Europa: La impotencia de las naciones y la cuestión "populista"*

Étienne Balibar

Traducción de Javier Sainz

En el umbral de un dossier dedicado a problemátizar la noción de «populismo», en relación con la actualidad de los sistemas democráticos en crisis, y esbozando una genealogía de sus usos conflictivos, nos pareció oportuno proponer, no una síntesis imposible, sino, por el contrario, un foco y una reflexión personal sobre uno de los aspectos de la actualidad que –en Europa y en otros lugares– explican el renovado interés que suscita y la insatisfacción que provocan los avances existentes, por muy informados y exigentes que sean. Se trata de la relación equívoca, pero permanente, que el populismo mantiene en la historia contemporánea con el nacionalismo y, por consiguiente, con la xenofobia y sus «usos» políticos. Este aspecto, por supuesto, no es el único, pero quizás nunca sea ajeno a los complejos a los que aplicamos el nombre de populismo. Al menos, hay que cerciorarse de ello, evocando dimensiones políticas así como impolíticas, determinaciones sociales y culturales, incluso inconscientes, a las que las instituciones del Estado moderno han aportado una constitución unitaria de la que hoy se percibe toda la fragilidad.

No obstante, tener que expresarse una vez más sobre el aumento de las xenofobias no es fácil –sobre todo para intentar, como pretendemos, abrir los caminos que conducen a orillas desoladas de la intolerancia, cuyos efectos para Europa se asemejan cada vez más a un suicidio, hacia las líneas de una «renovación de la esperanza»[1]. Así lo expresa el geógrafo y politólogo Ash Amin[2] en la introducción de la serie Uses of Xenophobia publicada en 2011 en el sitio Opendemocracy:

La estigmatización del extranjero parece totalmente coherente con la defensa de la Europa liberal, y quizás necesaria para su construcción. Pero esta combinación es peligrosa y, al final, insostenible. Afrontar los desafíos de un mundo turbulento e interdependiente mediante un sistema de exclusiones culturales y de cierre geográfico significa reducir la complejidad del espacio público europeo en plena transformación a un enfrentamiento entre tradición e invasión, o entre «los del interior», que tendrían derecho a la protección, y «los del exterior», que representarían el peligro de explosión. Así no se atacarán los miedos y las angustias que comparten las poblaciones mayoritarias o minoritarias, y que están vinculadas a los problemas muy reales engendrados por la inseguridad económica y social, el colapso de las esperanzas colectivas, la privatización o la destrucción de los comunes, el aumento de los riesgos y de las inseguridades, el aislamiento de los individuos en el marco neoliberal. Estos problemas se enmascaran, mientras que una nueva cultura de la catástrofe se arraiga, no sólo en detrimento de los extranjeros, sino también en contra de la capacidad de Europa de entrar en el futuro con lucidez y confianza en sus diversos recursos. Pero las barreras de la xenofobia que se levantan son reveladoras de una evolución más profunda y más negra: depende de un estado de ánimo de guerra hacia el futuro, visto como zona de tormentas que exigiría de nuestra parte una vigilancia y una capacidad de intervención permanente. Así es como la violencia hacia lo anormal y hacia el extranjero –ejército de las nuevas tecnologías de la vigilancia y de la reclusión, que van de la propaganda alarmista a la suspensión de los garantías democracias– se ve naturalizada como una necesidad para nuestra supervivencia y normalizada como una forma de nuestra vida cotidiana. La analogía con los períodos de intolerancia más oscuros de la historia moderna de Europa es inevitable y profundamente inquietante.[3]

¿Nos estamos quedando sin imaginación y determinación? ¿O sería más bien que cuanto más lo pensamos, más vemos que tal programa político debería conseguir conciliar exigencias contradictorias, lo que no deja de ser muy improbable? Hay más que una «utopía»: porque la utopía es precisamente lo que llama «política de la esperanza», como se buscó aclarar y esclarecer, el año pasado, en la «Carta abierta a los europeos» publicada bajo el título «Living with Diversity: For a Politics of Hope Without Fear», del Forum of Concerned Citizens of Europe,[4] del que formo parte.

