Estados Unidos en disputa: el trumpismo sin Trump
Ricardo Orozco
Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. https://razonypolitica.org/
Este texto se escribió mucho tiempo antes de que se dieran a conocer los resultados oficiales de las votaciones estadounidenses de este martes 5 de noviembre del 2024. Al momento de su redacción, las tendencias parecían favorecer a Donald J. Trump, pero nada estaba dicho (247 votos electorales frente a 210 de Harris, de acuerdo con el New York Times). Más allá de ello, sin embargo, las reflexiones que siguen buscan dar cuenta de un fenómeno específico: incluso si Trump pierde la contienda, eso no modifica en nada el hecho de que, otra vez, el republicanismo, en general, y el trumpismo, en particular, volvieron a crecer, a ampliarse y a profundizarse socialmente, políticamente, culturalmente (y lo hizo a pesar del enorme apoyo que Kamala Harris recibió de tantos sectores de la industria del espectáculo y la farándula como pudo conseguir).
Este fenómeno, en los hechos, estaría verificando que la conflictividad política que se vive en Estados Unidos y el cada vez mayor corrimiento hacia la extrema derecha en las preferencias políticas e ideológicas del electorado estadounidense no son un episodio coyuntural o circunstancial, sino una tendencia de mediano a largo plazo que podría seguir desarrollándose en la trayectoria que ya sigue hasta el día de hoy (o, inclusive, radicalizándose aún más).
Independientemente de quién gane, pues, al final, la contienda por el cargo presidencial, sin duda parece ser el trumpismo (como fenómeno sociológico, político y cultural) el que otra vez puede presumir de su avance histórico. ¿Cómo explicar este suceso? y, sobre todo, ¿cómo explicar que, de nuevo (como ocurrió en 2016) el grueso de lacomentocracia dentro y fuera de ese país haya errado tan extensa y profundamente en sus análisis y valoraciones sobre el resultado? A reserva de que un examen mucho más meditado y decantado por el tiempo será necesario en los años por venir, aquí, por lo pronto, quizá valga la pena señalar siete breves anotaciones que expliquen en alguna medida ambos fenómenos, pero sobre todo el segundo de ellos. A saber:
I. Lo primero que habría que reiterar es que los triunfos electorales de Trump deben de ser entendidos a la luz de su virulencia retórica, y no a pesar de ella, como se tendió a hacer a lo largo de este proceso comicial. Y es que, en efecto, al igual que como ocurrió en 2016, muchas de las críticas que el grueso de la intelectualidad nacional y extranjera lanzó en contra de Trump se esgrimieron desde un punto de vista a partir del cual se daba por descontado que la violencia discursiva y la virulencia retórica se hallaban solo en la variable Trump, y no así en su electorado e, inclusive, en sectores mucho más amplios que aquel conformado por sus bases sociales de apoyo más inmediatas. Es decir, acá, el primer error que se cometió fue pensar que la mayor parte de la población estadounidense era víctima de la manipulación ideológica de Trump, en lugar de captar en ella lo que de humus social hay en ella; humus en el cual Trump hace germinar sus ideas. Comprender con mayor claridad a Trump a lo largo de estos meses, en este sentido, demandaba entender que él es la verdadera caja de resonancia de su electorado (y de una porción aún desconocida en su magnitud del pueblo estadounidense), y no al revés: el pueblo estadounidense nunca ha sido el megáfono de Trump.
II. En consonancia con el punto anterior, este año se volvió a cometer el error de aceptar a cada ejercicio demoscópico que se realizaba en el país como valedero en y por sí mismo, sin alcanzar a dilucidar que la conflictividad política en Estados Unidos, desde hace por lo menos tres lustros, es tal que mucho del contenido político de las preferencias electorales de la ciudadanía escapan (y seguirán escapando) a las metodologías tradicionales con las que se sigue realizando la mayor parte de las encuestas en ese país. En este sentido es importante no perder de vista que, aunque cada vez se normaliza más el expresar públicamente las diferencias políticas sin ningún tipo de filtro entre la población, la confrontación abierta y directamente sigue siendo un fuerte desincentivante al momento de captar con precisión las preferencias electorales por parte de las casas encuestadoras. Es decir, eso que desde el ascenso de viejas y nuevas extremas derechas en Occidente se ha dado en llamar voto vergonzante no es un fenómeno menor ni, mucho menos, marginal. Haber sacado conclusiones apresuradas a partir de las encuestas, por ello, aunque fue un recurso fácil al que apelaron muchos y muchas comentócratas, para mostrarse como especialistas a la vanguardia del análisis de los comicios estadounidenses, tuvo como costo de transacción el dejar de prestar atención a fenómenos mucho menos superficiales, más densos y complejos que los que alcanzan a captar ejercicios de este tipo (sobre todo en tiempos de crisis de sentidos comunes y de creciente ambigüedad y ambivalencia político-ideológica).
