La obra primera de Pablo González Casanova*
Françoise Perus
Hay libros cuya fortuna, ligada a su carácter oportuno y necesario, suele opacar las demás obras de su autor, cuando no a sesgar la visión de conjunto de la trayectoria intelectual de este último. Tal es el caso de La democracia en México (México, Era, 1965), cuya relevancia relegó a segundo plano los trabajos anteriores de Pablo González Casanova, al punto incluso que ni él mismo se preocupó de dar a conocer la investigación histórica con la que se graduó de doctor en Letras por la Sorbona en 1949, ni de reeditar la mayoría de las obras suyas que corresponden a esta primera fase de su trayectoria académica e intelectual.
Su Introduction à la sociologie de la connaissance de l’Amérique espagnole à travers les données de l’historiographie française constituye sin embargo un valiosísimo aporte al conocimiento de la historiografía francesa de los siglos XVI, XVII y XVIII en su relación con la América española. Pero es además y al mismo tiempo una contribución de primer orden en este ámbito fronterizo en donde confluyen la sociología del conocimiento, la «historia de las ideas» y la «historia de las mentalidades». Más aún, en esta época nuestra de suspicacia respecto de la historia y las «verdades» que pudieran extraerse de ella para el presente, la démarche que preside esta investigación primera de Pablo González Casanova no ha perdido nada de su actualidad, por las dos preocupaciones fundamentales que la guían: el rechazo de cualquier concepción metafísica en la elaboración de nuestros instrumentos conceptuales de análisis, y la convicción de que la historia no es sólo pasado, sino también y sobre todo una de las dimensiones activas –vivas– de cualquier presente. Inscritas desde el inicio en el quehacer del sociólogo mexicano, estas dos preocupaciones fundamentales, que conllevan una clara ubicación respecto de las múltiples formas del neopositivismo predominante en las ciencias sociales (dentro y fuera de América Latina) y una particular concepción –para nada caduca– de la «verdad» en historia, han permanecido como constantes en su larga y variada trayectoria intelectual.
De esta trayectoria, sólo abordaremos aquí la primera parte, anterior a La democracia en México, haciendo hincapié en los trabajos históricos y «literarios», por ser éstos más de nuestra incumbencia (dejando de lado el Estudio de la técnica social, México, UNAM, 1958), y por considerar que son esta frecuentación y esta relación primeras con la historiografía y la literatura –desconocidas, olvidadas o minimizadas– las que confieren a la obra de conjunto de Pablo González Casanova su sello y su orientación particulares. Por lo mismo no queremos dejar de agradecer al autor el habernos facilitado el acceso a varios de sus trabajos difíciles de hallar, y en particular al texto inédito de su tesis de doctorado.
Un mismo horizonte –el de la Independencia americana a principios del siglo XIX– y una misma interrogación –acerca de la gestación y las formas culturales del movimiento independentista– confieren unidad a las primeras grandes investigaciones de González Casanova: lntroduction à la sociologie de la connaissance –ya mencionada–, El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII (México, COLMEX, 1948), Sátira anónima del siglo XVIII (en colaboración con José Miranda, México, FCE, 1953), Una utopía de América (México, COLMEX, 1953) y La literatura perseguida en la crisis de la colonia (México, COLMEX, 1958).
Este afán por desentrañar los orígenes y las virtualidades del movimiento independentista y el lugar y papel de la cultura y la producción intelectual en dicho movimiento, entroncará después con otro desvelo: el de la posibilidad de un tránsito de la independencia política y formal respecto de España hacia la independencia real del subcontinente americano respecto de sus nuevas metrópolis, los Estados Unidos de Norteamérica en particular. La publicación, ya en 1955, cuando aún no había abandonado sus investigaciones acerca del siglo XVIII mexicano, de La ideología norteamericana sobre inversiones extranjeras (México, UNAM/IIE) da cuenta de la unidad de la empresa intelectual de González Casanova a la vez que de su atención a las grandes tendencias del movimiento histórico. Es significativo sin embargo que haya abordado el problema de la dominación norteamericana a partir de una reconstrucción de las concepciones ideológicas que guían su política económica hacia la América Latina. Muestra una vez más la importancia que otorga a los factores ideológicos y culturales en los procesos históricos, y el valor atribuido a su exploración.
La infatigable labor de investigación de Pablo González Casanova se inscribe sin duda en el movimiento general de las luchas de liberación del Tercer Mundo, que han marcado tan profundamente la segunda mitad de este siglo nuestro que pareciera terminar, si no necesariamente con la irremediable derrota de las mismas, al menos con su repliegue manifiesto. Pero en la inscripción de su propia labor en este movimiento histórico general, el historiador y sociólogo mexicano nunca dejó de privilegiar el diálogo por encima de la contienda, la atención a la palabra «ajena» por encima de la reiteración de «verdades» prefabricadas que, en muchos casos, no pasaban de ser la otra cara de las «verdades» impugnadas. Como si el historiador –huésped asiduo de archivos y bibliotecas y lector incansable– le hubiera recordado siempre al sociólogo –inclinado hacia la filosofía y la acción políticas– que los procesos históricos no son nunca ni lineales ni unívocos; que lo político no es una «variable independiente» de la cultura, ni tampoco una forma abstracta y siempre idéntica a sí misma; y que por tanto la política no puede convertirse en sustituto de la cultura sin consecuencias desastrosas. Ha de ser su mejor expresión. Guiada por una atención específica a la dimensión material de la cultura, entendida ésta como portadora de acción, la obra de González Casanova vuelve a recordarnos que dicha «materialidad» no puede ni desconocerse ni violentarse. Para seguir siendo portadora de vida, necesita recrearse constantemente en un diálogo abierto con el pasado y con la voz del «otro», de cara a nuestro presente histórico.
Su primer diálogo intelectual lo entabló el investigador mexicano con el misoneísmo imperante en el México del siglo XVIII, buscando desentrañar las intrincadas vías por las que intentaba entonces despuntar lo que el mismo autor llama la «modernidad cristiana». Por «modernidad cristiana» entiende la redefinición paulatina y compleja de la sensibilidad y la filosofía cristianas bajo el influjo de la racionalidad moderna proveniente de la Ilustración. Pero esta indagación no se concibe como «influencia» del racionalismo de las Luces en la cultura mexicana, ni como contraposición de dos sistemas de pensamiento o dos filosofías enfrentadas. Consiste más bien en investigar las condiciones propias en que las élites intelectuales mexicanas de la época se fueron apropiando de aquel nuevo horizonte desde y en contra de la escolástica entonces predominante; en delinear las formas específicas que adquirió dicha apropiación; en ponderar sus alcances y sus limitaciones; y en esbozar su evolución posterior, luego de la independencia. El término «modernidad cristiana», acuñado por el autor con base en su investigación histórica, sintetiza la particularidad de la entrada de la Nueva España en la «modernidad» (en el sentido cultural de la palabra), y proporciona bases esenciales para la comprensión de otros fenómenos culturales y políticos ulteriores.
Al cabo de una investigación que no por casualidad tiende a hacer hincapié en el estudio de las formas del misoneísmo –esto es de la filosofía con la que menos se identifica el investigador («Un estudio de nuestra modernidad requiere tener presente a la Ilustración europea, para explicar sus objetivos y sus causas circunstanciales, pero si se quiere comprenderla totalmente, y advertir sus percepciones y delimitaciones, es necesario dejarse guiar por la filosofía cristiana, que originalmente la guió», p. 170)–, el autor se detiene en la siguiente distinción terminológica:
El término ilustración aplicado a la modernidad mexicana del siglo XVIII, podría no ser adecuado de pretender ajustar ésta totalmente a la modernidad europea de la época; pero en gran parte le es aplicable, y las variantes que se encuentran entre una y otra, por muchas y muy distintas que parezcan ser, no las distinguen a tal grado que sea necesario repudiarlo totalmente.
La Ilustración mexicana del siglo XVIII se diferencia de la europea, en términos generales, más por enfrentarse a problemas a que aquélla se había enfrentado con anterioridad, que por otra causa. Las circunstancias históricas son las principales determinantes de la variación, y si las ideas suelen ser distintas, si se las compara a igual nivel de tiempo, son semejantes si no se repara en la evolución ideológica habida entre el siglo XVII y el XVIII. Pero la Ilustración del siglo XVIII mexicano comprende problemas abandonados ya en esa época en Europa, muy semejantes a los que pudieron plantearse Descartes, Gassendi y Malebranche, y problemas que eran motivo de preocupación en Europa durante esos años. Esto, en parte, y sobre todo la diferencia que se hizo notar en la Península y en la Nueva España, entre filósofos modernos y «hombres ilustrados», nos inclinan a ser cuidadosos en el empleo de los términos.
[…] Sin duda los filósofos modernos cristianos estuvieron en contacto directo con todo su siglo, recibieron y difundieron ideas propias de él, amaron el progreso y la naturaleza, se entregaron a estudios de ciencia experimental, sublimaron el valor de la física; pero ni en lo político, ni en la ética, ni en la metafísica, variaron notablemente sus opiniones. Y como formaban un grupo con ideas fundamentales afines, el término modernidad alcanzó una precisión que hacía muy difícil confundirlo con el término ilustración.
Y, pues si ellos, en forma indubitable, se llamaron a sí mismos filósofos modernos cristianos, a su filosofía moderna, y a su tendencia modernidad, diferenciándose de los filósofos de la Ilustración, porque el uso de la modernidad no quitaba un solo instante su atención de la fe, nosotros debemos, al considerar la ilustración mexicana, hablar también de modernos y de ilustrados […].
