La politización de la justicia

Pedro Marañón
Los integrantes de la estructura institucional para la impartición de justicia suelen considerar con mucha facilidad, y sin mayor esfuerzo reflexivo, que existe una separación ontológica y deseable entre la justicia y la política. Formados como técnicos especialistas en el arte oscuro de interpretar la norma, al menos desde la aprobación a nivel federal de los códigos civil y penal a finales del siglo XIX, también se les inculcó la fe en su inmaculado actuar. Tal dogma les sirve como estandarte cotidiano para exigir tributo y adoración a su templo, a sus acólitos y a sus sumos sacerdotes jurídicos. Si se tiene en cuenta ese escenario resulta comprensible verlos vociferar “adefesio”, “sacrilegio” y “dictadura” ante la idea de elegirlos mediante el voto popular y no a través de crípticos ritos de insaculación, más propios de las sectas. Sin embargo, conforme descendemos de esas alturas y penetramos en las profundidades del infierno en que viven los grupos marginados —superiores infinitamente en número— constatamos que la política y la justicia son hermanas siamesas que disputan y se aman con rabia.
El temor a caer en las garras del sistema judicial invade el alma de la hermandad de los descalzos generación tras generación. Pese a las precauciones que toman —los famosos subalternos— no es raro que alguno de ellos caiga en desgracia. Saben de sobra que sólo existen dos maneras de escapar de ahí: el dinero y las influencias. Con mucha frecuencia, y después de incontables esfuerzos, logran aportar en su defensa alguna de las dos y, con esa misma constancia, resultan inútiles. Los centavos que reúnen son una limosna en el bolsillo de ministerios y abogados; las influencias que pueden convocar son pírricas en comparación con el poder absoluto del señor juez, del señor ministerio público, del señor carcelero. Los únicos que están por encima de esos númenes son los cacicazgos políticos o los ricos de la región; estos actúan como titiriteros y, generación tras generación, la hermandad de los descalzos ha buscado su protección aun cuando saben que son el origen de su perdición. Para ellos, el Estado de Derecho es un conjunto de normas establecidas a fin de perpetuar el poder político y la riqueza de un grupo minúsculo —generalmente autoritario y violento—. Su última esperanza siempre ha sido tomar el poder político.
Más allá de los casos civiles, penales y mercantiles individuales, la legión de marginados ha enfrentado colectivamente el poder político de la justicia. Con base en discursos de progreso y modernidad hemos visto cómo empresarios y partidos políticos han despojado a comunidades enteras de sus tierras, aguas y paz social. Voraces, también han implementado terrorismo inmobiliario en las grandes ciudades, han intentando privatizar la educación y exprimir hasta el límite los más mínimos derechos laborales de millones de trabajadores. En respuesta, a los agraviados no les han quedado otra opción que unirse, organizarse y actuar políticamente en las calles con actos de resistencia. El despliegue de esas tácticas se basa en la constatación de que el poder político negoció el Estado de Derecho a cambio de dádivas económicas. Por ello, no les queda otra opción que construir un poder político popular que les permita renegociar la legalización de los despojos y defender su derecho a sobrevivir. Nuevamente la política y la justicia en coexistencia.
Hasta hace seis años, esos grupos políticos nacionales y regionales impedían a toda costa la incorporación de nuevos cuadros tanto en sus partidos como en el gobierno. El triunfo del Movimiento de Regeneración Nacional rompió con ese hermetismo y abrió las puertas para que miles de individuos refrescaran el escenario político y la estructura de gobierno [claro, en los primeros años se pagaron costos por su inexperiencia y atestiguamos incontables boicots perpetrados por quienes fueron desplazados]. Del mismo modo, la elección judicial ha representado una hecatombe en el modus vivendi de varias familias de encumbrados abogados (castas jurídicas), de clanes profesionales alojados en universidades privadas y de mafias enquistadas en el sistema judicial. Como en el caso de los políticos, estamos viendo acciones dolosas que manifiestan su reticencia para abandonar el privilegio que los había insaculado como verdaderas divinidades. Pero además, tenemos enfrente un nuevo escenario de politización de la justicia.
Desde el 30 de marzo iniciaron las campañas federales de candidatos a ocupar algún cargo en tribunales de disciplina, en juzgados y en la Suprema Corte de Justicia. Ha sido un comienzo lleno de tropiezos, ridículos y frases cancinas (desde aquel que está más preparado que un chicharon hasta quienes prometen presteza y celeridad en los juicios) y han caído en manos de mercachifles que pretender venderlos como productos chatarra mediante frases e imágenes estridentes. También hay candidatas y candidatos que han guardado absoluto silencio. Ello no es para nada sorprendente, la actual situación les ha obligado a salir de sus despachos para buscar la manera de obtener el mayor número de votos luego de haber sido auscultados por tres comités de selección. Del otro lado, entre el electorado, cunden las incógnitas; saben bien que habrá elecciones pero carecen de información sobre la estructura de aparato judicial y de los candidatos. Como en otros casos, varias fuerzas políticas apostarán por algún candidato que recibirá “sorpresivamente” cuantiosos votos el día de la elección. Estas situaciones son comprensibles dando el panorama previo; en cambio también se ha abierto una posibilidad de aspirar a alcanzar un poco de justicia.
La violencia criminal, las desapariciones forzadas, la miseria, las profundas desigualdades y demás injusticias que padecemos hicieron urgente un cambio en el sistema judicial. El primer paso ha sido romper el oscuro y sectario sistema de elección de quienes imparten justicia y, con ello, se ha fragmentado un mito: la separación de la política y la justicia. Esperemos que los candidatos entiendan y asuman el papel histórico que les ha tocado encabezar. No basta con llamar al voto, es necesario que construyan un discurso y reflexiones políticas densas acerca de cómo el sistema judicial va a aminorar las injusticias. En la experiencia política reciente tenemos ejemplos de por dónde podrían comenzar: la separación del poder económico del poder político; que no haya jueces ricos entre ciudadanos pobres y por el bien de todos primero los pobres. Ello sin mencionar las profundas y extensas experiencias de comunidades que organizan sus propios modos de justicia mientras luchan por sobrevivir.