Analogías históricas: riesgos y utilidad

Sin embargo, el espíritu de utopía no impide reflexionar sobre las condiciones, las fuerzas presentes, los conflictos de intereses. Pero la dificultad aumenta cuando intentamos anclar la esperanza en la configuración misma de las tendencias, de los conflictos, de las fuerzas características de la situación política y susceptibles de hacerla evolucionar. De hecho, ni siquiera estamos seguros de entender bien las realidades que se pretenden trasformar, a pesar de que nosotros mismos formamos parte de ella. Tendemos a pensar por analogía con otros períodos históricos, y estas analogías son parte del problema.

Así, no por casualidad sin duda, hoy en Europa (y no solo en la izquierda, o entre los intelectuales) se habla mucho de la gran catástrofe de los años treinta, consecutiva a la «crisis del 29» y al auge del fascismo, cuyos fenómenos actuales hacen temer su regreso. No hay simplemente una manera de sobrecargar nuestro discurso de énfasis y patetismo: no podemos dejar de preguntarnos qué supondrá para nuestros sistemas políticos el hecho de que una ruptura brutal de los equilibrios financieros seguida de una recesión económica precipite a masas crecientes de asalariados en el desempleo y la precariedad (aunque en el propio espacio europeo algunas naciones y algunas profesiones se ven más afectadas que otras), al mismo tiempo que las instituciones políticas y los gobiernos agotan su legitimidad, y que las ideas, las manifestaciones, los discursos políticos xenófobos se hacen cada día más invasivos. Esta analogía ha sido asumida por destacados politólogos, al menos de forma heurística.[5] Estoy, tanto inclinado a ignorar su advertencia como, por otra parte, estupefacto de la ingenuidad con la que en política nos contentamos con fórmulas como «la historia no se repite» o «Europa ha aprendido las lecciones de su pasado» (prueba de ello es la construcción de la Europa unida… pero es precisamente ella la que está hoy en cuestión). Pero también temo que un aumento de la lucidez en este punto deje aún en la sombra la dimensión más desconcertante del enigma político actual: el uso contradictorio que puede hacerse de las referencias a la «democracia», en una perspectiva nacional o transnacional, mientras que las nociones de Europa, de política, de Estado, de representación, de cultura, remiten hoy a realidades profundamente modificadas, que se han vuelto muy inciertas.

Formularé precauciones análogas en cuanto al uso de la categoría de «populismo», pues hace muy poco yo mismo la he utilizado (y todavía no creo que se pueda evitar).[6] Quizás este término sea hoy el más difundido cuando se trata de designar genéricamente los movimientos xenófobos, que en todos nuestros países son a la vez hostiles a lo que llaman «el monstruo supranacional» (o «Europa contra las naciones») y visceralmente islamófobos (más generalmente intolerantes a las minorías). Ahora bien, no dejan de ganar visibilidad e influencia política, aumentando su peso electoral, actuando aquí o allá como árbitros de la vida parlamentaria, y favoreciendo en todas partes la adopción de legislaciones discriminatorias. Quiero excluir el uso de esta categoría política tanto más cuanto que la historia de sus aplicaciones en Europa y fuera de Europa es larga y compleja. Por lo tanto, nos encontramos exactamente en el punto en que hay que estudiarlo con cuidado.

