¿Por qué le tienen miedo a la democracia? Los mecanismos de control en las universidades

Marco Antonio Molina Zamora

Profesor investigador, UAM Xochimilco

En los últimos días hemos visto dos situaciones aparentemente aisladas pero que en realidad son parte del mismo fenómeno. Por un lado, el intento en la UNAM de reformar el artículo 15 del Reglamento del Tribunal Universitario, para criminalizar la participación política de los estudiantes. El reglamento colocaba las pintas y “actos vandálicos” en el mismo nivel que el narcomenudeo. Y se sancionaba con la expulsión de los estudiantes. Después de las protestas que esta medida provocó, la UNAM decidió echar atrás la modificación, lo que tendrá que ratificarse en su Consejo Universitario, el mismo que la aprobó.

En la UAM Azcapotzalco, una comisión del Consejo Académico aprobó un dictamen para la creación de un Instructivo para la seguridad en las instalaciones de la Unidad Azcapotzalco. Después de la aprobación por el pleno del Consejo, las reacciones por parte de la comunidad fueron, igual que en la UNAM, asambleas y paros, algunos indefinidos y otros temporales. El Consejo Académico de la unidad se vio orillado a convocar a una sesión extraordinaria para reconsiderar el caso. Es decir, las autoridades universitarias, en ambas universidades, primero aprueban medidas autoritarias que, ante el rechazo de la comunidad, después deben retractarse. Es obvio suponer que, sin la participación estudiantil, estas medidas quedarían para su posterior aplicación y pleno control de cualquier movimiento contrario a sus intereses. Una especie de legislación al estilo “prueba y error”.

En ambos casos se trata del mismo problema, la criminalización de la protesta y la participación estudiantil en la vida pública —y por lo tanto política— en la universidad. Los órganos colegiados, a partir de la votación de sus integrantes, a veces incluso con representantes de todos los sectores —académicos, estudiantes, autoridades y trabajadores administrativos—, votan por legislaciones represivas y autoritarias. Buscan disuadir, de manera simulada, pretextando la seguridad o la convivencia ordenada, la disidencia dentro de la comunidad.

Por otro lado, pero paralelamente, los cambios que ha habido en los últimos años en cuanto a la carrera académica de los profesores universitarios son el equivalente a lo antes expuesto. Un sistema académico administrativo —en el que los estímulos económicos que compensan la precariedad salarial están asociados con la productividad— es la mejor forma de mantener el control de los profesores. Estimular la actividad de los profesores para que acumulen puntos para los estímulos económicos es una manera de mantenerlos ocupados —y con poco tiempo y ánimos para la participación y la disidencia política.

En el contexto del neoliberalismo, se ha organizado el trabajo universitario para que los ingresos estén vinculados directamente con la producción y con la participación colegiada de los académicos. Esto ha resultado de manera indirecta en una menor participación política y, por lo tanto, en una menor democratización de la vida universitaria. Los profesores están más ocupados en alcanzar los puntos necesarios para los estímulos económicos y, con eso, queda poco espacio para participar en la vida política de la universidad. Aunque no se diga abiertamente, también hay profesores preocupados por que su participación política pueda tener repercusiones en la manera en como son evaluados por autoridades y colegas —en las comisiones dictaminadoras— y que esto redunde en la suspensión o reducción de sus estímulos económicos.

No es coincidencia que en las universidades públicas más grandes del país —la UNAM y la UAM, aunque otras universidades siguen el mismo esquema para sus órganos de gobierno—la elección de sus autoridades no se haga por la vía democrática, con una votación directa, sino a partir de los votos de consejos o colegios académicos. Se dice que dichos órganos representan a diferentes sectores de la comunidad, aunque tampoco son electos de manera directa. Como en otros asuntos, estos ejercicios “democráticos”, al final de cuentas son sólo una simulación. Por lo común solo reflejan los intereses de pequeños grupos de poder. Órganos colegiados que responden a los intereses de las élites que los conforman, y que son los que eligen, ellos sí de manera directa, a las autoridades universitarias. En la UNAM la Junta de Gobierno necesita diez votos, de los quince posibles, para elegir al rector de toda la universidad. Con una población de más de 370 mil estudiantes, 42 mil profesores, entre definitivos y de asignatura, y casi 30 mil trabajadores, diez (10) personas son suficientes para elegir al nuevo rector.

El argumento que he escuchado, cuando se toca el tema, es que la democracia directa tiene el riesgo de que la gente sea manipulada. Que los estudiantes, tan jóvenes e inocentes, puedan ser engañados por malos candidatos que terminen perjudicando a la universidad. Si nos damos cuenta, son los mismos argumentos que la derecha expone respecto a los últimos resultados electorales en México. Los resultados electorales y los altos índices de aceptación del presidente anterior y la presienta actual, sólo pueden explicarse por la ignorancia y falta de inteligencia de sus votantes –dicen los analistas de derecha.

Pero si lo pensamos fríamente, ¿qué es más fácil de hacer, manipular a toda una masa de universitarios, o comprar la voluntad de unos cuantos consejeros con derecho a voto? En la UACM se vivió una crisis por la falta de esta democracia directa, y justo por los riesgos reales de la democracia representativa. En el 2018, el Consejo Universitario votó por la elección de uno de los candidatos. En las consultas y auscultaciones había ganado otra candidata. Pero en la sesión que se votó la designación, los estudiantes consejeros votaron en contra de lo que sus representados les habían mandatado. La compra de votos fue evidente —además de que se saltaron el procedimiento que pedía un voto razonado, argumentado, por cada uno de ellos. Eso dio lugar a un movimiento que meses más tarde terminó con la destitución del rector y su inhabilitación para futuros procesos.

Esta democracia indirecta que se ejerce en las instituciones de educación superior es muy útil para preservar los derechos y privilegios de las élites universitarias. Por eso se requieren mecanismos de control para evitar la disidencia y la insurrección en la comunidad. Los reglamentos punitivos —restrictivos de los derechos a la libre expresión y manifestación— así como la lógica en la que se inscribe el trabajo académico —que mantiene a los docentes en una carrera permanentemente para alcanzar las zanahorias de los estímulos económicos— resultan muy convenientes para las autoridades.

La paradoja es: ¿no deberían ser las universidades públicas —donde están, se supone, la vanguardia de los conocimientos científicos y los valores éticos de un país— el modelo de un sistema democrático? ¿Dónde esperaríamos ver lo mejor de la vida intelectual de un país, que en una universidad? En este momento, en EEUU, es la universidad de Harvard la que ha dado el mejor ejemplo de resistencia ética y digna frente a la brutalidad e ignorancia trumpista. En México no estamos viendo algo equivalente. ¿Por qué, entonces, las autoridades universitarias le tienen tanto miedo a la democracia?