Aunque modernos e ilustrados convivieron a partir de la última década del siglo XVIII, los primeros, por serlo en tiempo y en valor, merecen nuestra atención antes que los segundos. Ellos fueron quienes, en forma exclusiva, llevaron a cabo la renovación filosófica de la Nueva España en el siglo XVIII; quienes atacaron la temática y los métodos de sus maestros; quienes escribieron sobre física, botánica, matemáticas, geología, etc. Los ilustrados del siglo XVIII, si alguna vez estuvieron en las universidades y en los colegios –perseguidos por la autoridad–, no nos han dejado más huella de su vida que un proceso [pp. 167-169].
Esta caracterización precisa de la primera «modernidad» mexicana adquiere sin duda una relevancia particular, no sólo para el conocimiento del siglo XVIII mexicano, sino también para la comprensión de las formas culturales, ideológicas y políticas de la modernidad independiente. No son sin embargo estos aspectos los que por ahora nos interesa destacar, sino las modalidades de un análisis para entonces muy novedoso y todavía hoy poco o mal asimilado, como lo demostraron muchos de los debates en torno al Quinto Centenario de la llegada de Cristóbal Colón al «Nuevo Mundo».
En el análisis de González Casanova, la Ilustración europea constituye a la vez un término de referencia y un término de comparación. Pero lejos de conducir al establecimiento del carácter tardío e imperfecto de su asimilación en tierras americanas, esta referencia y esta comparación, justificadas por la temporalidad histórica común a todo el mundo occidental y por la circulación efectiva de ideas entre uno y otro lado del Atlántico, llevan a una reformulación de la problemática en su conjunto. Esta reformulación descansa en primer lugar en el descubrimiento de una serie de sincronías y asincronías entre los asuntos que se debatieron y se debaten en sendos continentes, e introduce desde ya, al menos en lo que concierne a la historiografía americana, la necesidad de pensar espacios y temporalidades múltiples. Y, en segundo lugar, se basa en el reconocimiento del papel preponderante de los factores internos en las formas de articulación del espacio americano con el ámbito externo, o si se quiere, en la asimilación o apropiación de los elementos culturales provenientes de otras latitudes. Así, una interrogación acerca de la Ilustración en la Nueva España del siglo XVIII puede transformarse en un estudio del misoneísmo y la modernidad cristiana, sin que ello implique el abandono de su objetivo primero. Pero ello tampoco conlleva el que la «modernidad cristiana» se haya convertido en la forma de la Ilustración europea en tierras novohispanas: consiste más bien en la forma específica de su diálogo, sin duda tenso y conflictivo, con ella.
Por otra parte y en lo «interno», esta misma «modernidad» tampoco se define en sí misma, ni de modo abstracto: su delimitación y su congruencia –caracterizada esta última por su «eclecticismo»– descansan en la evolución de las relaciones que quienes se reclamaban de ella mantenían, por un lado con el misoneísmo decadente sostenido por la Iglesia y el Santo Oficio, y por otro con los que, en la Nueva España del siglo XVIII, eran tachados de «ilustrados» y perseguidos por ello. Es por consiguiente la existencia de una institución particular, ligada a la perpetuación del estado colonial, la que tendía a regular las diferencias entre«misoneístas», «cristianos modernos» e «ilustrados», y la que tendía a definir, junto con el estado español y no sin contradicciones con este último, los espacios y los límites posibles de la articulación de la cultura novohispana con el exterior.
Ahora bien, la reconstitución de las formas del debate de ideas en el ámbito letrado está lejos de agotar los aspectos esenciales de la cultura novohispana en vísperas de la independencia. En los archivos de la Inquisición, González Casanova encontró también una abundante literatura, popular o no, cuyas formas y manifestaciones dispersas dan cuenta de una profunda efervescencia social en la Nueva España de la segunda mitad del siglo XVIII. El rescate, la selección y la edición de parte de este material por largo tiempo sepultado –el anónimo y popular– corresponden a la antología que publicaron juntos Pablo González Casanova y José Miranda en 1953 bajo el título de Sátira anónima del siglo XVIII.
En su introducción («Sentido y figura») a dicha antología, el historiador y sociólogo mexicano vuelve sobre las distinciones terminológicas y las precisiones conceptuales que hemos señalado ya a propósito de la Ilustración, aunque esta vez en relación con el término «popular»:
Abusaríamos del término popular, si antes de iniciar estas consideraciones sobre la literatura vernácula y satírica del siglo XVIII mexicano no dijéramos algo que lo precisara. Porque si en todos los países y en toda ocasión se ha abusado del término, en México el abuso puede ser mayor, sobre todo si se piensa en los muchos niveles de cultura que nuestro pueblo alcanza en un mismo momento histórico.
Hay aquí, más que en España, pueblos y no pueblo, y esos pueblos tienen los más diversos idiomas poéticos, religiosos, políticos y, por ende, históricos. Las variedades no son sólo de matiz –que las hay–, sino de figura, color y sentido. Reducir estos pueblos y sus variedades a una sola forma ha sido oficio de muchas filosofías. El fracaso y sucesión de unas y otras se ha debido, en buena medida, a esa variedad esencialmente problemática.
Podemos reparar, sin embargo, en un pueblo. Lo veremos distinguirse entre todos los de México por la elaboración de una literatura –de vario vuelo– acompasada con el tiempo de la nación. Es un pueblo que se hace cargo del tiempo nacional, de la variación política y moral, social y filosófica, que caracteriza a los distintos períodos de la historia patria.
Ese pueblo, consciente de novedades, y que reacciona favorable o desfavorablemente a ellas, posee –con las notables excepciones que le hacen contrapeso al vivir en forma exigua los cambios del pensamiento nacional– cierto derecho de representación. Diríase que está a la vanguardia de los pueblos de México. Pero por ello no deja de ser –precisamente– un pueblo.
Pues bien, la estructura de ese pueblo es, en los primeros años del siglo XIX, todavía de dibujo medieval. Corresponde en cierta forma a los fondos de la poesía de Villon y de la pintura de Brueghel. Está integrada por los mejores héroes de las novelas picarescas de España, por los sastres, los frailes, los bachilleres, los curanderos, los alguaciles, los cocineros y médicos anónimos, los pícaros y poetas de baratillo … , es decir, por individuos de distintas capas sociales, hombres de clase media, criados y plebeyos, que tienen relaciones poéticas permanentes y un lazo de unidad espiritual que nos invita a dejarlos escapar de las categorías con que, regularmente, se estudia a las sociedades: ese lazo es la literatura picaresca y la poesía satírica. Al parecer la relación poética es vigorosa y la literatura picaresca y satírica popular de larga vida, allí donde la sociedad ha conservado con más tesón algo del status de la Edad Media, es decir en los países de habla hispánica. En ellos la literatura popular sigue siendo, hasta poco antes del romanticismo, una encrucijada –afín y contradictoria– de las clases sociales, como en los tiempos del Cantar de Mío Cid y del Libro de Buen Amor […].
En la América hispánica de las últimas décadas del XVIII, la poesía popular vive en el anonimato comentando la sátira del mundo. En esos tiempos de crisis todavía se unen –estética y conceptualmente– las clases medias y bajas para hacer burla de la vida. La burla se hace con fórmulas literarias comunes y con ideas semejantes: La fusión de lenguajes –de cantes y de cantos, como diría Alberti– todavía parece pertenecer a un reino natural, en que se cruzan libremente los animales del habla culta y los de la plebeya. Pero, además, la poesía popular hace un descubrimiento sentimental –no romántico–. Refleja resentimientos, dudas, destrucciones. En ese Siglo de Oro nuestro, cuando la Academia logra sus más puros frutos latinos y sus más vacías formas españolas, alejadas por abstracciones y elusiones del espíritu popular, los pobres poetas de ironía lanzan a un mercado ávido sus diálogos, romances, décimas, etc. Pasan éstos de boca en boca reformándose, afeándose o logrando una mayor perfección, pero diciendo lo que otros piensan y no dicen, o lo que ni siquiera piensan. Es fácil escuchar el bullicio de los poetas y autores satíricos. Pululan en toda Nueva España ensordeciendo al Santo Oficio con sus alegres pronósticos de muerte [pp. 20-22].
La preocupación por la heterogeneidad cultural –es decir, por la diversidad de espacios (internos y externos) y las sincronías y asincronías entre lo interno y lo externo, inicialmente ubicadas a propósito de las formas de apropiación del pensamiento ilustrado en el México colonial– encuentra ahora una nueva formulación en relación con la cultura popular. Aquí también la cultura europea sirve de referencia y término de comparación –en este caso la de la Edad Media y los Siglos de Oro– para resaltar la similitud a la vez que la diferencia. Juntas, éstas ponen de manifiesto nuevas asincronías y sincronías, distintas de las anteriores. Por encima o por debajo de la separación que busca mantener el Santo Oficio entre la tradición académica y letrada –retórica y misoneísta– y la tradición «popular» –abierta y satírica–, las formas de esta última se acercan entre sí y vuelven «populares», en un contexto propiamente americano de efervescencia libertadora, otras tradiciones, cultas y populares, y otras herencias, españolas y europeas.