Quizás porque la propia ciencia política forma parte del sistema de instituciones y representaciones cuya validez y estabilidad se cuestionan bajo el nombre de «populismo», parece que aquí se enfrenta a una contradicción insoluble. Se nos pide que no establezcamos una simple equivalencia entre «populismo» y «fascismo» o «neofascismo» (incluso si se encuentra –lo que no puede ser casual– que una parte de las obsesiones, de los discursos, de los programas y de las personalidades del «populismo» europeo actual proviene en línea directa de la tradición fascista). Pero también se nos señala que el nombre de «populismo» (sobre todo cuando sirve a los partidos políticos de extrema derecha para designarse a sí mismos) es un eufemismo que sirve para hacer presentable el racismo, en particular este racismo (que nada tiene de nuevo) que ataca la diferencia cultural, religiosa y nacional supuestamente «inasimilable» por la comunidad de los ciudadanos (o lo que él llama indiscriminalmente «multiculturalismo»). Ahora bien, este discurso es el mismo que ya funcionaba en el corazón de la política y de la cultura del fascismo, y le permitió movilizar a las masas contra un «enemigo interior» construido, aislado y estigmatizado en nombre de la defensa y de la protección de la identidad nacional. Simétricamente, se constata una divergencia entre los teóricos y analistas para quienes todo movimiento «populista» es esencialmente reaccionario, en el sentido etimológico, ya que expresaría las frustraciones y las rabias que engendra la transformación de las sociedades contemporáneas, dirigidos en particular a los nuevos «ricos» y a las nuevas «élites» en el poder, y a los que ven en él ante todo una contestación del poder establecido, la expresión de una resistencia al proceso de desdemocratizaciónque afecta a las «democracias» neoliberales y que engendra esta monstruosidad sin embargo muy real, una democracia sin el pueblo, incluso contra él. El populismo sería entonces –incluso bajo formas peligrosamente mistificadas– la voz de los sin voz, porque de lo contrario la política no es más que una vigilancia de las tensiones sociales (que a los ojos de las élites son a la vez inevitables e inesperadas, ya que no abren ninguna alternativa real).

Pero los primeros buscan explicarnos que las democracias liberales correrían grandes riesgos al ignorar demasiado el elemento de verdad y de legitimidad que comportan las denuncias de la corrupción y de la sed de riquezas ilimitada de las clases dominantes, o el peligro que corre el sistema ante el hecho de que, cada vez más, la «derecha» y la «izquierda», cuando están en el gobierno, ejecutan exactamente las mismas políticas. Y los segundos están muy avergonzados cuando se trata de explicar por qué cualquier reacción «popular» contra la neutralización de los conflictos sociales y culturales (la regla de oro, en verdad, de la cultura de «gobierno» de las clases dirigentes de nuestros países, que a su vez alimenta la antipolítica) debería coincidir necesariamente con una obsesión por la identidad nacional, o por el patrimonio cultural perdido de la nación; al menos que se admita que en todo debate y análisis hay una noción del conflicto político similar a la de Carl Schmitt, en la que el Estado-nación y la «comunidad existencial» que cimentan forman el horizonte absoluto de la política, o, aún más discutible, que por su misma naturaleza, su condición social o su educación, las «clases populares» privilegian teorías conspirativas de la política, en virtud de las cuales las «élites» y los «dominantes», no tienen otra opción que traer en masa a los extranjeros, a los solicitantes de asilo o a los migrantes para incitar el racismo entre los «nacionales», y luego utilizarlo como espantapájaros para poner a los pobres unos contra otros, arruinando las posibilidades de movimientos sociales que persiguen objetivos revolucionarios o simplemente progresistas…

No creo poder desenredar de un golpe los nudos que comportan todos estos discursos –y menos con la aplicación de un «análisis de clase» que resuelva toda su complejidad. En lugar de ello, quisiera presentar aquí un conjunto de hipótesis, complementarias entre sí, que nos ayudan a comprender las contradicciones de las que se alimenta la crisis actual, de modo que incluso las propuestas para salir de la crisis siguen viéndose afectadas. Formulo estas hipótesis refiriéndome específicamente a Europa y a los obstáculos que han surgido en tiempo pasado ante la «construcción europea»: es una manera de subrayar su urgencia, pero no es una manera de sugerir que el paso de nuevas etapas en esta construcción, si esto fuera posible sin cambiar nada fundamental en su representación o en su actual «idea», constituiría en sí mismo un elemento de solución. Por el contrario, pienso cada vez más que «Europa», tal como es, se ha convertido, como dicen los anglosajones «en un elemento del problema», y no de su solución. Tampoco pretendo que en otras partes del mundo no existan problemas similares: al contrario, estoy convencido de que nos enfrentamos a tendencias mundiales, pero que no pueden entenderse sin condiciones locales o regionales específicas. Por lo tanto, lo que quiero sugerir es que hay que hacer un esfuerzo más para comprender el aumento de la «xenofobia en Europa» como problema europeo en el sentido fuerte del término: engendrado por Europa, y que sin embargo sólo Europa puede esperar resolver, quizás al precio (y al riesgo) de una refundación sobre nuevas bases. Esto sería ya una diferencia de tamaño con la situación de los años treinta y el ascenso del fascismo, así como con otros «fenómenos populistas» en la historia moderna (como en América del Norte y del Sur).

