Escritos sobre la cárcel XIII. El Chilaquil

Diego Safa Valenzuela

―¿Tú has matado? 

Nadie abrió la boca para responderle. Entonces, el Chilaquil les advirtió a sus compañeros:

―Nunca maten. Una vez que empiezas, no puedes parar. 

Uno de los temas que se repetían durante las sesiones de terapia grupal, era el del futuro. Muchos de ellos tenían la necesidad de hablar sobre la vida después de la cárcel. A mí me tranquilizaba escuchar que eran capaces de soñar con una vida afuera, me hacía sentir la esperanza de que no repetirían la historia del Mema. Además, por mandato institucional, tenía la obligación de promover esa idea. 

Volví a preguntarles qué iban a hacer cuando estuvieran fuera de la cárcel.

―Por favor, Diego, ¿qué crees que pueda yo hacer saliendo? Mi papá se dedica a lo mismo; mi mamá, también; mis tíos… Mi hermano está en el Norte― dijo el Chilaquil.

―Bueno, pero, entonces, ¿a qué te quieres dedicar? 

―Pues a lo mismo que ya hacía. Sólo falta que mi hermano salga. 

Al Chilaquil le había puesto ese apodo su mamá, desde que era un bebé. La directora me advirtió que tuviera mucho cuidado con él y que no creyera todo lo que decía. Esta advertencia estaba inspirada por una corriente del psicoanálisis de mediados del siglo pasado, que se dedicaba a indagar en la mente criminal, y cuyo discurso repercute hasta el día de hoy en el sistema judicial y en las tramas de las series televisivas. Dentro de la nosología de esta corriente, que describe las distintas patologías del alma, encontramos un tipo específico de diagnóstico: la sociopatía. Las personas que la presentan son descritas como seductoras, pero, a la vez, sumamente peligrosas. La directora me ponía bajo alerta del Chilaquil porque tanta amabilidad le parecía sumamente sospechosa en un adolescente en conflicto con la ley. Yo pensaba que el Chilaquil era un tipo muy simpático.

Cuando nos describió su proyecto para el futuro, habló a detalle de la estrategia que debía seguir para tomar la dirección de una empresa local dedicada a la comercialización de drogas. Sólo tenía que matar a dos o tres personas. 

―¡Vámonos recio que no hay frenos! ―exclamó uno de sus compañeros.

―¡Es bufando! ―añadió eufórico otro. 

Jadeando. Aullando. Los adolescentes estaban extáticos. Parecían estar maravillados ante la determinación y sangre fría del Chilaquil, pero algo en su agitación me daba la impresión de que también le temían. Parecían fieras sin freno, hambrientas de vida. Otro adolescente dijo: 

―Quién diría que iba a tener un amigo sicario. 

―¡Mejor morir joven y rico que llegar a viejo pobre!

Para intentar entenderlos, utilicé como brújula lo que Freud propuso sobre cómo el yo no es capaz de imaginar su propia muerte debido a la naturaleza impenetrable del narcisismo. Si es difícil hallar una falla en el esquema narcisista del ser, es casi imposible considerar la posibilidad de la propia desaparición. 

La euforia de los adolescentes era exceso de narcisismo, desborde de vida. Una desproporción entrelazada con la urgencia por adquirir la experiencia de todo lo que no se ha experimentado. Prisa por llegar al lugar desde donde las sirenas les llaman con su canto, desde donde les embelesan los oídos con la promesa de acabar con el sufrimiento. Para llegar, uno sólo debe sumergirse en el agua turbia. 

Le pregunté al Chilaquil cómo se inició en esa profesión. Nos contó sobre su primer trabajo. Un señor que él no conocía. Lo asesinó con un arma que le habían dado quienes lo contrataron. Fue en la calle, él iba subido en una moto que conducía uno de sus amigos. Todo pasó muy rápido. Unos pocos disparos y ya estaba hecho. 

Había salido con prisa de su casa ese día. Sus padres habían estado peleando como siempre; pero esa vez, la tensión había llegado a tal extremo que era imposible permanecer en ese espacio. No volvió a casa hasta que se gastó por completo el sueldo de ese primer encargo. 

Cuando tenía dinero, el Chilaquil vivía en habitaciones de hoteles, rodeado de amigos y mujeres. 

―Lo tuve todo. 

―Hasta que se acabó ―le interrumpí. 

Una vez que se terminaba el dinero, tenía que volver a matar. 

―¿Cuántos trabajos has hecho? ―pregunté. 

―Por ahí de dieciséis. 

Un número más alto que su propia edad.

El Chilaquil continuó: 

―Luego los muertitos te persiguen. Para eso sirven los santeros, como aquí, mi carnal. 

―¿Cómo? ¿A qué te dedicas tú? ―le pregunté al muchacho que había señalado.

―Los santeros limpian los cuerpos, para que se vaya el espíritu en paz y no te ande pisando los talones ―respondió por él el Chilaquil. 

El santero era un joven moreno y delgado, con ojos tan oscuros y profundos que parecían negros. Todavía hoy, al recordarlo, me provoca miedo. Tenía todo el cuerpo tatuado con cruces que diagramaban entre ellas una cruz gigante. Cuatro en el rostro: sobre la frente, a cada lado de las sienes, bajo la barbilla. Una en cada pie, una en cada muñeca. La más grande, decorada al estilo barroco de las catedrales, comenzaba en el cuello y se extendía por todo el pecho. 

Cuando quise ahondar en los detalles de su trabajo, me respondió parcamente: 

―No te puedo decir. Perdería mi vida si lo hago. 

Me imaginé que los espectros llenaban el salón. 

Durante una de las sesiones de terapia familiar que me tocaba conducir cada semana, un grupo de señoras intentaba compartirse consejos para poder sobrellevar el que sus hijos estuvieran encarcelados, cuando el diálogo fue súbitamente interrumpido:

―Debemos de entender que somos unas personas tóxicas… y esa es la razón por la que nuestros hijos están aquí ―dijo una mujer con el pelo teñido de rubio y tatuajes en el cuerpo.

Nadie se atrevió a refutar ese diagnóstico. Yo no alcancé a comprender a qué se refería con esa toxicidad de la que hablaba. Pero la mujer no volvió y nunca pude preguntárselo.

Con el Chilaquil y el resto de sus compañeros pasamos muchas sesiones más hablando sobre el futuro. En una de ellas, el Chilaquil, llorando, dijo:

―Me hubiera gustado tener un papá normal. 

―¿A qué te refieres? 

―Pues así, que no fuera criminal. 

Se hizo un silencio compartido.

Las imágenes de la cárcel vuelven a mí de vez en cuando. Me asaltan. Me vuelven a hacer sentir entrenzado. Cada recuerdo de adentro tiene algo de espectral, de visita inesperada. Quizás son ellos, los adolescentes, que me andan pisando los talones. Quizás por eso también los recuerdos están esperando salir, me han orillado a escribirles con la intención de liberarlos, de dejarme a mí también en libertad.

Chilaquil, si eres tú él que me visita esta vez, quiero decirte que espero que hayas encontrado lo que buscabas. 

No quise dejarte ahí, encerrado. No podía seguir.