Pero el reconocimiento de este nuevo «sincretismo» (real y virtual) ligado a lo que el autor llama más adelante «los movimientos en el espacio» (entre España y América, y en el interior del mismo espacio americano). no es ajeno a las precauciones con que introduce el empleo del término «popular». Entre éstas, la distinción entre los usos del término en singular y en plural resulta de fundamental importancia. Mientras los primeros suelen desembocar en disquisiciones metafísicas, los segundos vuelven a abrir el problema de la heterogeneidad y complejidad cultural en el ámbito particular en estudio y autorizan la «construcción» de un «objeto» específico no desvinculado del conjunto de fenómenos que se busca delimitar y caracterizar. Así, entre los muchos «pueblos» que integran la realidad sociocultural del México de entonces, González Casanova delinea uno en particular al que identifica, no sólo por los diversos grupos o estratos sociales que lo integran sino también y sobre todo por su poética, esto es por una «unidad espiritual» que se traduce en la frecuentación de un lenguaje común: el de la sátira. Esta puede entonces abordar –y de hecho aborda– los más diversos temas y dar cuenta de las más variadas reacciones ante los fenómenos de que trata. De esta manera el «pueblo» del que nos habla González Casanova deja de ser une vue de l’esprit –o una mera invocación retórica– para convertirse en una realidad a la vez concreta y compleja, susceptible de poner a prueba categorías de análisis o nomenclaturas preestablecidas y estériles.
Asimismo, la sátira, de tradición y asiento primordialmente «popular», puede con ello empezar a traspasar las fronteras espaciales y temporales de los ámbitos concretos de donde surgió y en donde se recreó inicialmente para adquirir vida propia e integrar las múltiples tradiciones que reelaboran las tradiciones historiográficas y literarias, nacionales o «universales», hacia atrás y hacia adelante y de cara al presente histórico. Lo propio de la creación artística y cultural consiste precisamente en no poder sustraerse a la impronta de su tiempo y espacio propios, a la vez que en su capacidad de nutrir, mediante aquellos «movimientos en el espacio» y «movimientos en el tiempo» de los que nos habla González Casanova, toda nueva creación artística y cultural que le sea más o menos afín. Sin embargo, es por su arraigo en un tiempo y un espacio concretos por lo que la recreación de las diferentes tradiciones a que dan lugar estos movimientos en el tiempo y el espacio cobra vida y se vuelve ella misma no sólo recreación sino también y propiamente creación, así permanezca ésta anónima y popular y no logre ostentar la figura señera de un Quevedo. Esta es sin duda la principal fuente en que abrevaron las sátiras del XVIII mexicano, pero no por ello éstas quedan en la imitación pura y simple:
Las figuraciones sensuales de lo abstracto, que son de Quevedo y de España, tenían que pasar a México con el espíritu de la Península, como influencia, pero, sobre todo, como ambiente. Así pasaron Sábelo Todo, Domingo Siete, Juan Soldado, Julio Tortilla, Pero Grullo, Chisgarabís, el Otro, muchos de ellos de origen medieval, como Chisgarabís; otros, personajes de novelas de caballerías, como Agrages, y otros griegos, como Calainos. Hoy todavía nos son familiares algunos, como lo eran en la época de que nos ocupamos, y hay relación de pueblo a pueblo y de autor a autor. […]
En todo caso, la diferencia entre la obra de Quevedo [se refiere al autor a la Premática de las Cotorras, F.P.] y la de nuestro anónimo autor [se trata de las Ordenanzas de Venus a las chinas y majas de volatería, F.P.] consiste en que ésas son sentencias de envilecimiento, escritas en prosa, y éstas de enaltecimiento, y rimadas. Mientras en aquéllas se pide a las mujeres que no vayan a los teatros despechugadas, ni usen cosa de seda, ni calcen medias naranjadas, ni traigan apresador, ni gasten pastillas de boca, alcorzas o azúcar para perfumar su aliento –con lo que Quevedo da muestras renovadas de más odio a las mujeres que a los sastres–, en éstas se les pide que anden con aire pomposo, que le den vuelo al abanico, usen cofias, cintas y telas suaves de cambray, lentejuelas y demás.
Y quiero seguir en el terreno de las comparaciones con el pasado y con Quevedo. Es el más importante para determinar el espíritu formal de una literatura que está ya adoptando en su seno las ideas propias del siglo de las luces, a que pertenece.
[…] A la renovación filosófica que ocurre en el siglo XVIII mexicano corresponde una renovación literaria muy semejante por su lucha con el formalismo, la oscuridad y las sutilezas. [ … ]
En el terreno poético la lucha es por Luzán y contra las métricas estrafalarias, contra los sonetos doblados, terciados, con cola y con ecos, retrógrados, acrósticos y con ritornelos, contra los prangamatones, metronteleones, etc. […] En el terreno de la oratoria –religiosa por supuesto–, pero también en el de las prosas profanas, la lucha es contra el lenguaje fingido y violento, y contra el abuso de trasposiciones de construcciones latinas al castellano. […] Esta lucha contra el barroco decadente –de una tonalidad herética que descubre el neoclásico, y aun antes un barroco algo rebelde, como el de Velasco y tantos más– es, sobre todo, una lucha por la verdad, por lo substancial, y llega a ser aquí, en Velasco, una teoría antipoética (obsérvese cómo dice con desprecio: «es estilo campanudo, poético»), teoría que abunda en el prosaísmo en que incurrirá fácilmente el rebelde. Pero esta neoconciliación con Dios y la claridad, que es la modernidad cristiana, y que se presenta en todos los órdenes del espíritu, no se advierte por igual en la poesía satírica, que conserva y alimenta al diablo y ciertas formas barrocas de expresión. Y esto por dos razones, porque la poesía satírica manifiesta un descontento individualmente anónimo y libertino, y porque la poesía popular no ha perdido sentido ni substancia por no perder eficacia, y no sólo no los ha perdido, sino que se ha mostrado capaz de conservar sus viejos hábitos, con cuerpo revolucionario.
Así vemos que la literatura popular, sensible a las variaciones del tiempo y a las modas, guarda con celo las formas más antiguas de expresión. La mayor parte de la literatura popular conserva la cruda obscenidad, el amor de los contrastes de un culteranismo y un conceptismo a menudo entremezclados. Su renovación es, sobre todo, una renovación de las ideas sobre las costumbres, la moral, el estado y la divinidad. El ciclo que va de la Modernidad Cristiana a lo que podría llamarse el Liberalismo Ilustrado, es decir, más o menos, de los años 1750 a 1820, es el ciclo de la literatura satírica popular revolucionaria [pp. 37-40].
La literatura perseguida en la crisis de la colonia completa este estudio de la vida y la transformación de las ideas y las formas literarias en la Nueva España en vísperas de las guerras de independencia. En este nuevo libro el autor examina otras varias formas de literatura: la poesía mística, la oratoria sagrada, el teatro religioso, las canciones y los bailes, el cuento fantástico y la narración realista, volviendo también en uno de sus capítulos sobre la sátira popular. A partir de todas ellas, y no sin participar de su mismo humor y agudeza con la estilización o parodización de la prosa dieciochesca, González Casanova se regocija volviendo a dar vida a aquel «bullicio» con que los diversos estratos populares «ensordecían al Santo Oficio con sus alegres pronósticos de muerte». El estudio de las formas y la evocación, breve y precisa, de los diversos ambientes en que se recreaban todas aquellas formas conducen a uno de los mejores estudios de mentalidades con que cuenta la historiografía mexicana.
Pero es también y al mismo tiempo una obra maestra de historiografía literaria. La vida de los diferentes géneros, cultos y «vulgares», en sus relaciones mutuas y en relación con las instituciones que tienden a regular su funcionamiento y su «distribución» en el interior de la entidad literaria o al margen de la misma; la subordinación de ésta a la institución religiosa y los conflictos que sin embargo surgen entre ambas; la «especificidad» de la literatura (o las distintas formas literarias) en relación con las diversas modalidades del discurso ideológico (religioso, filosófico o político); el carácter histórico y movedizo de las fronteras entre lo «literario» y lo «no literario»; el papel de los lenguajes «vivos» y de los contactos entre culturas disímiles en la renovación y la transformación de los lenguajes «literarios»; la pertinencia de «fijar» o no el significado y el papel de la recepción y sus condiciones concretas en las reconfiguraciones de este último: todos éstos son problemas tocados por el autor. No hay por tanto aspecto de la reflexión más actual en el ámbito de la teoría y la historiografía literarias que no se aborde aquí y que, frente a la Inquisición y de cara a la transición, no encuentre una solución matizada y precisa. Y no porque la historia, previamente «conocida», fuera la que permite «explicar» la literatura y sus funcionamientos, sino porque el investigador entiende justamente la vida de las formas literarias como parte constitutiva de los procesos sociohistóricos y culturales. Cabe preguntarse entonces si muchos de los problemas conceptuales con los que se topan la teoría y la historiografía literarias en su «reencuentro» con la historia y la cultura –después de los excesos estructuralistas y positivistas– no provienen de la separación, estatuida y mantenida por nuestros centros de enseñanza, entre historia y literatura, y del desconocimiento por parte de los «literatos» de la experiencia adquirida por la mejor tradición historiográfica, habituada a trabajar con documentos y textos de toda índole.
La investigación en torno al conocimiento proporcionado por la historiografía francesa de los siglos XVI, XVII y XVIII acerca de la América española completa, desde otro ángulo, la interrogación de Pablo González Casanova acerca del lugar y papel de la Ilustración en los movimientos de independencia y la cultura hispanoamericana. Dicha investigación, aún inédita, descansa en una amplísima y minuciosa revisión de fuentes documentales y bibliográficas dispersas, en francés o traducidas al francés, que el autor analiza desde una perspectiva que conjuga la sociología del conocimiento, la historia de las ideas, y la historia de las mentalidades.