III. Al haber tomado a las encuestas como ejercicios orientados a tomar el pulso político del país, asumiendo que estaban reflejando con fidelidad las correlaciones de fuerzas en juego, quienes hicieron de éstas su principal instrumental analítico pasaron por alto que muchas de ellas explicaron las razones detrás de las preferencias del electorado apelando a estereotipos que Trump ha venido utilizando como ariete de campaña desde su primera carrera presidencial. Así, por ejemplo, hicieron los ejercicios demoscópicos que, de manera simplista y pretenciosa, explicaban la popularidad de Trump entre ciudadanos y ciudadanas sin estudios universitarios dando por sentado que la variable que explicaría el voto de estos sectores sería su ignorancia. Y al hacerlo, pasaron por alto la indignación, el enojo, la humillación y la decepción que a esas electoras y a esos electores les genera el sentirse víctimas de un sistema político que durante décadas les aseguró que su principal mecanismo de movilidad social venía de la mano de su mayor o menor escolarización, pero que desde hace por lo menos cuarenta años es incapaz de cumplirles esa promesa, privándoles de la oportunidad de acceder a mejores condiciones de vida.
En clave de género, comprender esto era importante para entender que la mayor preferencia del electorado masculino pobre y sin estudios superiores por Trump también está anclado en la firme creencia de que fueron las políticas de igualdad de género impulsadas por demócratas las culpables de que más mujeres estén alcanzando mayores grados de escolaridad que ellos. En última instancia, se trata de comprender que esta inversión en los niveles educativos por razón de género no dejó de interpretarse por parte de esos varones como un acto de injusticia social, en tanto que, desde su concepción, fue la intromisión del Estado en este ámbito lo que en primera instancia hizo crecer la matrícula de mujeres universitarias, tuviesen o no méritos para ello. Para una sociedad que hace tres siglos hizo del mérito personal uno de sus principales mitos fundadores y su más confiable factor de movilidad social, la ofensa aquí observada por esa parte de las bases sociales del trumpismo no es menor.
IV. No menos peligroso que esta lógica analítica que hizo de la demoscopía una herramienta de análisis infalible fue el recurso a hacer del naturalismo identitario una variable explicativa incuestionable. Y es que, en efecto, cuando Trump radicalizó su discurso hostilizando a diversos sectores de su electorado (como la comunidad negra y la latina), lo que muchas y muchas comentócratas no de alcanzaban a explicar era: cómo era posible que, siendo ofendidas esas minorías electorales en el país, éstas sencillamente no pagaran con la misma moneda a Trump, despreciando su candidatura y todo lo que él representa políticamente. Esta forma de pensar tan plana y superficial, según la cual el electorado negro debería de votar mecánicamente por una candidata negra, las mujeres por una mujer, los latinos y las latinas por alguien que se identifique con su latinidad, etc., sin embargo, el error que comete es no captar en qué medida la identidad es o no la variable determinante para el electorado entre un amplísimo cúmulo de factores que incluye problemas transversales como el de las condiciones económicas en las que se encuentran o los privilegios de los que gozan ciertos sectores de esas mismas comunidades frente a sus pares.
En relación con la minoría latina, por ejemplo, lo que se obvió a lo largo de estos meses en el grueso de análisis que circularon en medios de comunicación, cada vez que Trump la hostilizó amagando con una deportación masiva de sus integrantes, fue el hecho de que, desde un punto de vista estrictamente pragmático, a los sectores latinos que ya cuentan con la ciudadanía y con cierta estabilidad económica sin duda les conviene económicamente que no crezca su propia comunidad (indocumentada) en el país: no sólo para que en el mediano o el largo plazo no tengan que competir en contra de las y los migrantes más nuevos en el país sino, asimismo, para no tener que sufrir de campañas de hostigamiento por causa, precisamente, de todos aquellos latinos y todas aquellas latinas que, al ser indocumentadas, serían un factor de conflictividad con el Estado estadounidense para el conjunto de la comunidad latina.
Desde el punto de vista político, además, los muchos y muy diversos regímenes autoritarios que se han sucedido a lo largo de la historia, por todas partes del mundo, demuestran que los pueblos son más propensos a soportar un elevado grado de marginación identitaria si, a cambio, se les ofrecen condiciones económicas suficientes para no tener que vivir en situación de profunda humillación por no tener ni siquiera lo necesario para comer día a día. Trump, en este sentido, desde su primera campaña no ha hecho más que ofrecer precisamente esto: un régimen político en el que quizá muchas minorías puedan ser objeto de discriminación, de marginación o sojuzgadas, pero a condición de mejorar sus condiciones materiales de vida.