La cuestión nacional: persistencia y mutación

¿Cuál será mi primera hipótesis? Simplemente, que existe de nuevo en Europa hoy una «cuestión nacional» abierta, de la que hay que saber reconocer que ha sido ignorada y subestimada (por no decir reprimida) en los debates que, desde hace diez años, se refieren a las modalidades y las consecuencias de la construcción europea, cuando debería haber sido la preocupación permanente de los «arquitectos» de Europa, y más cuanto que querían ver en el nacionalismo un legado envenenado del pasado. Esta afirmación sorprendente parecerá ingenua, porque se pensará en el interminable conflicto entre los partidarios de «la Europa de las naciones» y los de «la Europa federal», pero lo que tengo en vista es otra cosa. Las clases dirigentes en Europa (muy especialmente las de las naciones que pretendían dotarse de un «liderazgo» europeo) creyeron que la integración económica poseía la capacidad irresistible de homogeneneizar las sociedades que la unificación europea yuxtaponía en un territorio «sin fronteras internas»sobre la base del individualismo y del consumismo enmarcados en una red de normas comunitarias cada vez más apretadas. Pero al mismo tiempo (a pesar de algunos bellos programas de intercambios culturales y de creación de una «sociedad del aprendizaje»), se resistían ferozmente a toda idea de desarrollar a la base, para el «pueblo», canales de comunicación y procesos de reconocimiento mutuo, pasando por la educación, pero también por las luchas sociales, por la emergencia de campañas políticas que cruzan fronteras (dirigidas por partidos europeos, en los dos sentidos que puede tener este término) proporcionando progresivamente a los pueblos los medios concretos para comparar sus historias y asociar sus intereses. Pues tales procesos de aculturación (como dirían los antropólogos) habrían puesto en tela de juicio a largo plazo el monopolio de representación que adoptan estas clases dirigentes, tanto a nivel nacional como a nivel «comunitario» y que les permite presentarse como los intermediarios ineludibles de los intereses de «sus pueblos» ante los demás y ante las instituciones europeas. Ahora bien, en cierto sentido, esto es exactamente lo que dice el «populismo»: que Europa es un problema para las naciones, y que amenaza con «desnaturalizarlas». Excepto que deberíamos afrontar el problema por el otro lado: Europa revela la incapacidad de las naciones en el momento actual para resolver sus problemas vitales (ya sean económicos o culturales) en la modalidad del «soberanismo»pero privándolos de toda posibilidad real de resolverlos de otra manera, a otro nivel, mediante el «comercio» mutuo de sus ciudadanos o la puesta en común de sus recursos, convirtiéndose así en comunidades «postnacionales». O más bien, convirtiéndose en naciones «postsoberanas», lo que, contrariamente a lo que repite la propaganda nacionalista, no es lo mismo que las no naciones, o las sociedades desnacionalizadas. En otras palabras, a pesar de muchos discursos hermosos, Europa no ha pensado realmente su propio pluralismo, su propia diversidad, y menos aún se ha dado los medios para instituirla: deficiencia que ha mantenido el fetichismo de las «identidades colectivas», encerrándolas en los estereotipos de la tradición (generalmente «inventada» para las necesidades de la causa) y en el «narcisismo de las pequeñas diferencias» de que hablaba Freud a propósito de los individuos.