Al intentar reconstruir la formación de este universo de representaciones e ideas a lo largo de tres siglos que culminan con la Ilustración francesa, el investigador mexicano se propone en primer lugar dejar atrás la vieja y terca controversia que suele atribuir la configuración y difusión de la leyenda negra a la pugna entre Francia y España por el control colonial de los territorios ultramarinos, y oponer a la versión interesada y tergiversada de los franceses una leyenda blanca supuestamente más afín con las realidades o las bondades de la colonización española. Además de contribuir a la recreación de enconos tan viejos como estériles, esta cristalización de entidades metafísicas opuestas no permite entender el papel activo que las representaciones y las ideas provenientes de la tradición historiográfica francesa desempeñaron en los procesos de independencia de la América española. Su sistematización, entendida como la reconstitución del «viaje creador» de ideas y representaciones de un continente a otro en el marco de las estructuras, los procesos y las acciones concretas que les confieren sentido y orientación, es entonces la condición primera para devolver a la historia y la cultura su dimensión viva.
Sin embargo, la investigación de González Casanova, que se sitúa cronológicamente hablando en medio de sus indagaciones ya reseñadas en tomo a la cultura novohispana, no vuelve aquí sobre el «viaje» de «influencias desde el «viejo» continente hacia el entonces «nuevo» continente. Se pregunta más bien por el «viaje» inverso, lo que le permite descubrir que la visión que los franceses tuvieron de la América española no fue ni monolítica ni siempre igual a sí misma. El largo plazo de la historia de las mentalidades en que se coloca inicialmente el autor muestra en efecto que, antes de adquirir un carácter sistemático como parte de la filosofía de las Luces, las representaciones que vehicula la historiografía francesa acerca de la América española –cuya importancia no puede compararse con las que atañen a África, Asia Menor o el Extremo Oriente dados los obstáculos interpuestos por la corona española–, se caracterizan de un lado por su dispersión y de otro por una serie de transformaciones que no obedecen necesariamente a las pugnas entre Francia y España:
Depuis la Renaissance jusqu’au XVIII siècle, le problème de l’Amérique a été posé sous tous ou presque tous les angles possibles: de l’auteur des Trois Mondes à l’abbé Touron ou à l’abbé Raynal, il y a eu d’énormes changements. C’est pourquoi il est nécessaire de savoir sous le poids de quelles circonstances l’historiographie française sur l’Amérique espagnole tend, d’une école à l’autre et d’un siècle à l’autre, vers une vue «libérale», «éclairée» dirons-nous, de l’histoire de l’Amérique. Cela revient à se demander s’il n’y a pas une dominante de la pensée française au sujet de l’Amérique que l’on puisse dégager ou apercevoir, tout au long des trois siècles –XVI, XVII et XVIII– qui définissent le champ de notre étude et entre les divers écoles qui marquent les étapes de la pensée française. Si l’équation liberalisme-gallicisme, qui correspond à l’influence de la pensée française sur le libéral hispanoaméricain au XVIIIe siècle et coincide avec sa vision et ses jugements particuliers concernant le passé même de I’Amérique, ne répond pas, alors ou auparavant, à des réalités de la pensée française. Tel est pour moi le cœur du problème [p. IX].
En la primera parte de su estudio, dedicada a los siglos XVI y XVII, el autor se aboca a la tarea de ubicar la mise en place de las primeras representaciones francesas acerca de la ocupación del Nuevo Mundo por parte de los españoles (cap. 1), esboza los contenidos del pensamiento francés acerca de América en el siglo XVII (cap. 2), y pone de manifiesto las estructuras mentales que les subyacen (cap. 3). El punto de partida es, desde luego, la controversia en tomo al derecho exclusivo de los españoles sobre los territorios recién descubiertos, y los intereses franceses o europeos en el Nuevo Mundo: «D’un côté les espagnols plaident et militent pour le droit divin et pontifical –et pour leur conquête exclusive– et de l’autre les européens s’insurgent contre ce droit divin et contre cette conquête exclusive, à coups d’expéditions bien sûr, mais aussi d’idées» (p. 4). La controversia se establece entonces en torno a una cuestión de derecho internacional no siempre fácil de definir. Pero en estas mismas dificultades residen el valor histórico y el interés de la controversia:
Il nous faut dérouler pour l’heure une série de problèmes imbriqués, d’ordre historique et social avant tout. Historique parce que les idées de liberté et d’égalité de commerce, tout comme les critiques à l’égard du Pape et l’exaltation du droit naturel qui en sont les caractéristiques, apparaissent comme l’embryon d’une série d’idées qui présenteront plus tard une grande importance puisqu’elles révolutionneront la mentalité et la société européenne. Et social, parce que ces problèmes naissent dans une société donnée et proviennent d’un ordre qui, ironie du sort, est à leurs antipodes même.
[…] Le problème de I’Amérique fait prendre à l’État français une position, le conduit à esquisser et à défendre une série de symboles qui, plus tard, à l’époque révolutionnaire, deviendront fameux. 0n peut dire que c’est là une très modeste étape initiale de la future pensée révolutionnaire. Mais pour que celle-ci naisse, il faudra que, le temps aidant, s’écroulent ensemble la réalité et la mentalité d’Ancien Régime. Il s’en faut à l’époque qui nous intéresse pour l’instant, et c’est l’intérêt de nos remarques: un ensemble d’idées, qui deviendront des idées révolutionnaires, a été utilisé par la classe dirigeante aux XVIe et XVIIe siècles, précisément par cette classe dirigeante contre laquelle, finalement, elles se retourneront. Peut-on dire sans plus, influence de la bourgeoisie française ou de la mentalité bourgeoise? Ou s’agit-il, comme nous le pensons, d’une mentalité poussée de biais [el subrayado es nuestro, F.P.], qui nâit dans les milieux politiques de l’ancien régime du fait de la position désavantageuse de la France par rapport au partage de l’Amérique? Ces considérations nous mènent à voir sous un nouveau jour I’influence décisive que pourrait avoir exercé I’Amérique non seulement sur la pensée française mais aussi sur l’évolution spirituelle des classes privilégiées sous la monarchie d’Ancien Régime. Le Bon Sauvage n’est-il pas, à sa façon, dans la France du XVIe siècle, un personnage révolutionnaire? [pp. 11-12].
Este camino «sesgado» –ni frontal ni lineal– de las representaciones y las ideas constituye uno de los ejes rectores de la investigación y la exposición de González Casanova. Desde ya se puede apreciar algo de su valor heurístico: al rastrear el momento de la configuración de la imagen o el concepto en el conjunto de contradicciones y el debate concreto que le confieren su forma específica, se cuida de no fijar sus contenidos adscribiéndolos de modo unilateral a una clase o un sector social previamente aislados. Se plantea más bien el problema de su dispersión y su diseminación en el espacio social y en el tiempo, es decir el problema de sucheminement y sus efectos en el medio o el largo plazo. Estas imágenes o estos conceptos adquieren así el carácter de constelaciones semánticas relativamente estables pero también cambiantes en razón de los múltiples significados que van adquiriendo en otros debates y otros conjuntos de contradicciones.
Ello implica sin duda una constante deriva de los significados y rearticulaciones precarias de estos «mismos» significados en otras y nuevas constelaciones de sentido. Sin embargo, por complejos y paradójicos que sean este cheminement o esta deriva, las nuevas constelaciones a las que dan lugar adquieren su significación histórica precisa en su anclaje dentro del conjunto de contradicciones y prácticas no discursivas al cual responden de modo implícito o explícito. La démarche de González Casanova, a la que hoy en día podríamos llamar «semiótica» y hasta «desconstruccionista» –al menos en cierto nivel–, tiene sin embargo la ventaja sobre éstas de no desembocar en un relativismo absoluto, el cual por cierto tiene mucho de idealismo redivivo. Aquí nuevamente cabe preguntarse si la semiología y el desconstruccionismo no ganarían en acercarse a la tradición historiográfica, y no porque ésta fuera la ciencia matriz que proporcionara a las demás disciplinas humanas y sociales los «datos» que le faltan, sino porque el historiador sabe por oficio y tradición que los discursos no confieren sentido a las solas palabras, sino también y sobre todo a prácticas, discursivas y no discursivas, pasadas o presentes, que tienen efectos concretos y palpables en el destino de los hombres.
La monarchie espagnole, qui jouissait d’une position privilégiée, n’avait qu’à la défendre et à la conserver. La monarchie française, défavorisée par les découvertes et la décision pontificale, se trouvait dans I’obligation, pour agir, d’ignorer cette décision, de lui dénier toute justice, de biaiser, et de permettre à ceux qui commençaient à faire de la liberté une véritable philosophie de parler à leur aise. Ceci d’une part. Et d’autre part, l’influence du protestantisme à la Cour, la plus grande liberté religieuse en France, et le développement d’une puissante classe sociale qui fait sienne la philosophie de la liberté tout en s’alliant à la noblesse, nous permettent de comprendre comment celle-ci a pu faire sienne, à propos des réalités et des politiques d’Amérique, toute une série de symboles révolutionnaires avant la lettre.
Le simple fait qu’ils en aient usé ne laisse pas d’être significatif: il implique d’une part qu’ils les ont laissé utiliser et qu’ils ont vu avec bienveillance l’apparition de toutes ces publications qui, lorsqu’elles parlaient de I’Amérique, affirmaient l’injustice du Pape, la cuauté des espagnols, la liberté des indiens, la liberté de commerce, etc. Ceci implique une grave opposition interne entre la pensée sur I Amérique d’une part et la mentalité de la classe dominante et ses intérêts internes –non américains– d’autre part.