V. Por paradójico que parezca, es importante entender que los múltiples y diversos agravios discursivos a los que apela Trump no son registrados por sus electores ni de la misma forma ni con la misma intensidad o seriedad. Se tiende a pensar, por ejemplo, que un agravio en contra de las mujeres estadounidenses será recibido por todas las mujeres estadounidenses idénticamente, cuando en realidad, en los hechos, las mujeres blancas y pobres lo pueden registrar como una declaración en defensa de sus intereses de clase ante las mujeres de la élite anglosajona y éstas, a su vez, como una crítica en contra de aquellas o de las mujeres negras beneficiadas por políticas sociales de discriminación positiva. En los términos más clásicos de la sicología de raigambre lacaniana, el discurso de Trump es un gran significante vacío en el cual cada agente social coloca lo que quiere ver en él, y no lo que el magnate coloca en él.
VI. En correspondencia con el punto anterior, el triunfalismo que generó la renuncia de Biden a la contienda y la asunción de su relevo por parte de Harris obnubiló la importancia de observar que Harris, procurando capitalizar en su favor ciertas estrategias discursivas de Trump, cometió dos errores. El primero de ellos fue apelar, también, a la construcción de una suerte de frente amplio electoral, en el que a cada sector del electorado le prometía asumir sus luchas como propias. El segundo fue enmarcar su propio discurso en el mismo marco referencial y en el mismo campo semántico empleados por Trump. Así, por ejemplo, Harris también habló durante toda la campaña, como Trump, de revitalizar el patriotismo y el nacionalismo estadounidenses. Y al hacerlo, claramente esperaba capturar una parte del electorado trumpista (apelando a los temas que más le atraía del discurso de Trump). El error de cálculo de fondo fue, no obstante, no comprender que, al ampararse en el mismo tipo de discursividad que Trump, lo que en realidad estaba haciendo Harris era reforzar la legitimidad de aquel. En relación con el primer punto, por otra parte, lo que Harris y su equipo parecen no haber calibrado bien fue el hecho de que, al apelar a un electorado tan diverso, tan amplio y plural, realmente nunca llegó a ser vista como una candidata de la diferencia; es decir: una candidata comprometida con una causa concreta y un electorado bien identificado. En su caso, pues, los significantes vacíos trumpistas nunca pasaron de ser meras abstracciones.
VII. Sin duda se subestimó el factor Elon Musk y la influencia de las redes sociales en la definición del voto del electorado. Pero también se subestimó el efecto negativo que podría tener en la legitimación de la narrativa antielitaria de Trump el hecho de que Harris se rodeara y fuera financiada precisamente por personalidades a las que Trump y sus bases electorales de apoyo han venido señalando, desde 2016, como las élites globalistas a las que el neoliberalismo erigió como las grandes ganadoras del capitalismo del siglo XXI. Desde un punto de vista mucho más próximo a la crítica de la economía política, sin duda esto también se tradujo en un error de cálculo sobre la fuerza con la que cada campaña fue capaz de sumar a sus filas a los principales capitales con intereses económicos en el país y fuera de él. Es decir: el análisis de la lucha de facciones o de sectores dentro de las propias élites capitalistas estadounidenses y extranjeras, pero con presencia e intereses en se país, pasó de noche.
Es seguro que estas breves siete anotaciones no explican el mapa completo de la complejidad que atraviesa al proceso electoral por el que atraviesa, aún, Estados Unidos (hace falta, por ejemplo, el análisis de la espacialización efectiva del voto, la valoración de las variables políticas frente a las culturales y las económicas, el juicio al legado de un Joe Biden que en los hechos supuso una mayor continuidad respecto de Trump, antes que una ruptura; el balance de la variable de género que pudo jugar en contra de Kamala; profundizar en el rol de la mentira y la desinformación como factor determinante, etc.,). Sin embargo, por ahora, de lo que no queda duda es del hecho de que el análisis político contemporáneo tiene que empezar a prestar más atención a las tendencias de mediano y de largo plazo que cuajan lenta y silenciosamente entre la población, en lugar de sólo enfocarse en lo que dicen las encuestas e interpretar eso como un rasgo de indefinición política. Es importante comprender que Occidente (Estados Unidos incluido) atraviesa por un momento de crisis de los sentidos comunes que orientaban las aspiraciones y expectativas de vida de sus ciudadanos y sus ciudadanas. Y en tiempos de crisis como ésta, la incertidumbre, la ambigüedad y la ambivalencia política, cultural e ideológica demandan estrategias intelectuales de aprehensión de la realidad distintas.