El espectáculo del dolor: imágenes del terror en tiempos de clics

Axel Ancira
Una imagen. 400 pares de zapatos, libretas, apuntes. Una imagen que de suyo se instala como la analogía perfecta de los delitos de exterminio masivo como los de los campos de concentración en Polonia. Pero ¿De dónde salió esta imagen? ¿Qué significa y qué la produjo? Ante algunas dudas que se han planteado sobre los hallazgos materiales, comenzaron voces a decir que en realidad no importa, porque lo que la realidad del país excede cualquier duda, cualquier acomodo, exageración o presunción apresurada. Pero podemos tener algunas certezas parciales sobre Teuchitlán. Era un lugar en donde había personas secuestradas. Era un campo de entrenamiento para milicias paramilitares del crimen organizado, particularmente del cártel de Jalisco. Era un lugar en donde el horror, la tortura y la deshumanización más aberrante tenían lugar. Y más aún, esto corresponde a una máquina de hiperexplotación capitalista, en donde para la obtención del plusvalor de una mercancía se dispone de forma directa de la vida de un trabajador esclavizado, obligado a matar y morir para mantener la posibilidad de realización del valor de una mercancía.
Para la sociedad del espectáculo que habitamos, pareciera que la realidad aparece, se vuelve un asunto de conversación, se convierte en la agenda de la cual debe hablar todo el mundo cuando se posee una imagen capaz de devenir en símbolo. Una imagen que puede generar clics, y volver a una narrativa altamente capitalizable, porque el México salvaje, bestializado, es parte del imaginario de los medios internacionales que de esta forma mantienen una subjetividad colonial con la cual pueden convencer a sus lectores de la superioridad occidental de su proyecto civilizatorio. Mientras que, a las élites locales, les provee una brújula desde la cual mirar, con una complacencia de sentirse parte, pero distantes.
Y es que, aunque su tabla de salvación ante la atroz violencia es a menudo un privilegio de clase, es fácil que se obvie este aspecto, para simplemente observarse a sí mismos como jueces de una realidad de la cual se compadecen con desprecio, y a la cual desprecian con condescendencia. Porque de no hacerlo así, se encontrarían a ellos mismos, cómplices de una maquinaria de deshumanización, que sólo arremetió con la voz de la llamada indignación ciudadana, cuando el terror salió de las cavernas de las ciudades perdidas, de las rancherías abandonadas, de las cañadas, para estallarles en la cara en forma de colgados de un puente, de bombas en un casino, de daños colaterales en antros o restaurantes. Porque admitámoslo, la violencia contra y entre “los nadie”, rara vez se asume como violencia.
Pero volvamos a la imagen. Los zapatos, desaparecidos, Auschwitz… ¿No es acaso esta una forma de hacer aparecer una realidad que está ahí, sin que existan si quiera referentes de la palabra para el terror? ¿Importan por lo que son? ¿Índice? ¿Símbolo? ¿Evidencia? Vale la pena decirlo, y pararnos en alguna hipótesis. Porque la indignación, el horror, la empatía del dolor, no pueden ser botones que se prendan y apaguen, no pueden trocarse en experiencia a partir de performance en donde el dolor real de las víctimas, se despliegue en manipulaciones coreográficas, en donde de una fotografía leída en las analogías de la descripción del horror, sea el pretexto de producción de cientos y miles de imágenes de su copia sin original, cual pesadilla siniestra de la reinstauración de un aura ritual hacia el gesto, por el gesto, para Instagram. Si a inicios de los años 90, Baudrillard ya nos advertía de la imposibilidad de leer la Guerra del Golfo sin la mediación distorsionante de la televisión, ¿cómo leer ahora los vestigios residuales de la vorágine del narco, sin pensar en los dispositivos con que se filtra la realidad para impresionar nuestros sentidos?
Tal como con la exhibición en televisión de rehenes de guerra “la información [mediatizada] cumple exactamente su cometido, el de convencernos, a través de la obscenidad de lo que vemos, de nuestra propia abyección. La perversión impuesta a la mirada equivale al reconocimiento de nuestra deshonra y hace que nos convirtamos nosotros también en unos arrepentidos.” Pero como es imposible vivir en esta desazón y vigilia de forma permanente, ésta viene cual marea, antes de que el próximo espectáculo noticioso lo eclipse.
Y entonces, reconozcámoslo: los dolores de la búsqueda del desaparecido seguirán ahí cuando las velas se apaguen. Cuando con el dedo desplaces estas letras, u otras. El terror de la desaparición no es un botón. No es un switch. Por eso, no se trata en ningún momento de negar el sufrimiento, pero sí de reconocer —con Todorov— que la memoria no es la simple restauración de los acontecimientos, sino que hay siempre discursos que la acompañan, y sobre todo que, para ser memoria, no puede estar desprovista de la posibilidad de un futuro compartido, justo, en donde nos separemos del yo, para vernos en el otro. Y este otro, no es el del examen autocelebratorio por la indignación de una imagen, (zapatos, crematorio, sin crematorio, no importa), que nos nombra el terror.
Final alternativo de Pedro Páramo. Juan Preciado no se muere con los ecos de los susurros de los muertos. Don Abundio no se emborracha. Pedro Páramo es expropiado. Nadie se vuelve cristero. Nunca más nadie se convierte en una montaña de zapatos.