Cette double opposition correspond d’autres oppositions plus profondes encore: entre noblesse et bourgeoisie, entre protestantisme et catholicisme, entre libéralisme (d’abord impliqué, systématisé ensuite) et absolutisme. Losqu’on aborde ce problème de l’Amérique, on est surpris de découvrir en profondeur le courant de liberté et d’irreligiosité des milieux dirigeants français bien avant le siècle des lumières, et leur alliance tacite ou exprimée avec les penseurs qui en jugent de même, bien que pour des motifs plus graves. Ceci est d’autant plus surprenant qu’au même moment règne à la Cour un esprit autoritaire, qu’on y affirme la non liberté de l’homme et du commerce, et que l’on s’y pose en défenseur de la religion, sans cesser pour autant d’exalter le droit naturel dès qu’il concerne les choses de I’Amérique. Si dans la fiction et la littérature on fait I’éloge de l’homme d’Amérique vivant à I’état naturel, à la Cour ni les rois, ni les nobles, ni Bellarmin, ni Bossuet, ni Fénelon, ni Pascal ne soutiennent la théorie des lois naturelles. Bien au contraire: ils démontrent leur inefficacité et affirment la nécessité du pouvoir absolu, de la sujétion à la religion, et de la loi positive qui fixe les limites de la propriété et la souveraineté [pp. 11-12].
No hace falta subrayar el aporte de González Casanova a la historiografía francesa en este punto particular. Vale más bien recalcar el hecho de que dicho aporte descansa en por lo menos dos aspectos fundamentales de su investigación: el cambio de perspectiva en la formulación de la problemática, y la renovación de las fuentes de información. El primer aspecto se encuentra estrechamente ligado a una preocupación esencialmente americana, a primera vista bastante alejada de lo que podría considerarse como preocupaciones propias de la historiografía francesa. El descubrimiento del historiador y sociólogo mexicano también se hace par le biais, a partir de la adopción de un ángulo de observación particular –la génesis y las formas de la imagen de América– que permita entender el papel de dicha imagen en los procesos de independencia americana. Pero este mismo descubrimiento no hubiera sido posible sin la exploración de otras fuentes, aquellas precisamente que exceden las fronteras del ámbito oficial. Es en la confrontación de éstas y sus manifestaciones intelectuales con otros documentos –muchos de ellos anónimos, desconocidos e inéditos–, y a partir de la configuración de espacios y temporalidades nuevas y distintas como les idées reçues pierden su certeza, vuelven a entrar en movimiento y a ser objeto de nuevos debates. La historia deja así de ser pasado acabado y cancelado para convertirse en pasado abierto.
En este caso concreto, la «sorpresa» de González Casanova ante la penetración de cierta irreligiosidad, incluso en los círculos letrados de la Corte, la formulación de ideas como la de «derecho natural», o de imágenes como la del «buen salvaje», bien podría no estar directamente ligada a la problemática americana, sino remontarse a dimensiones de la misma cultura medieval que los trabajos de Jacques Le Goff y Georges Duby –posteriores al de González Casanova– contribuyeron a sacar a luz. De hecho, estos tópicos son parte del gran debate de ideas sociales y filosóficas de su tiempo orquestado por Guillaume de Lorris y Jean de Meun en Le roman de la rose (1225-1278), una de las obras de mayor difusión en la Edad Media y tres veces reeditada precisamente durante el siglo XVI. Podría pensarse entonces que, más que a la generación de dichas representaciones, la problemática americana contribuyó a la catálisis de un viejo y terco trasfondo cultural, letrado y no letrado, que seguía vivo y activo incluso en tiempos de la monarquía absoluta. Sin dicho trasfondo tampoco podría entenderse plenamente ni el siglo XVIII, ni la Revolución de 1789.
Ello desde luego no contradice las tesis del historiador y sociólogo mexicano: las refuerza matizándolas y abriendo la posibilidad de una precisión eventual: ¿no sería la problemática americana la que habría contribuido a sentar en un terreno jurídico y político (en un primer momento «externo», y luego «interno») lo que en la literatura de la Edad Media no era aún sino materia social y filosófica (en el sentido de «filosofía de la vida», y no de sistema filosófico en la moderna acepción del término)? De cualquier forma, si bien acontecimientos de la magnitud de los grandes descubrimientos ensancharon de hecho considerablemente las fronteras del mundo hasta entonces conocido, provocando, por un lado, una vuelta de la cultura europea (francesa en este caso) sobre sus orígenes grecolatinos por encima de la telogía medieval y, por otro, el despertar del espíritu de «libre examen» que subordina el juicio a la experiencia y al ejercicio de la razón (no teológica), lo más probable es que estos dos movimientos no implicaron necesariamente una ruptura tajante con la cultura del medievo. Y no se trata sólo de que, como bien lo muestra González Casanova con su investigación, persisten en la cultura francesa de los siglos XVI y XVII muchos elementos contrarios al espíritu renacentista, los mismos que tienden a coincidir con España tanto en en lo que concierne a los asuntos de América como en lo que atañe a la Reforma. Implica también una suerte de continuidad y rescate de otras corrientes medievales: las mismas que afloran a partir de los siglos XII y XIII, habiéndose apropiado ya parte de la tradición grecolatina (Le roman de la rose hace gran alarde de ella). Mucho del humanismo renacentista y del espíritu liberal que se oponen a la empresa española en el Nuevo Mundo provienen de ellas. Todas las distancias y las diferencias guardadas, algo similar a lo que González Casanova ha puesto de relieve en relación con la crisis de la colonia –la vitalidad de una cultura popular parcialmente enlazada con diversas tradiciones letradas– concierne también a la cultura de la baja Edad Media europea.
Cualquiera que sea el origen de los conjuntos de imágenes, representaciones y símbolos rastreados en la historiografía francesa de los siglos XVI y XVII en relación con la América española, para los efectos de la investigación, lo más importante sigue siendo su inserción, sumamente compleja, en el conjunto de contradicciones, internas y externas, a las cuales responden durante el periodo considerado. Pero no es menos relevante el hecho de que si bien, junto con aquellos, vemos ascender el espíritu de libre examen basado en la razón y la experimentación, en el caso concreto del conocimiento de América este mismo espíritu se ve limitado y sesgado por la ausencia de una experiencia real en la cual fundamentarse. Prácticamente todos los debates se establecen a partir de las fuentes españolas, traducidas con relativa celeridad y ampliamente difundidas desde el siglo XVI como establece con toda precisión el autor de la investigación. De ello se desprende que el valor de verdad atribuido por cada uno a los diferentes textos –y a los hechos por ellos referidos– se haga depender no sólo de su carácter testimonial, ante todo ocular, sino también de la posición explícita o implícitamente asumida por su autor. El debate francés en tomo a las realidades de la América española es por eso y ante todo una discusión acerca de la validez de las fuentes, una contienda fuertemente ideologizada y muy poco propensa al auténtico diálogo. Antes que orientarse hacia la reconstitución de las realidades americanas mediante el cotejo de fuentes y puntos de vista diversos, tiende a organizarse en tomo a la construcción de imágenes y símbolos y con base en series de oposiciones irreductibles. De ahí también su escaso valor crítico:
À la fin du XVIIe siècle, tous les préjugés, tout ce que l’on pourrait appeler les préconceptions, toutes les imaginations déformantes ont déjà pris corps. Dès lors, toutes les vérités, ou pseudo-vérités, sur le passé et l’avenir de I’Amérique espagnole sont en route, terriblement actives. Elles sont monnaie courante dans la bourgeoisie et la noblesse européennes. «Tout le monde sait –écrivait Barnou, se référant aux créoles, aux métis et aux indiens dans un “Discours sur la question s’il est avantageux à la France de s’emparer des pays que les Espagnols possèdent en Amérique»– que par le mépris injuste que les Espagnols font des premiers et par le mauvais traitement que les autres en reçoivent, ils sont presque tous devenus leurs ennemis irréconciliables et n’attendent qu’une occasion favorable pour se soulever contre eux …» Tout ce drame d’idées –d’ombres– préfigure, attire les drames réels de l’avenir. Tout est en place. Voici I’Espagne légendaire, peuple d’oppresseurs, et face à elle, la grande masse des opprimés. Mais cette masse se résignera-t-elle? Un même esprit d’opposition régnait dans les Indes, éclatait dans les royaumes du Mexique. Car les chefs espagnols étaient craints «jusque dans le fond des Indes». Dans la France du XVIIe siècle, c’est ainsi que l’on parlait, que l’on s’exprimait communément, au sujet de l’Espagne et de l’Amérique. Et tandis que celle-ci était rendue sympathique par son exotisme et ses richesses, celle-là était identifiée avec l’esprit et la tyrannie de l’état espagnol. Vérités du XVIIe siècle. Le XVIIIe les reprend dans son grand mouvement… Des nouvelles réalités surgissent, qui donneront naissance à des sympathies différentes et beaucoup plus immédiates […], et doteront las anciens concepts d’un sens nouveau […] Cependant d’ores et déjà la réalité hispano-américaine apparait comme détachée de la réalité historique, de ces contacts d’expérience, de souffrance et de jouissance qui est a la source de la formation immédiate des concepts et des symboles. Héritière de ces symboles, la société française du XVIIIe siècle les soumet à sa propre mesure, à sa propre raison, au sens le plus fort et le plus historique du terme. Ancienne pour ce qui est de ses fondements, la mentalité française prend ainsi un nouvel essor [pp. 31-33).
