Escritos sobre la cárcel VIII. Instrucciones para meter una USB a un centro penitenciario

Diego Safa Valenzuela

Barbie y yo teníamos rituales que llevábamos a cabo cada viernes al salir de la Comunidad para sentir que ya estábamos realmente afuera. Una vez que habíamos cruzado todos los filtros y estábamos en la calle, ella cantaba:

―Libre soy, libre soy.

Ahí el aire era más ligero. Uno de mis rituales consistía en voltear a ver la parte más alta de los muros de la Comunidad, para cerciorarme de que los balones ponchados seguían ahí, atorados entre el alambre de púas. Los observaba para sentir la distancia que había entre ellos y yo, para darme cuenta de que por unos días no estaría abrazado por las púas.

―Súbete ya ―me dijo Barbie para sacarme de la ensoñación. Todos los viernes me daba un aventón en su carro hasta el metro. Siempre parecía tener prisa.

Otro de mis rituales consistía en pintarme las uñas de dorado, sólo por el fin de semana. Aunque no había una norma que prohibiera usar esmalte de uñas o maquillaje dentro de la cárcel, mi mamá me repetía al verme las manos: “Ahí dentro te van a comer vivo si te ven así”. Yo me imaginaba entonces cómo los dientes de los adolescentes abrían mi piel, cómo desgarraban mis tripas entre sus mandíbulas voraces. Me pintaba las uñas, aunque supiera que el lunes a primera hora tenían que estar completamente libres de esmalte dorado. Me ayudaba a recordar que estaba afuera. Por lo menos dos días a la semana, podía respirar, sacar la cabeza del agua.

Es más fácil meter una memoria USB que un piojo a un centro penitenciario.

Nadie te explica por qué una USB es peligrosa y está prohibida dentro de la cárcel. Pero se sabe perfectamente por qué un piojo significa un riesgo inmenso en un espacio donde gran parte de las personas que lo habitan no pueden salir. Estos bichos son capaces de saltar de una cabeza a otra y reproducirse rápidamente. Me contaron que una vez hubo una plaga de piojos en la Comunidad. Todos estaban infectados. Fue necesario hacer un operativo de emergencia de salud. De un día al otro, raparon a todos los adolescentes. Este suceso oscuro produjo un enorme temor en la directora de la institución, que desde ese día impuso estrictas medidas de higiene, y ordenó a los guardias de la entrada que revisaran con toda meticulosidad a cada persona que fuera a ingresar para evitar una nueva infestación. 

En una ocasión presencié cómo le prohibían la entrada a una visita. Los vigilantes detectaron durante la inspección una posible amenaza de clase piojil. La señora que quería entrar para ver a su hijo tuvo que hacerse un tratamiento para eliminar toda huella de los bichos en su cuerpo.  

Al cruzar la puerta de entrada de la Comunidad, te encontrabas con una caseta de seguridad. Lo primero que veías dentro de ella era una barra de cemento color durazno y blanco, con la pintura un poco carcomida. Ahí esperaban dos guardias encargados del registro de entrada y salida. Por un tiempo, estuvieron en el puesto dos mujeres policías; el uniforme que usaban era idéntico al de los hombres, lo que las diferenciaba era la sombra azul sobre sus párpados y el cabello teñido de rojo. Bromeaban con cada persona que pasaba, y era casi imposible escapar de sus albures.

Al entrar a la Comunidad se les debía entregar cartera, celular y objetos de valor. A mí se me permitía ingresar mi reloj porque era fundamental para medir el tiempo de las sesiones, que debían durar estrictamente una hora; no más, no menos. Para los familiares que iban a visita era obligatorio usar chanclas y pijama sin bolsillos, con el fin de prevenir el ingreso de algún objeto que pusiera en peligro la seguridad interna. 

Atravesar esa frontera se sentía en el cuerpo; causaba escalofríos escuchar el movimiento de la pesada puerta de metal detrás de ti. Una vez cerrada era claro que no había vuelta atrás. Cortaba la respiración. 

Toda persona que entrara, sin importar su jerarquía en la cadena de mando, era revisada en un gabinete localizado a la derecha de la barra de cemento. Ahí, las facilidades estaban aún más destartaladas; en ese espacio, durante las revisiones, se producía una intimidad muy particular, con la institución y con la autoridad que la representaba. Mis revisiones solían ser de rutina, sin mayor escrutinio; aunque a veces yo sentía que eran capaces de oler mi miedo, que las policías sospechaban que escondía algo. Quizá una USB. 

Mi táctica para burlar la vigilancia consistía en meter la memoria en el fondo de mi bota. Por ser trabajador de la Comunidad, no me obligaban a quitarme los zapatos como a los familiares de los internos. Yo aprovechaba esta ventaja. 

Una vez franqueado el gabinete de revisiones, caminaba hasta mi oficina. Ahí sacaba la USB del zapato y descargaba en la computadora los ensayos de la maestría que estaba cursando. No me revisaban al salir, así que podía sacar el dispositivo en mi bolsillo. Transgredir secretamente ese límite me daba una sensación de libertad. Pintaba todo de dorado. No lo hacía solamente para poder trabajar en mis tareas de la universidad, sino también para burlar aunque fuera por un instante las fronteras de la cárcel.