Escritos sobre la cárcel XII. El odio

Diego Safa Valenzuela

Todo ocurrió muy rápido

El recuerdo del episodio comienza en el momento en que sentí la punta de una pluma Bic haciendo presión en mi cuello. No logro recordar qué estaba pasando en el instante anterior. Intenté tranquilizarme pensando: 

“Sería un movimiento muy tonto de su parte, matar a su terapeuta mientras está encarcelado. Todavía más cuando hay un guardia resguardando la entrada del consultorio”.

Me esforcé por respirar más lento. Sabía que no iba a hacerlo. Aún así, no podía dejar de sentir terror. Estaba acostumbrado a que los sentimientos de tristeza que se generaban durante las sesiones con los adolescentes se transformaran en odio, y que ese odio fuera dirigido hacia la figura de autoridad que yo encarnaba, pero nunca me había visto antes en una situación de agresión física directa.

“La pluma ni siquiera tiene punta”. 

Le pregunté, para intentar abrir espacio para la palabra: 

―¿Por qué estás tan enojado? ¿A quién odias tanto? 

Alejó lentamente la pluma y se volvió a sentar frente a mí. Cuando alzó la cara y se cruzaron nuestras miradas, sonrió.

―Era broma. No te iba a hacer nada. 

Salí con náuseas de esa sesión. Cuando llegué a mi oficina y sentí que podía respirar, me invadió una sensación de vértigo, una oleada de vitalidad en todo el cuerpo. Como un relámpago, me estremeció la sensación de saberme vivo.

No pasó mucho tiempo antes de que se interrumpieran nuestras sesiones individuales. También dejó de subir a las grupales. Pero su ausencia no tenía que ver con que yo me hubiera ponchado con las autoridades: No sabía qué me daba más miedo, que la directora se enterara de que no podía mantener en orden a los adolescentes, o que me picaran el cuello con un bolígrafo. 

Crecía en mí la idea de que podía ser despedido o castigado. A ese insistente pensamiento se le enredaba una enorme culpa. 

Lo encontré en la cancha de basquetbol. Ese espacio se usaba pocas veces, excepto para hacer los honores a la bandera. Estaba custodiado por un guardia, con el que tenía prohibido hablar. Cuando me vio, me hizo una seña con la mano para que me le acercara. 

Susurrando, me dijo: 

―Sht… Diego… Ven, Diego. 

―¿Qué pasó?― respondí.

―Ayúdame, ya no aguanto más. No aguanto otro día sin platicar con alguien. Me voy a portar bien en las terapias, lo prometo. Me voy a comportar. 

―¿Qué pasó? ¿Qué hiciste? 

―No me dejan ver a nadie. 

―¿Qué hiciste?

Bajó la mirada. 

―Ayúdame, por favor. 

―Ok. Déjame ver qué puedo hacer. 

En 2011, la Organización de las Naciones Unidas declaró al aislamiento como una técnica de tortura. Apenas en el 2017, el gobierno mexicano adoptó oficialmente una postura en contra del uso del confinamiento solitario prolongado. 

No vi qué podía hacer. No le pregunté a ninguna de mis superiores qué había pasado. No abogué por él. Lo dejé solo, sumergido en el silencio obligado. 

El odio se había vuelto mío.