La segunda parte de la exposición de González Casanova consiste entonces en una revisión del pensamiento de los principales exponentes del pensamiento francés acerca de la América española en el siglo XVIII: Charlevoix, Touron y Raynal. Sin embargo, y antes de iniciar esta revisión, el autor se detiene en una serie de consideraciones metodológicas relativas a la primera parte de su investigación:
Jusqu’ici nous avons surtout parlé des préjugés, des idées toutes faites qui accompagnent la découverte de l’Amérique et la littérature sur l’Amérique. Nous avons indiqué les courants de pensée qui s‘opposent les uns aux autres et dominent la réalité américaine. Nous avons vu comment certaines idées a priori sont en relation directe avec les intérêts des empires envers l’Amérique et l’Espagne, et comment certaines autres dépendent immédiatement des conceptions religieuses. […]
Ceci nous a permis d’analyser la complexité des conceptions relatives à l’histoire de l’Amérique et nous a amenés à considérer avec une certaine réserve les liens entre pensées et structures sociales. Ceci nous a permis, également, de découvrir la force des idées et présuppositions religieuses en conflit avec des structures nationales données.
Dans la pensée religieuse, et en particulier dans la pensée catholique, nous avons vu à quel point cette contradiction est notoire, en particulier en ce qui concerne la pensée de l’État et celle de tant d’humanistes. C’est ainsi qu’apparaissent les idées contraires à l’interprétation la plus générale, la plus actuelle, la plus favorable et la plus attachée aux luttes concrètes et aux intérêts du jour, commerçants ou politiques.
Nous avons vu la façon dont ces idées s’expriment, ainsi que la force supérieure qu’exerce une structure mentale déterminée. D’une façon générale, nous nous sommes abstenus d’employer le mot «philosophie» pour indiquer une dépendance entre la compréhension de la réalité américaine et les structures mentales. Ceci pour deux raisons. Tout d’abord parce qu’au XVIe siècle la relation la plus évidente entre structure mentale et compréhension correspond plutôt à des idées philosophiques et religieuses, parfois exclusivement religieuses mais toujours hétérogènes. En second lieu, parce qu’à cette époque-là la philosophie, en tant que système, ne s’est pas encore dégagée de la religion, et que l’indépendance –les libertés– de la pensée de la Renaissance nous révèle surtout des différences particulières qui ne prétendent nullement à la systématicité. Les systèmes, et avec eux les philosophies, n’auront pas une influence indépendante et évidente avant le XVIIe siècle. Cette influence grandira avec le soi-disant esprit philosophique qui acquiert une signification dominante au XVIIIe siècle, où il aspire à se substituer pour une très large part à l’esprit religieux. Si nous n’avons pas mis la compréhension de l’idée américaine en relation avec la philosophie, c’est parce celle-ci n’y exerçait pas encore la tyrannie qu’elle était destinée a exercer plus tard sur l’esprit humain. Malgré le rationnalisme naissant et la force de l’expérimentation, elle n’avait pas d’ambition totalisante. D’ailleurs, raison et expérience n’avaient pas pour objet de transformer le monde –ni même le monde religieux–. Pour cela il faut attendre la philosophie du XVIIIe siècle. Nous avons donc pris comme référence les pré-suppositions des «coutûmes» religieuses et philosophiques, et non pas la philosophie de la religion [pp. 92-93].
Estas consideraciones y distinciones metodológicas revisten a nuestro modo de ver una importancia capital para la articulación entre las tres «disciplinas» que concurren en la investigación de Pablo González Casanova: la sociología del conocimiento, la historia de las mentalidades, y la historia de las ideas. Muy sensible desde el inicio de su investigación a la distinción entre «pensamiento general» (o abstracto) y «pensamiento concreto», el autor –espíritu renacentista al fin, formado en la escuela de Alfonso Reyes– permanece sumamente atento a la distinción entre «mentalidades» e «ideas», entre conjuntos de imágenes, símbolos y representaciones por un lado, e ideologías por otro. Mientras, en el largo plazo de la historia, los primeros se muestran susceptibles de articulaciones y significaciones múltiples, contradictorias y cambiantes, en función de los diversos ámbitos de lo real que buscan aprehender y formalizar desde una perspectiva siempre particular y concreta, las segundas consisten en construcciones sistemáticas, de pretensiones universalizantes, que tarde o temprano tienden a anquilosarse y a entrar en contradicción aquel «pensamiento concreto» que se forma «en relación directa con la experiencia, el sufrimiento y el gozo», es decir, en contacto con la cultura y los lenguajes vivos.
La relación entre mentalidades e ideologías es por tanto compleja, y en todo caso histórica. La sistematización a la cual éstas someten a aquéllas –no sin depender del conjunto de presuposiciones que les subyacen– constituye a la vez su fuerza y su debilidad: su fuerza, por cuanto les confiere una coherencia filosófica y una orientación política generales; y su debilidad, en razón del proceso de generalización y abstracción que esta misma coherencia implica. La temporalidad histórica en la cual se inscriben las ideologías, que pugnan entre sí y con la cultura viva, tiende por consiguiente a ser de menor duración que la de las mentalidades. Y éstas suelen resurgir como tales, con todo y sus presuposiciones y sus preconstruidos, siempre que las primeras pierden su capacidad de responder a las diversas prácticas y los procesos históricos concretos que contribuyeron a orientar o desencadenar.
En el caso concreto analizado por González Casanova, asistimos a un conjunto de transformaciones hasta cierto punto paradójicas. En sus inicios, el descubrimiento del Nuevo Mundo propició en los ámbitos dominantes una serie de contradicciones entre, por un lado, el «pensamiento general» y dominante –la ideología religiosa y su concepción del derecho divino– y, por otro, el «pensamiento concreto» basado en el humanismo y la razón experimental. Transcurridos casi tres siglos de racionalización sistemática –sin mayor experiencia viva– de este mismo pensamiento concreto, la construcción ideológica así elaborada se ha convertido a su vez en un discurso metahistórico, cuyos alcances y cuyos avatares son ahora de otra índole:
Mais à partir du siècle des Lumieres, tout change et nous devons considérer la relation d’une façon explicite car la seule idée des présuppositions, si utile quand nous étudions le XVIe siècle, ne suffit plus pour expliquer les variations de la pensée française à propos de I’Amérique au XVIIIe siècle. Les préjugés varient en fonction même des transformations de la raison […] Car la raison évolue et charge le contenu des idées sur l’Amérique, surgies de la lutte politique et économique, d’un sens spécial qui ne dépend plus aussi étroitement d’une structure économique et politique, mais bien de la raison elle-même (p. 94].
La raison, malgré ses abstractions et son caractère systématique, domine les faits concrets de l’histoire américaine et les unifie, tout en les livrant aux plus fâcheuses contradictions. Dans ce procès, deux aspects sont à souligner: d’une part, le caractère que prend la raison, dans la mesure où elle prétend tout révolutionner: état, religion, coutûmes, etc., jusqu’à l’idée que l’Europe s’est faite de l’homme, et en particulier de l’homme américain et de son histoire; et d’autre part, la crise qui accompagne cette révolution, qui est une crise de la compréhension de l’homme [p. 97).
On avait opposé les vertus de l’Indien ou celles du conquérant français aux cruautés de l’Espagnol. On va dorénavant utiliser l’exemple de l’Espagne pour attaquer I’ état monarchique en général, pour faire éclater et triompher, en somme, les grandes aspirations plus ou moins utopiques du siècle. […] II est vrai qu’à ces aspirations s’en opposent d’autres: les chrétiennes qui, avec leur propre universalisme et leur propre renouvellement (tout au moins en ce qui concerne l’histoire traditionnelle de l’Amérique), ne sont pas moins riches. Il n’y a donc pas seulement changement d’inspiration et de sources, de l’humaniste au religieux et au politique. Il y a aussi aggravation du conflit, plus violent que jamais, qui oppose, à propos de thèmes nouveaux, l’utopie philosophique à l’utopie religieuse, l’utopie laïque qui nie les bienfaits de l’Église à l’utopie qui voit dans le parti de l’Église l’élément concret de la félicité. Tous ces changements affectent de façon notoire la connaissance de I’Amérique et les jugements portés sur son histoire…
L’homme, la société, la nature, acquièrent un sens idéal. Toute une transformation idéologique s’opère, dans laquelle l’américain occupe une place de choix […].
Ce que nous voudrions signaler c’est comment l’homme acquiert alors ces proportions archetypiques si représentatives du goût et des habitudes du XVIIIe siècle. Et cela, en vertu d’un esprit tout à fait particulier, par ce qu’il conjugue d’imaginaire et de systématique à la fois [pp. 98-100).
Antes de proseguir con esta exposición, no por sintética menos relevante, quisiéramos subrayar la manera en que se asocian en ella la reflexión metodológica con el análisis histórico. Al recordar las formas en que fue explorando la formación de imágenes, símbolos, presuposiciones y prenociones en la primera parte de su investigación, el autor subraya a la vez la dispersión que las caracteriza –esto es, su carácter no sistemático, y por tanto la circulación difusa de los diversos significados– y el anclaje, relativamente nítido, de las múltiples configuraciones de sentido en contradicciones económicas y políticas precisas. En otras palabras, la forma de existencia social y cultural de estas representaciones heterogéneas y diversas, y la forma en que se vinculaban con prácticas y procesos concretos, son las que justificaban las modalidades de un análisis que conjugaba el largo plazo de las mentalidades con las temporalidades propias de los procesos económicos y políticos y el desenvolvimiento de sus contradicciones. El cambio que tiene lugar en el siglo XVIII, en donde el humanismo racionalista –subyacente en los siglos XVI y XVII– tiende a convertirse en sistema filosófico y político –es decir, en ideología– autoriza ahora otra forma de análisis: ya no el rastreo de imágenes, símbolos, presuposiciones y prenociones en documentos varios y dispersos –muchos de ellos anónimos–, sino la reconstitución del sistema de pensamiento de los tres principales exponentes de las ideologías en contienda en tomo al tema americano. Por lo demás, la abstracción que acompaña esta empresa de sistematización de representaciones y prenociones anteriores contribuye a alejar dichas sistematizaciones ideológicas de las prácticas y los procesos concretos que les son contemporáneas y transcurren de alguna forma al margen de ellas. De ahí que la temporalidad histórica que las enmarca pueda aparecer mucho más mediata. Las ideologías tienen pues su propia temporalidad, distinta de la de las múltiples prácticas discursivas coyunturales a las que, por otra parte, puedan dar lugar.
