Escritos sobre la cárcel XV. Epílogo: El director general

Diego Safa Valenzuela
El hombre estaba ahogado. Intentaba dar unos pasos de baile, pero sólo se mantenía en pie gracias a que dos ficheras lo sostenían los brazos.
Bienvenido al cielo, dice en luces neón sobre el muro del segundo piso del cabaret Barbazul, que indica el camino hacia el baño de mujeres.
Estaba ahí porque una pareja de franceses, amigos de amigos, querían visitar el famoso bar de ficheras para conocer el folklore citadino. Yo le había propuesto a la Barbie que me acompañara, pero nunca contestó mi mensaje. Su propuesta de coger encima de un escritorio sólo era válida dentro de la cárcel.
Nos recibieron las esculturas de sirenas que adornan los muros del lugar, tan parecidas a las ficheras sonrientes, sentadas a la espera de un baile. A pocos minutos de que el mesero nos trajera la segunda cubeta de chelas, lo vi. Aquel personaje que quería instalar barras de hierro garigoleadas en las celdas para que la cárcel de alta seguridad se viera menos como una cárcel. Desde que lo conocí, el Director de la Comunidad Quiroz-Cuarón había escalado en la cadena de mando hasta llegar a convertirse en el Director General de las cárceles para adolescentes en la Ciudad de México. Tenía casi sesenta años, vestía siempre pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y una sonrisa. Era un personaje rodeado de rumores; se decía que estaba encadenado a las pensiones que le habían impuesto sus exesposas; o bien, se escuchaba que tenía problemas con el trago y algunos polvos. Todos los comentarios remataban con frases como: “pero es un buen hombre, va a hacer un gran trabajo como Director General”; o bien: “tiene mucho tiempo en el sistema: esa experiencia, no cualquiera”.
Iluminado, la indicación que conduce al baño de los hombres en el Barbazul dice: Bienvenido al infierno.
Cuando ví a mi ex jefe en medio de la pista de baile, pensé que me iba a reconocer. Traté de esconderme tras los franceses. Pero apenas media hora después de haber pisado el lugar, el hombre ya estaba tan borracho que no le interesaba mirar a nadie. Estaba ahí para olvidarse de lo que sucedía afuera.
La curiosidad me hizo acercarme a él poco a poco. Intenté hacerme pasar por un fresa cualquiera que iba a aprender unos pasos de salsa. Cuando estuve a su lado, lo observé con detenimiento.
Me pregunté cómo lo recibiría su esposa al llegar en ese estado. Pensé que esa escena encarnaba el que hubiera sido mi futuro de haber seguido encarcelado.
Tomé aire. Tuve que recordarme nuevamente que había renunciado. Que ya estaba afuera.