, los capitalistas han estado dispuestos a proporcionar ingresos públicos en la medida en que dichos ingresos les sean devueltos, en última instancia, ya sea mediante subvenciones directas o mediante un gasto que promueva la acumulación y la protección de la propiedad, como la construcción de infraestructuras o la financiación de las fuerzas policiales. Cuando los impuestos se usan para financiar servicios menos evidentemente beneficiosos –especialmente bienes sociales dirigidos a las clases trabajadoras– los capitalistas han sido mucho más reacios a pagar. Sin embargo, ha habido momentos en que las ideologías cambiantes dentro y las relaciones de poder sin el sector lucrativo han facilitado usos más progresivos de sus ganancias. Esto ocurrió de manera más notable a mediados del siglo XX, cuando muchos servicios sociales descompuestos coexistieron con un sector privado altamente rentable en gran parte del Norte Global. Entre las presiones de una mano de obra sindicalizada más densa que operaba en condiciones de pleno empleo, las empresas cuyas esferas de alto mando permanecían relativamente delimitadas geográficamente, y los paradigmas de crecimiento económico al menos algo receptivos a los modelos del lado de la demanda en lugar de los del lado de la oferta, el Estado fiscal fue capaz de proporcionar tanto armas como mantequilla en mayor medida que nunca antes. (Las cosas eran mucho más tensas a nivel local en Estados Unidos, donde el temor de los blancos al gasto público en favor de otras razas era una fuente perenne de conflicto político).
La década de 1970 marcó el principio del fin del Estado fiscal progresivo. Se produjo una desaceleración secular del crecimiento económico en todo el mundo occidental, justo en el momento en que los trabajadores envalentonados exigían un aumento de los servicios sociales. En respuesta, una nueva generación de teóricos críticos de inspiración marxista, como James O’Connor, Claus Offe, Roger Friedland y Frances Fox Piven, resucitaron el tipo de análisis fiscal radical iniciado por Goldscheid. Mientras que los conservadores culpaban a los programas sociales liberales y a las regulaciones empresariales de las crisis de las finanzas públicas, estos teóricos creían que era el sector empresarial, lento y poco dispuesto, quien estaba acelerando las crisis fiscales y restringiendo indebidamente las arcas públicas, y que el público debía ejercer un mayor control sobre este sector para evitar que las finanzas estatales y privadas se hundieran.
Esto no es lo que ocurrió. Ante el creciente desajuste entre ingresos y gastos, muchos Estados optaron por ganar tiempo endeudándose con el sector financiero. (Para los defensores de la TMM, la verdadera historia no era el endeudamiento sino la emisión de más bonos del Tesoro en respuesta al gasto deficitario.) El endeudamiento tuvo un precio: los acreedores exigieron que la toma de decisiones económicas recayera en instituciones no democráticas y que no rindieran cuentas, desde las corporaciones de desarrollo económico local hasta los banqueros centrales y el FMI, y que los impuestos utilizados para atender los presupuestos y préstamos del sector público siguieran siendo regresivos y mínimos. De este modo, lo que Goldscheid dijo del Estado fiscal se convirtió en verdad de su sucesor, el Estado de la deuda: «El Estado se convirtió en el instrumento de las clases dominantes debido a la organización fiscal que le impusieron».
El poder de destruir
La visibilidad de la riqueza privada en medio de la miseria pública hace que gravar a los ricos sea un método aparentemente sensato para pagar los servicios sociales. Los defectos de nuestro actual sistema fiscal son tan evidentes que su corrección puede servir a varios objetivos estratégicos para la izquierda, y no hay duda de que el aumento de los ingresos fiscales que tales movilizaciones pueden reclamar es muy necesario para los ciudadanos que dependen del sector público para obtener bienes y servicios.
Sin embargo, esto no nos exime de la obligación de tener claro cómo esas campañas bien intencionadas para gravar a los ricos pueden reproducir su poder en lugar de desafiarlo. Conocemos demasiados ejemplos de cómo, cuando los progresistas capturan un ayuntamiento, una cámara estatal o incluso un gobierno nacional, la dependencia del sector público de los actores ricos en recursos para obtener ingresos o préstamos da a las élites económicas poder de veto sobre la mayoría democrática. Como afirmaba Frances Fox Piven en un ensayo conjunto de 1977: “mientras la financiación del Estado dependa de los impuestos (o de la deuda pública con intermediarios financieros privados), su autonomía está limitada por la necesidad de evitar políticas que puedan afectar a la acumulación de capital”. En lo que respecta a las políticas progresistas, el viejo dicho sobre que el poder de gravar implica el poder de destruir debería invertirse: el poder de gravar es a menudo, en manos de los ricos, el poder de destruir.