Ahora bien, esta forma abstracta y esta temporalidad propia no cancelan el problema de su articulación específica con lo «real». Pero no se trata en esto de saber si «reflejan» bien o mal la realidad aludida, sino de preguntarse acerca de su particular concepción de lo «real»:
Le principal problème, à notre avis, est justement de savoir si ces archetypes humains localisés dans telle ou telle région du monde sont, oui ou non, considérés comme réels. Si, en se référant à eux, les penseurs du XVIIIe siècle ont, ou n’ont pas, le sentiment de forger une légende adaptée à l’homme européen et, ce faisant, incompatible avec la réalité de l’homme américain … […] Évidemment, il y a une part utopique dans cette littérature, des éléments fictifs. L’imagination n’y fait jamais défaut. Mais il est bien difficile de discerner dans quelle mesure les écrivains ont conscience de cette déformation imaginative, et quand et comment cette conscience se manifeste. Il me semble cependant indéniable que cette conscience s’affirme et devient évidente au XVIIIe siècle.
Ceci dit, il convient de souligner avec d’autres qu’au XVIIIe siècle l’utopie reste un jeu, tout comme la Iégende toujours vivante du Bon Sauvage. Aussi bien d’ailleurs –ajouterons-nous– que les fictions de Versailles et les théâtres de la nature que la Cour édifie pour son plaisir. L’imagination continue de jouer son rôle, et I‘homme qui parle du Bon Sauvage se veut dans un monde attirant d’idées et de réalités rêvées. Ce monde fictif attire et crée à son tour des idées qui poussent d’elles-mêmes, recréent ce monde lointain, lui confèrent un caractère idéal… Concrétisées et affirmées dans une partie du continent américain, ces légendes acquièrent une existence vraie.
Revenons donc au Bon Sauvage, créé au XVIe siècle et toujours vivant aux XVIIe et XVIIIe. Deux éléments lui prêtent vie: l’imagination et la raison. Le Bon Sauvage est une création humaine, semblable à la «Création» de l’homme lui-même. D’un côté, la fiction, jointe à l’amour et l’attraction pour certaines valeurs affectives. De l’autre, la raison, qui entraine avec elle des jugements de valeur selon toutes les caractéristiques abstraites et formelles de son siècle. L’imagination, facile à localiser, crée une fiction ou un mensonge. La raison, instrument pour saisir la vérité et en finir avec le mensonge, est la pour déceler ce qu’il y a de réel dans la nature humaine et dans l’histoire. Singulier outil, au demeurant, puisque certains résultats étant acquis, ils doivent être tenus pour véritables. L’idée des présuppositions est trop jeune encore, mais l’idée se fait jour que les bases de références peuvent n’être pas valables ou, si l’on veut, que les syllogismes sont faux. La critique –et même I‘autocritique– se déchaînent contre les unes et les autres, mais on ne va pas au-delà. La présomption de l’historicité propre à un idéalisme qui fournit des références absolues n’existe pas, ce qui suffit pour rassurer les créateurs sur la véracité de leurs créations. D’où la véracité du Bon Sauvage, qui évite la compréhension des données imaginaires, intellectuelles et réelles qui viendraient à bout de la légende. Le plaisir de rencontrer le Bon Sauvage dans des espaces géographiques donnés, avec leurs noms concrets, leurs coutûmes, leurs institutions et leurs croyances particulières peut donc se donner libre cours. Le raisonnement, par sa seule force, établit la véracité et l’existence de l’homme américain tel qu’on en parle sur le terrain véridique de I’ histoire.
Il y a malgré tout une certaine vision des contradictions que révèlent réalités et faits sociaux. Mais voilà: la raison est entièrement disposée à conférer autorité aux voyageurs des siècles passés, qui prouvent ce qu’ ils désirent établir. La raison ne saisit pas que les voyageurs ont vu ce qu’ils croyaient ou voulaient voir, ce que la raison leur dictait avant même d’avoir mis les pieds en Amérique et d’avoir vu de leurs propres ycux les vestiges des sociétés Incas, les iles du Vent, ou les Hurons.
C’est ainsi qu’au XVIIIe siècle, une fois assuré un fondement métaphysique satisfaisant –j’entends par là un fondement philosophique en accord avec les aspirations utopiques du siècle antérieur– la jonction entre philosophie et légende acquiert soudain un pouvoir sans précédent. La complexité de cette jonction est à la mesure de la somme des éléments qui ont contribué à lui faire prendre corps: données de la tradition, de l’imagination, systèmes de valorisation, intérêts sociaux réels. Et c’est elle qui nous empêche souvent de voir à quel point les données que cache ce jeu théorique –l’actualité du Bon Sauvage, semblable à celle du conquérant pervers, qui sont tous deux des créatures de la pensée du siècle– sont multiples et d’origines diverses –fictives ou non, directes ou indirectes, répercutées ou non par les circonstances de l’histoire ou les echos vivrants de la pensée européenne. [ … ]
Vérité pour les voyageurs qui découvrent de Bons Sauvages dans le Nouveau Monde. Vérité pour les philosophes qui citent les données concrètes des voyageurs pour prouver leurs thèses, démontrer I’existence de la raison universelle, affirmer le déisme, contrarier l’athéisme, proclamer la grâce, le libre arbitre, la bonté «propre» a la nature humaine, etc. etc. Ni les uns ni les autres ne voient aussi clairement l’origine métaphysique de ces visions que le Directeur de la Compagnie de Virginie quand il affirme, conscient de I’origine financière de sa propre propagande, que les «sauvages» de la Virginie sont «très affectueux et très doux, faciles à mener au bien». C’est qu’il y a une grande distance entre les Bons Sauvages du philosophe et ceux de l’organisateur de la colonisation … L’écart est le même que celui qui sépare le métaphysicien de I’inventeur de voyages utopiques ou l’auteur de romans d’aventures. Mais ce qu’il y a de paradoxal dans les découvertes des philosophes, c’est qu’il y a en elles création au même titre qu’il y a découverte et création chez le voyageur et chez I’ auteur de fiction. Seulement que cette dernière ne prétend qu’à broder, tandis que celles-là aspirent à la vérité au sujet du Bon Sauvage [pp. 101-103].
Lo que esta notable síntesis –que nos hemos permitido citar in extenso por no estar el texto disponible– de las formas de «racionalización» del acervo de representaciones acerca del «hombre americano» pone de manifiesto, es entonces la existencia de un dispositivo ideológico abstracto subyacente en las diversas ideologías en contienda. Como tal, este dispositivo tiene por función la de regular el procesamiento de los datos –previamente filtrados– que provienen de la experiencia empírica, amalgamándolos con los que incorporan la imaginación y la propia afabulación, y engarzándolos en sistemas de presuposiciones y valorizaciones concretos. Todo lo cual concurre en la producción de un effet de réel muy parecido al que suele buscar la ficción. Sin embargo, no por abstracto este dispositivo deja de tener su asiento concreto en formas específicas de organización de la vida cultural, ligadas al cortesano y a la teatralización de los diferentes objetos de pensamiento en debate (el hombre, la naturaleza, la sociedad). De ahí que las construcciones sistemáticas y abstractas que tienden a reproducirse en dicho ámbito permanezcan relativamente inmunes a las manifestaciones de la cultura viva –que transcurre en otros ámbitos y por otros canales–, y a las contradicciones que podrian surgir de una relación dialógica con ella.
Sin embargo, González Casanova no se queda en la ubicación de aquel prisma defonnante y las cristalizaciones que propicia. Vuelve nuevamente a poner a las ideas en movimiento, y a explorar sus múltiples difracciones:
Outre les caractères révolutionnaires qui accompagnent la littérature de voyage et la littérature idéologique sur I‘Amérique, il convient de signaler les conséquences de l’évolution de la raison en cette période si agitée de la fin du XVIIIe siècle, qu’accompagnent ces grandes polémiques dont la violence même permit le déploiement d’idées et de systèmes abstraits, de plus en plus remarquables.
Ces abstractions continuent de jouer un rôle dominant. Elles attirent à elles et polarisent une poussière de faits concrets, sans Iesquels il n’y aurait ni abstraction valable, ni polémique vivante. L’existence de ces faits entraine une indéniable laïcisation de la raison, mais la signification profonde de celle-ci continue de l’emporter sur les autres éléments de la polémique: le général, l’abstrait, prévalent sur le particulier et le concret.
En conséquence, une défiance légitime surgit à l’égard de l’esprit systématique. L’histoire de I’Amérique subit tout à la fois les conséquences de cette laïcisation de la raison, de cet esprit antisystématique, et de l’épanouissement du nouveau rationalisme abstrait. L’homme d’Amérique, exemple concret de la «nature humaine», est le support privilégié des luttes qui s’engagent pour dire en quoi consiste cette nature humaine. […] Mais ce qu’il est intéressant de signaler, c’est qu’à partir de la crise de la pensée systématique, les auteurs vont osciller, à l’égard de la réalité historique, entre les systèmes les plus divers, et donc choisir telles ou telles affirmations selon les faits qu’ils veulent prouver. D’où ces contradictions constantes dont l’œuvre de Raynal est le meilleur exemple. Les affirmations les plus variées servent les faits les plus divers et vice versa, selon qu’il s’agit de parler des faits concrets ou de donner un fondement à des thèses philosophiques. II en résulte une immense variété d’opinions et des oppositions multiples [pp. 106-107].
