Jorge López Páez, evocación en un penthouse con cactus y tequila
Pável Granados
No olvidé a mi maestro Jorge López Páez (1922-2017) en los días de su centenario. Cómo iba a hacerlo, si constantemente lo tengo en la mente. No es que lo relea todo el tiempo, pero tengo presente sus enseñanzas. Tampoco es que recuerde con frecuencia al salón de clases (Facultad de Filosofía y Letras, todos los martes, de diez a doce, ¿en qué salón habrá sido?), porque la nostalgia nada enseña sino a volver a contar la misma historia, pero retocándola de tal modo que al final no se parece a la historia original. 2022 fue un año que nos sirvió a sus alumnos para platicar de él, para reunirnos y evocar lo de otros años, finales de los 90, comidas en su casa, porque acostumbraba invitarnos a comer al final del semestre de Creación literaria. Era de esos maestros que enseñan trabajando, sobre la marcha de la escritura. Es cierto que en los primeros días nos recomendó dos libros: la Anábasis de Jenofonte y las obras de Gabriel Miró. Todos los demás nombres de literatos fueron saliendo con los años en las conversaciones, en su penthouse que mezclaba un aire afrancesado con cactus y tequila mexicanos. La verdad es que sólo ahora, luego de muchos años, lo evoco por escrito, porque no es sencillo. Eso se debe a que mi falta de naturalidad para escribir es contraria a sus enseñanzas. Gracias a Víctor Balvanera, su compañero y su heredero, pude volver a esa casa y visitar de nuevo la biblioteca, el cuarto con su máquina de escribir y los pasillos con obras de arte, estudio de que cualquier escritor se enorgullecería: Eça de Queiroz, Marcel Proust… ¿Un Marcel Proust que vive en México? Bueno, un escritor que no abandonaba ningún día su máquina de escribir, que creaba metódicamente y que administraba su obra de una manera que no me imaginaba. ¡Todo está en el archivo: su diario, sus originales, sus publicaciones, sus diversas ediciones! En la mañana, antes de clase, en el “aeropuerto” (o sea, el vestíbulo de la Facultad), se reúnen los viejos maestros, los del exilio español, los que dan la clase de Literatura mexicana del siglo XIX, los que se acuerdan de Alfonso Reyes…, ya luego seguíamos al maestro, quien se sentaba en una de las filas del salón, y el que traía un cuento, se subía al escritorio a leer en voz alta. El maestro Jorge López Páez contaba un chiste, una anécdota, pero antes preguntaba si alguien veía una falla en la narración y preguntaba si a alguien se le ocurría la manera de solucionar el problema. Qué tristeza que aún viven los objetos de los chistes, porque por esta razón es imposible contarlos aquí. Tomaba su boina, su bastón y su bolsa con libros, y se iba al metro Copilco. A veces lo seguíamos a la próxima estación: Hidalgo, que tiene en las afueras la cantina El Palacio, a donde estaban con frecuencia Pepe de la Colina, Nacho Trejo y otros críticos, cuentistas y periodistas, porque cerca estaban todos los periódicos. Vida de escritor… Qué atractivo, aunque hoy no sé bien qué sea eso, pero entonces era la gran atracción de la vida. Si no me atrevía a escribir de Jorge López Páez era porque, como decía, debe parecer natural, no se debe de notar que lo corregí mil veces antes de llevarlo al tribunal. Yo me avergüenzo en retrospectiva, quisiera llevar un texto de hoy a mi clase de ayer, para ver si de algo sirve. En una cena de Navidad, me tocó estar con el anticuario Gabriel Ruiz, y le dije: “Hay una novela de López Páez que trata del mundo de los anticuarios, Donde duermen las güilotas”. “Es mi historia, se la conté a Jorge”. Por alguna razón, todo lo transformó en novela y sólo los amigos íntimos, los que iban a sus reuniones, saben quiénes están detrás de las referencias, quién fue amante de quién, quién dijo qué, quién quedó en ridículo en la última fiesta… “Maestro, ¿qué le inspiró su novela Silenciosa sirena?” “Una actriz de teatro que ya murió, María Douglas”. Pienso que escribió en gran medida para sus amigos, para los que entendían la referencia y la insinuación. Todo en sus narraciones es malicia, narrativa para que la entienda el que sepa. ¡Pero de ésos quedan pocos! Y quedarán menos, lo que quiere decir que las obras se sostendrán por sí solas. Así que lo volví a leer, porque desde hace mucho que tenía ganas de volver a sus páginas. Ya murió el crítico literario Pepe Reyes, que era su ahijado, y que me dijo un día que la mejor novela de López Páez era La costa. No tengo la primera edición de El solitario Atlántico (1958), su primera novela; tengo la reedición de Lecturas Mexicanas, dedicada por él. Pero vuelvo a su libro gracias a que Alejandro Arras la reeditó para festejar sus cien años, y me encuentro con que esta novela se parece poco al escritor que conocí, siempre de buen humor, en una casa en donde siempre se estaba contento. Y El solitario Atlántico es la historia que ocurre en un pueblo casi elidido, que apenas se intuye en la narración. Como se trata de la narración hecha por un niño (por un narrador disfrazado de niño) (por la recreación de una conciencia infantil) (por la malicia que ve pasar el mundo con candidez), vemos que las cosas importantes para un adulto pasan a lo lejos, como fantasmas de la percepción, como pasaron las cosas importantes de nuestra vida durante nuestra infancia. Y luego, una narración que no le da seguimiento a lo que plantea, porque lo que este niño mira le deja lugar a otro aspecto de la vida que de pronto le llama la atención. Lo más importante es mirar cómo el chipi-chipi va llenando las hojas poco a poco, con lo que el agua cae a la hoja de abajo para que la superior vuelva a llenarse nuevamente. Detrás de esa lluvia se mira adormilada la realidad, una monotonía que sólo se interrumpe porque a la casa van a avisar que la señora Peña va a tener gemelos. Todavía más allá de la lluvia están los agraristas, que acaban de matar al joven Anastasio González. Los agraristas son más pequeñitos que las hormigas que caminan por el jardín, más pequeños y distantes que las libélulas que sirven para jugar. Qué aburrido el elogio del muerto, por eso Andrés, el protagonista, se pone a aventar semillas de café al hermano del muerto, olvidándose de esa extraña circunstancia de la muerte. La guerrita de café se ve interrumpida por la indignación de los vecinos, que miran al presidente Calles como un demonio. ¿Qué haremos con los agraristas? Y Andrés, él se siente un pequeño barco que se hundirá en ese mar que se agita, en esa realidad que hace agua. El solitario Atlántico me parece el libro más retocado de Jorge López Páez, quiero decir que parece que fue al menos dos veces escrito: difuminando el mundo de los adultos y resaltando la perspectiva del niño que cuenta la historia. Hay toda otra vertiente de la obra de López Páez, una que parece que quiere olvidar este mundo: el relato de la ciudad, el cosmopolitismo, el erotismo más o menos libre, más o menos encubierto, el triunfo de la simulación… Son dos caras de la misma moneda, pero él, cuando lo conocí como maestro, sólo nos mostró ese rostro de mundanidad, de alegría, de malicia literaria y su desagrado por la pedantería académica. Está bien, es algo que le agradezco tanto a la distancia, porque nos mostró lo más refinado de su personalidad y dejó un notable mundo interior por descubrir.
Jorge López Páez. El solitario Atlántico (1958). México, Moliedro, 2022. (Serie del caudal)