Por supuesto, la historia está plagada de ejemplos en los que los sindicatos, los movimientos sociales y otros vehículos de poder compensatorio han sido capaces de obligar a los ricos a pagar por bienes públicos de los que no se benefician directamente. Además, como el historiador Adam Tooze analizó recientemente, el poder de los «vigilantes del mercado de bonos» para imponer la austeridad parece estar obsoleto tras el gasto deficitario impulsado por la COVID-19 en todo el mundo. Sin embargo, no podemos poner el carro antes que el caballo: la progresividad de un Estado fiscal depende en gran medida del equilibrio de poder fuera de él, y hasta que la izquierda no aumente sustancialmente su poder, no podemos esperar que incluso las finanzas públicas ampliadas se utilicen para nuestros propósitos durante un tiempo considerable.
Sin embargo, a un nivel más profundo, deberíamos cuestionar si la captación de los beneficios de las poderosas corporaciones y de los individuos ricos puede compensar el daño económico y político provocado por sus operaciones. Los economistas son cada vez más conscientes de que los subsidios exigidos y las externalidades generadas por los modelos tradicionales de desarrollo económico “por goteo” –parques de oficinas en expansión, viviendas de lujo especulativas, estadios deslumbrantes, todos ellos destinados a inversores potenciales en lugar de a los residentes actuales– socavan las finanzas locales en lugar de estabilizarlas, incluso cuando sus usuarios y ocupantes desplazan a las mismas comunidades marginadas a las que los progresistas pretenden servir. A nivel estatal y nacional, la dependencia fiscal de los sectores extractivos y “demasiado grandes para fracasar”, basada en la canibalización de las empresas y los empleos de la clase media y trabajadora, es económicamente insostenible y políticamente destructiva para la izquierda. Para los progresistas, depender fiscalmente de los mismos desarrollos económicos cuya existencia desplaza a sus electores, cuyos propietarios impugnan su agenda política y cuyas operaciones socavan sistemáticamente las finanzas privadas y públicas es profundamente contraproducente.
No obstante, para miles de comunidades de la clase trabajadora que luchan contra la crisis simultánea de las finanzas públicas y el declive económico en todas las partes del país, la perspectiva de un crecimiento centrado en las empresas –por muy borrosos que sean sus beneficios o perjudiciales sus consecuencias– es preferible al desempleo, los impuestos regresivos, la quiebra privada y el impago público. Si los progresistas no son capaces de hablar de estos temores, sus críticas a los métodos tradicionales de desarrollo económico y financiación pública serán ignoradas, y con razón.
Afortunadamente, hay formas de financiar el sector público que pueden fortalecer las economías locales, ampliar las filas de la izquierda y sustentar las políticas que todos necesitamos.
Control popular sobre el crecimiento económico
“Un Estado sin propiedad”, argumentaba Goldscheid, “puede ser conquistado políticamente por los trabajadores durante un tiempo, pero no puede ser sostenido económicamente a largo plazo”. Su solución era que el público reclamara la propiedad directa de las empresas rentables –en todo, desde la tierra y el tránsito hasta la energía y las finanzas– y eliminara así el «poder de la bolsa» que tenía el sector privado. El control popular sobre el crecimiento económico, libre del espectro de los impuestos o las huelgas de capital, era una condición necesaria, aunque no suficiente, para el control popular sobre a quién debe beneficiar ese crecimiento.
Hoy en día, un número cada vez mayor de comunidades persigue estrategias de desarrollo económico local alternativo (LEADS, en la terminología del politólogo David Imbroscio) alojadas en empresas de barrio, organizaciones sin ánimo de lucro y empresas cooperativas o de propiedad pública. Mientras que muchos progresistas valoran con razón las cooperativas y las empresas de propiedad pública por las virtudes democráticas de sus operaciones o la asequibilidad de sus servicios, es clave recordar que, también, tácita o explícitamente, contienen posibilidades de desplazar los marcos corporativos de las finanzas públicas y los modelos de crecimiento económico de goteo, y es en este punto donde reside su mayor potencial.
