La mística de la política o la esperanza en el pueblo

Rodrigo Wesche

Con motivo del 85° aniversario de la expropiación petrolera el pasado 18 de marzo el presidente convocó a un mitin en el Zócalo con el pueblo, el cual logró congregar a más de 500 mil asistentes. La imagen es clara: la soberanía popular se hizo presente para conmemorar la recuperación pasada y presente de la soberanía energética. En un mismo acto la utopía cardenista y la utopía obradorista se dieron la mano.

El discurso pronunciado por el presidente hizo una revisión histórica del sexenio del general Lázaro Cárdenas, pero poniendo un particular énfasis en el vínculo entre el pueblo y el entonces presidente. Recordó el reparto agrario ―más grande incluso que el acontecido durante la Revolución Mexicana―, la expansión de los derechos laborales y la defensa de la soberanía energética. Al respecto de este último punto, rememoró cómo el pueblo mexicano beneficiado de las dos primeras acciones entregó su apoyo al presidente Cárdenas en su lucha contra las trasnacionales que saqueaban el petróleo.

También arrojó potentes reflexiones sobre la naturaleza de la política, poco llamativas para quienes sólo buscan la filosofía política en los grandes tratados de los autores clásicos, olvidando que muchas veces las grandes ideas son formuladas en las calles y en la tribuna, al calor de la disputa. Varias ideas merecerían destacarse, sin embargo, me quiero concentrar en una bastante provocadora: “la política no sólo es racionalidad, también, como otras actividades de la vida, necesita de mística y de convicciones. Los procesos políticos son más complejos de lo que suponen los intelectuales racionalistas; en los procesos políticos intervienen factores como la suerte, la genialidad de los dirigentes y los sentimientos del pueblo”.

De entrada, por su carácter intrincado, la política es más que sólo razón. No niega a ésta, pero le reconoce su papel limitado ante el carácter abierto de la realidad, en la cual pueden acontecer imprevistos, eventos afortunados o desafortunados; ante los afectos imposibles de calcular que alimentan al pueblo; y ante el genio de los líderes capaces de canalizar esos afectos en pro de un proyecto político, con el propósito de hacer que éste persista con el tiempo.

Ahora bien, ¿por qué aludir a la mística? ¿Por qué usar una palabra tan cercana al lenguaje religioso? La respuesta la encontramos, creo, si prestamos atención al afecto que apunta al más amplio de los horizontes. En uno de sus más recientes textos, La política como disputa de las esperanzas, Álvaro García Linera reconoce el carácter constitutivo de la esperanza en la política: “la esperanza es, en esencia, la conducción de las esperanzas colectivas y el Estado, como síntesis jerarquizada de la sociedad, es el monopolio de estas esperanzas”. En resumen, el exvicepresidente boliviano explica que la política es esperanza y es fundamental aprender a dirigirla hacia la justicia social, con la intención de que no sea distorsionada e invertida por grupos políticos de derecha.

Esa esperanza a lo largo de la historia ha sido expresada de múltiples formas. Particularmente en las utopías religiosas, según Ernst Bloch ― el gran estudioso de la esperanza y las utopías de la humanidad― se encuentra la mayor dosis de esperanza condensada. En ellas encontramos utopías donde ya no hay pobreza, injusticias y sufrimiento; incluso ha desaparecido la muerte.

La superposición milenaria entre religión y política, estudiada entre otros por Jan Assmann y Carl Schmitt, explica cómo conceptos de un campo han sido extrapolados a otro. Parece ser este el caso de la mística de la política. Si las reflexiones de García Linera las conjuntamos con lo dicho ayer por el presidente, podemos decir que la política es esperanza del pueblo en sí mismo (¿acaso no las religiones también son formulaciones humanas sobre una esperanza que involucra a los seres humanos mismos en relación con un horizonte que les trasciende, llámese dios, cielo, vida después de la muerte, etc?). Tiene fe, confianza, esperanza, en que logrará generar transformaciones, en tanto se reconoce como sujeto político capaz de provocarlas ―aunque ciertamente no sin dificultades y errores en el camino―.

Si la mística de la política tiene que ver con esta dimensión que trasciende lo racional sin negarlo, con sus utopías y esperanzas, propongo interpretarlo como aquello que le permite conectar al ser humano su pasado con su futuro, las esperanzas del ayer, en este caso de la expropiación petrolera, con las esperanzas del presente, de que el pueblo continúe decidiendo cómo se deben administrar los recursos energéticos. Así, el futuro del pasado nutre el futuro del presente. La mística de la política ha permitido la conexión entre las utopías cardenista y obradorista.

Sin embargo, no debemos caer en un falso dilema: mística o razón, esperanza o racionalidad. La fuerza explosiva de la esperanza puede derribar presas, pero también es susceptible de extraviarse en cuanto pierde de vista la situación objetiva. De ahí la importancia de que la esperanza del pueblo desemboque en un proyecto político que sin perder de vista el horizonte más amplio, también conquiste metas provisionales con base en el análisis de sus condiciones materiales existentes, de su correlación de fuerzas. Ya lo decía Ernst Bloch: “la razón no puede florecer sin esperanza ni la esperanza puede hablar sin la razón”.