Es aquí, por supuesto, donde habría que tener tiempo de entrar en los detalles, recordando cuáles han sido los hitos de una historia hecha, entre otras cosas, de muchas oportunidades perdidas: pienso en particular en los episodios de la descolonización (que, con el tiempo, revolucionó la imagen del extranjero en suelo europeo) y de la caída del Muro al final de la Guerra Fría que, por desgracia –pero ¿cómo se podría haber evitado?– se percibió, en el Este, como la ocasión de resucitar a las naciones históricas aplastadas bajo el yugo del socialismo totalitario entrando directamente en la «sociedad de consumo» y de «mercado», y en Occidente como la apertura de una nueva zona de influencia y subcontratación, pero que también implicaba el riesgo de una competencia a la baja en materia de salarios y de nivel de vida. Saltaré inmediatamente a la conclusión que podríamos sacar: los sentimientos xenofóbicos en Europa son multiformes, irreductibles a un modelo y a una historia únicos, pero se superponen unos a otros, y podría ser que con la «crisis» actual se haya alcanzado precisamente el momento en que esta superposición produce efectos acumulativos. Con ello quiero decir que los sentimientos de hostilidad hacia un «enemigo común» (como la islamofobia y el miedo a los «inmigrantes») no contribuyen en nada a unir a los europeos, contrariamente a lo que sugieren las fantasías de «guerra de las culturas» a la Huntington como las de los partidarios de «la Europa cristiana» (que no tienen nada que envidiar a los de «la Europa laica»). Al contrario, añaden a la desconfianza que los europeos sienten unos hacia otros, o en ocasiones la trasladan como un síntoma en el sentido freudiano. Provocación por provocación, sin embargo, veo un elemento de esperanza: que nuestra lucha y nuestros esfuerzos para hacer retroceder esta hostilidad entre europeos (raramente confesada pero muy real, y que los conflictos en torno a la deuda griega están haciendo salir a la luz) permiten también crear las condiciones de la hospitalidad y del respeto hacia el extranjero no europeo(suponiendo que se pueda trazar una línea de demarcación entre los «europeos» y los «no europeos» en Europa, lo que no es precisamente el caso, incluso desde un punto de vista jurídico). En otras palabras, los diferentes niveles, internos y externos, del «multiculturalismo» son de hecho interdependientes, y nuestros dirigentes que hablan a la ligera de «quiebra del multiculturalismo» harían bien en reflexionar sobre ello.

La impotencia del «todo poderoso»

De ahí mi segunda hipótesis: es la continuación de la primera, pero teniendo en cuenta la cuestión crucial del Estado y de su función en la construcción de las relaciones «de afiliación» entre individuos y comunidades de pertenencia en el marco europeo. Es una hipótesis a propósito de la «constitución material» que permite a los ciudadanos de un mismo Estado-nación negociar salidas y forjar compromisos entre sus intereses, en particular sus intereses económicos. Esto no implica alcanzar un consenso sobre los mismos «valores», o inscribirse en la misma ideología. La mediación no es la unanimidad, lo que también nos permite comprender por qué durante varias decenias (antes de ser aplastada por el avance del neoliberalismo) la «política social» (social policy) no ha abolido pura y simplemente la «política» (politics) pero fue uno de los temas más controvertidos y una de las condiciones de oportunidad. Para elaborar compromisos más o menos ventajosos para los poseedores o los no poseedores, fue necesario seguir luchando, y eso es también lo que hizo de la «nación» un marco político real. A diferencia de su propio mito, las naciones modernas no son entidades eternas que la inercia, las fronteras o la tradición bastan para mantener viva, sino construcciones históricas precarias que hay que recrear permanentemente mediante equilibrios institucionales, que dependen de la evolución de las relaciones de fuerzas entre sus «clases» o sus «partidos» constitutivos. Y esta condición de posibilidad corre el riesgo de desaparecer, o de agotarse: ya sea que la guerra (exterior o interior) la amenace, ya sea que el conflicto civil se vea vaciado de su sustancia y eludido por nuevas técnicas «gubernamentales».