Las instituciones financieras estatales, como el Fondo de Seguros de Vida del Estado de Wisconsin y el Banco de Dakota del Norte, han funcionado de forma rentable durante más de un siglo, y en otros lugares se están elaborando propuestas de empresas similares. Las empresas públicas de electricidad generan actualmente más de 50.000 millones de dólares de ingresos anuales sólo en Estados Unidos, a la vez que aportan más impuestos y servicios a las comunidades a las que sirven que sus alternativas de propiedad de los inversores. Los gobiernos estatales y locales están recurriendo cada vez más a la propiedad directa en otros sectores, entre ellos el inmobiliario, las telecomunicaciones, los seguros, el comercio minorista y la inversión en acciones.
El creciente movimiento cooperativo tiene un historial de éxito similar. En 2018 hay 465 cooperativas de trabajo en Estados Unidos que emplean a 6.454 trabajadores y generan 505 millones de dólares en ingresos estimados. Más de 100 millones de estadounidenses son miembros de cooperativas de consumo rentables, que abarcan sectores tan diversos como la banca, la electricidad, la vivienda, los alimentos y los servicios públicos. En total, hay actualmente 29.000 cooperativas en Estados Unidos que representan a 130 millones de socios propietarios y generan 650.000 millones de dólares al año en ingresos. En Jackson, Mississippi, se está desarrollando toda una red de cooperativas propiedad de los trabajadores como medio para superar la injusticia racial y los retos económicos de la ciudad. Otros ejemplos, como las corporaciones de desarrollo comunitario, los fideicomisos de tierras y las empresas con programas de propiedad de acciones por parte de los empleados, demuestran que el espíritu empresarial y la eficiencia económica no son monopolio del modelo lucrativo.
Las LEADS están arraigadas en el sector público local o en la sociedad civil, en lugar de ser dirigidas por élites que no rinden cuentas, lo que significa que hay menos oportunidades para que estas empresas utilicen la amenaza de la fuga de empleos o de contribuyentes para combatir las políticas progresistas. Además, los servicios superiores y la eficiencia económica que proporcionan las LEADS pueden permitir a las administraciones progresistas ganar el apoyo de un grupo más amplio: pequeñas empresas en apuros, trabajadores subempleados y desempleados, pequeños contribuyentes interesados en reducir los gravámenes regresivos y cualquier otra persona perjudicada por los modelos de crecimiento extractivos y centrados en las empresas. El desarrollo de estas empresas también puede profundizar en los valores de la solidaridad y el apoyo mutuo que son esenciales para la construcción de una política igualitaria y que quedan subdesarrollados por el goteo de la financiación pública. Por último, al ofrecer alternativas realmente existentes a los paradigmas dominantes (e ineficaces) de la economía política, al tiempo que se refuerza nuestra capacidad cívica, política y económica, LEADS puede permitir a los progresistas obtener victorias en los niveles superiores del conflicto político e ideológico.
Dado que el sector público estadounidense ya está gastando generosamente en desarrollo económico, además, los medios fiscales y los fundamentos políticos para promover LEADS están bien establecidos y en nuestras manos. En 2018, por ejemplo, el Estado de Nueva York dispensó 9.900 millones de dólares en subvenciones para el desarrollo económico, apenas una fracción de lo que un informe de Brookings de 2018 estimó en 45.000-90.000 millones de dólares anuales de subvenciones estatales y locales. La mayor parte de estos apoyos se destinaron a los sospechosos corporativos habituales ¿Qué pasaría si parte de ella se redirigiera a agencias de desarrollo que realmente cumplen lo que prometen? ¿Y si los gobiernos locales y estatales ofrecieran a las cooperativas el mismo tipo de asistencia técnica, permisos de zonificación, preferencias de contratación, incentivos fiscales y otros beneficios que actualmente regalan a las empresas con ánimo de lucro y a megaproyectos despilfarradores como el Hudson Yards de Nueva York?
Sin embargo, tal y como han denunciado los críticos del capitalismo de Estado durante mucho tiempo, reclamar la propiedad pública o incluso cooperativa de las empresas económicas no hace nada para erradicar los peligros de la jerarquía o la explotación dentro de ellas. Tampoco, mientras estas empresas deban seguir siendo rentables, el cambio de propiedad elimina los compromisos y las tensiones que conlleva la obtención de esos beneficios. Lo que hace la propiedad democrática es ampliar el alcance de quién puede navegar por estas tensiones, al tiempo que hace que los propietarios tengan un mayor nivel de responsabilidad por sus decisiones.
