Historia de dos anti-nacionalismos
Jorge Puma
Una de las víctimas del terremoto electoral de 2018 es el viejo discurso opositor que desde los años previos a la transición democrática impulsó parte de la izquierda. Ese discurso permitió a sectores de la izquierda democrática compartir mesas de casilla con la gente decente del PAN, seguir a José Ramón Fernández en Tv Azteca después de su privatización, o entrar en coalición con el objetivo de sacar al PRI de los Pinos. Claro, el discurso estaba moribundo desde 2013, cuando el “Pacto por México” reformó la Constitución para terminar la larga marcha del cambio neoliberal que la izquierda asociaba con Carlos Salinas, pero continuó con Vicente Fox y Felipe Calderon. La victoria de López Obrador transformó la manera que vemos aquellos años.
Y sin embargo, desde las periferias del viejo orden en ruinas, intelectuales y activistas han intentado revivir el recuerdo y la alianza bajo el manto de resistir a un autoritarismo que existe solo en sus mentes. Algunos de estos personajes siguen sin comprender que la gran mayoría de los electores nunca gozaron de las protecciones de una base o una beca al momento de enfrentar las reformas de mercado y que sus representantes en las cámaras nunca intentaron protegerlos frente al embate de los grandes intereses empresariales. No entienden que al final del día, la mítica clase media mexicana o post-mexicana es un fragmento bastante pequeño de una población que la Transición mantuvo sin movilidad social ni peso político. Incapaces de reconocer el fracaso del impulso democratizador en su variedad de modernización liberal-capitalista, los que olvidaron sus reclamos juveniles ahora se indignan ante el sentido del voto y el desapego de amplios sectores a sus instituciones oligárquicas que conducen sus hijos y sobrinos.
Como el reconocido personaje de los Simpson, el director Skinner, en lugar de reaccionar frente a los límites de la Transición, culpan a un nebuloso populismo del deterioro de la democracia, un populismo que en el caso de Roger Bartra se identifica con el viejo demiurgo del nacionalismo revolucionario de tiempos de López Portillo y Echeverría. En eso hay una sorprendente continuidad entre el momento en que Bartra se acerca a la socialdemocracia como alternativa frente al “estalinismo” y el régimen del PRI. Si en 1987 Bartra condenaba al nacionalismo como un obstáculo para la democracia, en parte porque impedía la organización independiente de la clase obrera y los ciudadanos, una idea compartida por parte de la izquierda mexicana desde Revueltas; 34 años después, el nacionalismo conserva su carácter maléfico, pero Bartra ha trasladado la labor de la construcción del socialismo de los trabajadores a las élites ilustradas y al ámbito de lo utópico. Liberado de los contornos de la tradición comunista, Roger Bartra repite los tópicos de una oposición de derechas, de un panismo que, salvo por el tema del aborto, es indistinguible del liberalismo moderado de la izquierda reformista de la Ciudad de México. Eso explica porque lectores y comentaristas de derecha lo citan con una naturalidad casi orgánica.
La paradoja del anti-nacionalismo contemporáneo es que la versión clasemediera y liberal comparte espacios en El Paíscon un autonomismo radical, ese sí, claramente de izquierdas. Ninguna de las modalidades de la oposición al nacionalismo mexicano es conservadora, pero ambas son funcionales al orden oligárquico y a la escala de valores de un liberalismo pro-empresarial. En el caso de Bartra la defensa de un capitalismo progresista es explícita y textual, sobre todo porque se opone al inmovilismo y atraso de quienes se resisten a los cambios (campesinos, burócratas, sindicalistas). Sin embargo, el anti-nacionalismo y anti-estatismo de Yasnaya Aguilar, a pesar de su defensa del territorio y los derechos de las comunidades, también es tolerable para los intereses de las transnacionales, que bien pueden magnánimamente mantener pequeños espacios para las comunidades en resistencia con tal de mostrar responsabilidad social o más sencillamente, esperar a que la opinión pública volteé a otro lado para continuar su imparable marcha contra las atomizadas y autónomas voces.
La trampa de la identidad y su relación con la lengua hablada atrapan a los opositores al nacionalismo mexicano de corte progresista; ellos olvidan que la historia del nacionalismo mexicano no comienza con los procesos de escolarización, que se concentran sobre todo en el periodo posrevolucionario, sino que tiene raíces en las luchas políticas y militares del siglo XIX (la independencia, las guerras civiles y luchas contra las invasiones norteamericanas y europeas) y sus conmemoraciones. A lo que habría que agregar la utilización del discurso nacional por las comunidades indígenas y afromestizas para avanzar sus intereses políticos y materiales. Reducir el nacionalismo mexicano a imposición, deja de lado toda esa historia y las complejas relaciones de individuos y comunidades con un Estado que no siempre tuvo la fuerza para imponer, por eso hablaba de negociación.
Por eso, al reconducir el nacionalismo a una identidad individual o comunitaria son ciegos frente a la manera en que figuras populistas como Lázaro Cárdenas hicieron avanzar demandas populares, o años después cuando grupos obreros y campesinos movilizaron la idea de un México incluyente como un escudo para luchar por el reconocimiento de sus derechos. Es justo en el momento en que las elites gobernantes y las disidencias se desconectaron de ese lenguaje e imaginario en que la posibilidad de construir un hogar común se derrumbó. El jubilo del derrumbe de la condición mexicana lo compartieron disidentes y elites, pero a la fecha solo lo han gozado estas últimas. En estos momentos, después de años de intentar reconstruir una coalición que terminara con el abuso, el curioso reclamo es que el poder sea sordo frente a la voz de la urnas, una democracia sin mayorías.