La división de las instancias de responsabilidad y representación entre las instituciones nacionales y europeas ha desempeñado aquí un papel decisivo. Por eso formulo la hipótesis de que, a partir del momento en que la construcción europea no ha sido prácticamente más que el instrumento de la globalización neoliberal, a partir del momento en que ha modificado sus propias instituciones «comunitarias» y sus prácticas de arbitraje en el sentido de una competencia generalizada entre sus propios territorios y sus poblaciones, la función del Estado ha pasado cada vez más de la protección social a una función de destrucción de la sociedad civil. Este deslizamiento no tomó, sin duda, una forma «totalitaria», pero tomó una forma «utilitaria», lo que a la larga es apenas menos violento. La metáfora de la autoinmunidad, que Derrida puso en circulación sobre la soberanía, viene aquí naturalmente a la mente. Si la empujamos al extremo, ello significaría que en el seno de la sociedad europea, el Estado funciona cada vez más, no como conjunto de instituciones representativas y de instancias (incluso coercitivas, injustas o injustas) que instituyen la comunicación y el reconocimiento mutuo de los ciudadanos, sino como una especie de «cuerpo extraño» o de tumor que destruye los vínculos que se pretende reforzar (por ejemplo, desmantelando sistemáticamente los servicios públicos y los programas sociales). Y no es inverosímil que a un nivel fantasioso, esta mutación concuerde con la imagen de una «invasión por cuerpos extraños» que obsesiona las ideologías nacionalistas. Proyectan sobre un exterior indeseable lo que les toma por sorpresa desde el corazón mismo de su historia nacional.

Nunca, sin duda, la función de protección del Estado (teorizada por Hobbes a las auroras del Estado moderno y desarrollada más tarde en la figura del «Estado de bienestar») constituyó una garantía de seguridad universal o absoluta. No ha faltado, ni mucho menos, de aspectos represivos, normativos, disciplinarios, discriminatorios. En lo que en otros lugares me ha sucedido llamar el Estado nacional-socialque le da su forma acabada,[7] la «ciudadanía social» y los «derechos sociales» se adquieren colectivamente, pero también se administran burocráticamente a costa de todo tipo de desigualdades y exclusiones. Sin embargo, existe un claro contraste entre una institución burocrática de la ciudadanía social y una situación esquizofrénica como la actual, en la que el Estado siempre pretende proteger a sus ciudadanos en el sentido tradicional, legitimando así su soberanía, la garantía de sus poderes de protección se ha transferido formalmente al nivel europeo (UE) o incluso al nivel de instancias aún más elevadas, supranacionales, como el FMI o la OMC, que deben dictar las normas de la «buena gobernanza», lo que le permite trabajar por su cuenta privatizando los servicios públicos, o doblegarlos a las reglas de rentabilidad que afectan a las empresas capitalistas: por ejemplo desmantelando el sistema educativo nacional, imponiendo objetivos de rentabilidad a la investigación científica y a la formación de los investigadores, o transfiriendo la misión cultural de las escuelas y de las universidades a redes comerciales de televisión (y ahora de Internet). Una vez más, este proyecto no puede ser independiente de la evolución del populismo y la xenofobia, ya que la utilización insistente de los estereotipos étnicos forma parte de la política de estas redes, junto con la difusión masiva de productos de marketing y juegos prefabricados.

Reconstruir Europa

Soy muy consciente de que este cuadro, si lo es, peca por simplificación. La realidad es la de los conflictos entre tendencias opuestas cuyo desarrollo es desigual de un país a otro. Pero las instituciones de la solidaridad social en todas partes se debilitan cada vez más frente a las fuerzas del utilitarismo, porque éste se apoya a la vez en el mercado y en el Estado, y porque la marcha a la privatización está planificada dentro de la esfera pública misma. Se trata aquí de un juego perverso, en el que Europa figura de justificación y de objetivo a la vez mediante el establecimiento de sus «normas», lo que a los ojos de muchos europeos no deja más que una alternativa: reclamar la represión y la exclusión de toda alteridad, de cualquier «cuerpo» que sea extranjero o diferente, como compensación imaginaria por la crueldad bien real del Protector, o incluso idealizar su función y sus objetivos, para poder seguir creyendo que sus servicios, o los que subsistirán intactos, sólo beneficiarán a los ciudadanos que tengan «naturalmente» derecho a ello. «Preferencia nacional» o «preferencia común», triste dilema…