El análisis detenido de las principales obras de Charlevoix (Histoire de l’ile espagnole ou de Saint Domingue y Histoire du Paraguay), Touron (Histoire génerale de l’Amérique depuis sa découverte) y Raynal (Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux lndes) le sirve al autor para la exposición de las contradicciones y las paradojas antes apuntadas. La selección de dichos autores obedece al hecho de que, además de ser quienes prestaron una atención particular a la América española, representan entre los tres las dos principales tendencias de aquella empresa de sistematización de la historia y el hombre americanos: la historiografía cristiana y la de las «Luces». El último, Raynal, es además quien ha ejercido mayor influencia en la historiografía latinoamericana.
No es nuestro propósito seguir aquí a González Casanova en sus análisis, sumamente prolijos, de los autores y las obras antes señalados. Los principales aspectos de la démarche que preside a dichos análisis han sido expuestos ya, al menos en lo fundamental, y no podemos abundar en ellos. Pero lo que sí nos interesa retomar con él es el problema esencial en el cual desemboca toda su investigación: el de la la verdad en historia.
Si, como esperamos, hemos logrado dar cuenta de la preocupación de González Casanova por la formación y las características del pensamiento francés acerca de la América española, tal y como se manifiesta en la historiografía de los siglos XVI, XVII y XVIII, y si, junto con ello, hemos conseguido también reconstruir, aunque sea de modo sucinto, las modalidades específicas de su acercamiento al problema planteado, el lector se habrá dado cuenta de la riqueza y la versatilidad de los instrumentos movilizados. Guía al investigador mexicano un escrupuloso cuidado por no forzar nunca el material en estudio con el fin de adaptarlo a sistemas o categorías de análisis previamente establecidos, y por adecuar las formas de su indagación a las peculiaridades del material seleccionado a la vez que al ámbito de pertinencia definido y renovado a cada paso. Ello le permite poner de relieve, sin aprisionarla, una realidad a la vez multifacética y en movimiento, que contrasta en más de un sentido con la «metafísica» cuya génesis y cuyas formas se propuso estudiar, desconstruyéndola y devolviéndola a los cursos y decursos que le son propios. De poco o nada hubiera servido volver a sistematizar una forma de pensamiento que, de por sí, tiende ya a una universalidad abstracta, y cumple en esto con funciones ideológicas propias de su época y más o menos establecidas. Ni el reflejo especular de la imagen, ni su fragmentación formal en un espejo hecho trizas, contribuyen propiamente al enriquecimiento de nuestros conocimientos, ni acerca del pasado transcurrido, ni acerca de nuestro presente histórico, tan adicto por cierto a ejercicios metafísicos y ficciones semejantes.
La reconfiguración propuesta por González Casanova, desde el ángulo específico de la figuración, por parte de los sectores letrados de la Francia posrenacentista, de la América española y sus habitantes, no es una imagen estática, ni tampoco unívoca. En tanto construcción de lo «real» –en gran medida desligada de la experiencia concreta que permite poner a prueba y rectificar las propias construcciones mentales, pero no por ello menos concreta e histórica y socialmente formada–, que asocia de modo particular y hasta cierto punto cambiante presuposiciones, datos empíricos, razón y fantasía, es necesariamente multifacética, mas no por ello atomizada o fragmentada. Asimismo, las relaciones que mantiene con la historia y con la verdad son sin duda contradictorias, ambiguas y hasta paradójicas, mas no por ello menos ciertas. Y, por lo mismo, estas relaciones son susceptibles de reconstrucción por parte del historiador mediante aproximaciones sucesivas y siempre sujetas a matizaciones o rectificaciones. En este sentido, la investigación de González Casanova puede ser contrastada con otras investigaciones similares, como la de Michele Duchet –Antropología e historia en el siglo de las Luces (México, Siglo XXI, 1975)– quien vuelve sobre el tema desde otra perspectiva, moviliza otras fuentes, y llega a conclusiones a la vez coincidentes y divergentes, aunque su «metodología» sea de hecho bastante afín a la de González Casanova.
Con todo, y siempre en relación con la verdad en historia, hay un aspecto de la propuesta del investigador mexicano en el que quisiéramos insistir para concluir. Subraya en más de una ocasión la fuerza de aquellas «verdades» o «seudoverdades» para quienes las elaboran o las sostienen, insiste en la articulación versátil de sus elementos por parte de las diferentes ideologías en pugna, y procura siempre rastrear y filiar con toda precisión los cheminements, varios y complejos –«los movimientos en el tiempo y en el espacio»–, de estos mismos elementos, siempre atento lo mismo a su fluidez que a los momentos, las formas, los alcances y las limitaciones de sus diversas cristalizaciones. No es por lo tanto la suya una reconfiguración a priori, ni tampoco la simple proyección de preocupaciones actuales sobre el pasado transcurrido pero siempre abierto. Con su investigación nos convida más bien a participar de su diálogo con un pasado a la vez propio y ajeno, recordándonos a cada paso que la primera condición, para que este diálogo sea real y fructífero, radica en el reconocimiento del «otro» o los «otros» –en este caso los del pasado– como otros concretos, y no sólo entidades abstractas dotadas de una seudoidentidad puramente formal. Entabla pues, con el XVII francés, el diálogo que éste no pudo establecer con el hombre americano de ayer. Y en ello radica también parte de la verdad histórica, en el descubrimiento de la negatividad:
Cette étude nous a permis également de reconsidérer le problème de la vérité au sein des idées toutes faites et des systématisations, et dans ses rapports aux intérêts sociaux. Reste à expliquer la nature de cette vérité, ce qui nous conduit au problème de son influence dans la réalité et l’historiographie hispanoaméricaines.
La nature de cette vérité nous intéresse à deux titres distincts: du point de vue européen, et du point de vue américain.
En ce qui concerne le premier, il convient d’observer que […], en tant que métahistoire, l’historiographie française sur l’Amérique espagnole implique une transcendance qui ne concerne pas un passé éloignésinon un présent éloigné. Les états idéaux que découvre cette métahistoire, les êtres idéaux qu’elle croit réels et oppose aux européens ne sont pas des êtres du passé, comme dans les légendes de l’âge d’or, mais des êtres contemporains, éloignés dans l’espace. Cet état d’esprit de l’historiographie française, loin d’être accidentel, nous mène à l’essence même de l’âge moderne. L’Amérique qu’elle découvre, c’est «I’autre monde» terrestre, de caractère idéal, auquel on aspire à défaut de «l’ autre monde» celeste ou de celui d’avant le pêché originel auxquels on aspirait quand l’ esprit chrétien animait les problèmes spirituels. De I’Amérique idéale en tant que monde terrestre et contemporain, I‘âge moderne va passer, dans sa phase «critique» et «philosophique», a l’Amérique idéale en tant que monde terrestre et futur. Ces changements d’espace et de temps, qui coincident avec l’esprit de l’Âge Moderne, correspondent en même temps aux expressions les plus abstraites de celui-ci. L’important en cela est que I’ Amérique représente pour I’Âge Moderne l’exemple concret, vécu et pensé. Elle est l’exemple même pour la Modernité, et c’est en ce sens que son histoire est unique: I’Amérique est l’exemple historiographique concret des projets les plus abstraits de l’ Âge Moderne.
[…] Pendant trois siècles, la France a répété ce qu’est l’Espagne: despotisme, violence, fanatisme. Et à la veille de la Révolution de 1789, elle a fini par découvrir, en le concrétisant en Amérique, ce qu’elle même n’était pas: un état idéal, un état libre, égalitaire, oú rien ne sépare le «tien» du «mien», etc. Même si I’esprit de système, les préjugés, les idées et les notions toutes faites, ses méthodes et ses abstractions lui ont fait altérer la vérité sur la réalité américaine, cela ne I’a pas empêché de découvrir la vérité sur ce qu’elle n’était pas.
Cette découverte a été d’une importance capitale pour les Américains. Puisqu’au moment de se libérer, ils ont subi l’influence d’une pensée historiographique qui leur disait la vérité sur ce qu’eux mêmes n’étaient pas non plus, l’histoire qui commençait alors pour eux ne pouvait que s’engager dans une lutte progressive et par force incapable de coincider avec la vision purement négative de la métropole. Par l’historiographie française, l’Amérique a connu ce qu’idéalement elle n’était pas. A l’époque de l’lndépendance, elle a placé cet idéal au cœur de sa culture politique et philosophique, et même si elle l’a transformé, elle n’a jamais pu l’abandonner tout à fait.
Les conséquences de cette connaissance initiale pour un peuple qui prend conscience de ce qu’il n’est pas à partir de la version qu’on lui livre de son propre passé, sont d’une grande importance pour son évolution politique et culturelle. D’autant plus qu’il rencontre dans cette historiographie des faits positifs sur des êtres irréels, des faits légendaires, des faits qui concernent l’idéal localisé. Comme tout cela prend la forme de faits historiques, ce sont ces mythes eux-mêmes qui vont devenir historiques et présents [pp. 185-186].
¿Hace falta añadir que la investigación siguiente de Pablo González Casanova tenía que llevar por título Una utopía de América (del siglo XIX), y desembocar en la recusación más severa de aquellas invenciones «platónicas»? A despecho de Francis Fukuyama y algunos más, les vues de l’esprit nunca lograron hacer las veces de historia ni llenar sus vacíos y sus ausencias durante demasiado tiempo.
*Publicado por primera en vez la revista Anthropos, no. 168, septiembre-octubre de 1995. pp. 26-41. Reproducimos el texto con autorización de la autora.
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