Sin embargo, ¿qué pasaría si hubiera una forma de que las comunidades obtuvieran ingresos que no dependieran de las empresas públicas rentables, de los impuestos o de los préstamos del sector privado, o incluso del funcionamiento de una economía?
El dinero como utilidad pública
Para los defensores de la TMM, los gobiernos nacionales son dueños de su propio destino fiscal en virtud de su monopolio sobre la creación de moneda. El dinero con el que se pagan los impuestos no se origina en el sector privado, sino en las líneas de crédito que primero conceden los bancos centrales, que pueden ampliarse o contraerse según el Estado considere oportuno. Desde esta perspectiva, debatir si podemos «permitirnos» programas sociales expansivos es erróneo o poco sincero. El dinero está ahí. Lo único que nos limita son los recursos físicos, la inflación y nuestra imaginación.
Ver el dinero como una utilidad pública centralizada, en lugar de un recurso privado y finito, despeja el camino para una de las demandas progresistas más venerables: una garantía de empleo. Subvencionando y creando puestos de trabajo en torno a la energía verde y de paso, podemos empezar a desviar nuestra economía de su actual camino de destrucción de la tierra. Al servir como generoso empleador de último recurso, el gobierno también puede reforzar el piso salarial, las condiciones de trabajo y el poder de negociación de cada trabajador.
Además de liberar a los trabajadores de la tiranía de sus jefes, la TMM puede liberar al gobierno de la tiranía de los inversores privados y de los grandes contribuyentes. Los municipios con problemas de liquidez ya no tendrían que justificar el aburguesamiento o los megaproyectos en nombre del aumento de los impuestos sobre la propiedad, o las dádivas y subvenciones a las empresas en nombre del aumento de los ingresos por impuestos sobre las ventas. El sector público no se vería obligado a rescatar a las empresas financieras, sólo para sufrir la indignidad de tener que pedir préstamos a esas mismas empresas a tipos de interés exorbitantes para poder llegar a fin de mes. En resumen, el sector empresarial con fines de lucro ya no marcaría el tono y el ritmo de nuestra política. Los progresistas tampoco tendrían que enfrentarse a las dificultades y los compromisos de crear empresas públicas o cooperativas rentables.
Aunque la TMM podría ampliar la capacidad fiscal del gobierno, sin embargo, sólo la política determinará para qué se utilizará ese dinero. Si una flaqueza política del Estado fiscal reside en su dependencia de los que aportan los ingresos, y una de las LEADS reside en su compromiso con la rentabilidad, entonces la debilidad del Estado monetario moderno reside en su propia fuerza: la concentración del poder de creación de dinero en el gobierno nacional.
Un número cada vez mayor de defensores de la TMM está intentando reflexionar sobre los retos de la descentralización de los medios de producción monetarios a través de las monedas locales, proporcionando poder monetario soberano a los gobiernos locales, o dando poderes de ampliación de crédito a las universidades públicas. Sin embargo, en su mayor parte, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos sigue siendo prioritario como la entidad que puede «acuñar la moneda» de los sueños progresistas. Lamentablemente, el Deparatamento del Tesoro es una institución en un país cuyas instituciones nacionales -el Colegio Electoral, el Senado, un sistema de votación por mayoría- están estructuralmente sesgadas contra la infiltración progresista.
Incluso si los progresistas ganan el gobierno nacional, la ayuda federal llegará a manos equivocadas, si se entregara a regímenes locales no reconstruidos. Esto ocurrió durante el New Deal, cuando el fuerte gasto nacional a menudo se desviaba o se dirigía a los bolsillos de los agentes del poder blanco a nivel local. También ocurrió en la década de 1960, cuando las maquinarias políticas locales fueron capaces de aislar, suprimir y cooptar los experimentos de acción comunitaria financiados por la Gran Sociedad[3] a nivel nacional. Aún puede ocurrir: incluso si los gobiernos locales y estatales recibieran ayudas adicionales de estímulo bajo una administración de Joe Biden, dichas ayudas por sí solas no harían nada para detener las formas de despilfarro del desarrollo económico que practican actualmente.
La TMM argumenta de forma convincente que la austeridad es –y siempre ha sido– bogeyman[4]. Lo que queda por ver es si una aceptación más amplia de los principios de la TMM amenazará o será apropiada por los amos de nuestra economía política actual.