En tal «esperanza», leo, por supuesto, sólo una forma de desesperación extrema. Por tanto, admito que lo que necesitamos es una «política de la esperanza», en un sentido que no sea autodestructivo y, por tanto, más auténtico. Pero para ello tendría que basarse en una combinación totalmente diferente de fuerzas sociales que hoy, tanto dentro como fuera más allá de las fronteras nacionales, tendría que construir estas fuerzas, fijando objetivos e inventando un lenguaje radicalmente nuevo. La realidad de las contradicciones que revela el encuentro de una Europa en el fondo antidemocrática y de un conjunto de miedos y de resentimientos explotados contra Europa, formando como las dos caras de la misma «cultura» de crisis, puede servirnos al menos de referencia negativa. Se trata de reconstruir Europa como una federación de naciones diferentes e irreductibles a un único modelo, pero libres del mito de la soberanía, apoyándose mutuamente sus capacidades de creación y de intercambio. Digo que «se trata», de manera impersonal, pero esta responsabilidad en realidad es nuestra, es la tarea colectiva que nos incumbe para superar la fuerza que nos reduce a no ser más que prisioneros de nuestros demonios y títeres de nuestra propia historia.

* Publicado originalmete en Actuel Marx, No. 54, POPULISME contre-POPULISME (Deuxième semestre 2013), pp. 13-23. https://www.puf.com/content/Actuel_Marx_2013_n°_54

[1] Este ensayo es la adaptación francesa, con algunas modificaciones, de mi artículo aparecido el 16 de mayo de 2011 en Opendemocracy on line (http://www.opendemocracy.net/etienne-balibar/oureuropean-european-ity), bajo el título: Our European Incapacity. Me ha parecido poder abrir, de modo tópico y personal, el dossier de Actual Marx sobre los «populismos» de ayer y de hoy, cuya coordinación asumo con Emmanuel Renault.

[2] Ash Aamin, Profesor en la Universidad de Cambridge (U.K.), es el autor, en particular, de Cities: Re-Imagining the Urban, Cambridge, Polity Press, 2002 (con Nigel Thrift); de Political Openings: An Essay on Left Futures, Durham, Duke University, 2012 con Press (N. Thrift); y de Land of Strangers, Cambridge, Polity Press, 2012. Fue uno de los iniciadores de la llamada Living with Diversity, lanzada en 2011 en Barcelona por diferentes intelectuales agrupados en el Forum of Concerned Citizens of Europe: verhttp://www.forum-europa.org/. La carta abierta fue publicada en Francia por el sitio Mediapart con el título «Que detenga la política del miedo» (http://blogs.mediapart.fr/edition/les-invites-part-part/article/300710/que-la-politique-lamiedo).

[3] Ash Amin, Uses of Xenofobia, http://www.opendemocracy.net/ash-amin/xenophobic-europe. Traducción de E. Balibar.

[4] http://www.livingindiversity.org/manifesto/

[5] Por ejemplo, en Francia, Alain Duhamel: véase su artículo «Crise économique et tentation des années 30», Libération, jueves 25 de junio de 2011.

[6] Véase mi ensayo “Europe: crise et fin?” publicado el 24 de mayo de 2010 en el sitio Mediapart, seguido de mi discurso en la Universidad Panteion de Atenas el 14 de junio de 2010 (edición francesa en Les Temps Modernes, abril-junio de 2013, nº 673, pp. 128-151: “Reflexiones sobre la crisis europea”.

[7] Balibar étienne, La Proposition de l’égaliberté, Paris, Puf, 2010.