Una nueva economía
La teoría fiscal crítica en la línea iniciada por Goldscheid revela las profundas limitaciones del estado fiscal liberal. Cuanto más fomentamos la fiscalidad progresiva como medio de financiación del sector público, más nos arriesgamos a frustrar nuestros propios propósitos. Y sin embargo, sin impuestos progresivos, imponemos cargas regresivas a los ciudadanos de la clase trabajadora. La TMM, por otro lado, proporciona a los progresistas un enfoque del gasto público posterior a los ingresos, pero sin la suficiente capacidad política de la izquierda, este enfoque puede acabar en las manos equivocadas, beneficiando a la gente equivocada. ¿Qué hacer?
A corto plazo, los progresistas deben seguir luchando por una fiscalidad justa, pero al mismo tiempo debemos utilizar parte de esos ingresos para situar nuestras finanzas públicas sobre una nueva base. Proporcionando recursos a las comunidades de la clase trabajadora de una forma que el sector empresarial con ánimo de lucro no está dispuesto ni es capaz de ofrecer –y con más preocupación por la equidad social y la sostenibilidad medioambiental de lo que jamás podrían las empresas dominadas por los accionistas–, LEADS puede asegurar y ampliar la capacidad fiscal y política de las administraciones de izquierdas. Esto proporcionará a los progresistas una mejor base para luchar e implementar las prácticas de la TMM a una escala más amplia, de la misma manera que las coaliciones políticas locales, en torno al desarrollo económico promovido públicamente, proporcionaron el sustento para las rupturas keynesianas en la ortodoxia fiscal a nivel nacional durante los años 30 y 40. Mientras que la máquina de crecimiento keynesiana contribuyó a sentar las bases de nuestra actual economía extractiva, la TMM puede utilizarse para la transición de nuestra economía a una construida sobre líneas sostenibles y equitativas.
No podemos permitirnos esperar. En los próximos años, veremos cómo un número creciente de gobiernos se oponen a lo que queda del Consenso de Washington a través de restricciones populistas al libre mercado, acuerdos de gobierno de tipo corporativistas y políticas monetarias expansivas. Sin embargo, al igual que con las estrategias de crecimiento keynesianas, las valencias políticas de estos desarrollos están abiertas. Si los autoritarios xenófobos y los populistas de derechas captan los beneficios de desafiar el neoliberalismo y la austeridad pública, nos esperan tiempos oscuros. Para que la izquierda tenga la capacidad política de aprovechar la profundización de la crisis del neoliberalismo, debemos empezar a restaurar la vitalidad económica de nuestras comunidades y gobiernos locales donde ya somos fuertes ahora y construir hacia arriba. No basta con exigir los bienes; tenemos que empezar a entregarlos.
Necesitamos una nueva economía que sea socialmente productiva, democrática en su funcionamiento y equitativa en sus resultados. No necesitamos depender de los impuestos a los ricos para establecerla. Aprovechar las posibilidades de la propiedad colectiva y de la TMM, y colocar nuestras finanzas públicas sobre una base nueva y más sólida, es abrir nuestro horizonte político más allá de los falsos dilemas impuestos por los actuales titulares de la economía. Sin embargo, esto sólo hará más crudo un dilema más antiguo y mayor: entre el deseo individual ilimitado y los recursos limitados del planeta. Si el dinero y sus amos no tuvieran nada que hacer, ¿seríamos capaces de separar nuestras necesidades de los deseos para evitar la quiebra de nuestro entorno? ¿Seríamos capaces de desarrollar un marco común por el que pudiéramos adjudicar y justificar las demandas separadas de una tierra compartida? Sólo si se establecen líneas de cooperación en nuestras finanzas públicas podremos llegar al punto en el que estas preguntas puedan responderse con veracidad y de forma afirmativa.
[1] Este ensayo fue originalmente publicado por la la revista Dissent Magazine (https://www.dissentmagazine.org/article/the-tax-trap) y es reimpreso con el permiso de la University Pennsylvania Press. This essay was originally published by Dissent Magazine and is reprinted with permission of the University Pennsylvania Press.
[2] En inglés: Finance, Insurance, and Real Estate (FIRE).
[3] Se refiere a los programas sociales impulsados por Johnson en 1964-1965.
[4] Hombre del saco. Se refiere a una leyenda de un monstruo que los padres cuentan a los hijos para modificar sus conducta.