El escenario natural y moral de la conquista espiritual del jesuita Pérez de Ribas en su crónica del septentrión novohispano
Guy Rozat / INAH-Veracruz[1]
La crónica del padre Pérez de Ribas es hoy una de las grandes fuentes de la historia del norte de México. Muchos historiadores, en una lectura llana y muy superficial, utilizan generalmente este texto como si fuera una reserva de información, un banco de datos, sobre las poblaciones nativas de estas regiones, así como de los mecanismos de su pacificación y conversión. Contra este tipo de utilización proponemos mostrar cómo el padre jesuita se construye como autor de una heroica acción evangelizadora entre “los más bárbaros del orbe”. En esa construcción tiene que ofrecernos un escenario arisco y desértico en el cual vagan unas fieras sin ley ni sociedad, presas del demonio. Así intentaremos mostrar cómo el proyecto de evangelización, que finalmente es también un etnocidio, necesita de esa construcción anterior del bárbaro absoluto para justificar la pseudo redención, que el jesuita está convencido está aportando a estas pobres almas olvidadas, hasta ese momento, de la mano de Dios.
El padre Ribas cuando escribe su crónica en Europa, retrospectivamente, se adjudica el título de «conquistador espiritual de los Hiaquis»[2]. El paisaje americano donde éstos nuevos cristianos viven, que reconstruye para sus lectores, tendrá que ser complejo y ambiguo. Si para nosotros hoy, sin ninguna duda, la naturaleza del Septentrión novohispano –donde se desarrollan los hechos que cuenta en su crónica– es la de un desierto, éste no debe ser considerado desde nuestra apreciación geográfica contemporánea.
La sequía actual, la desertificación de amplias regiones que reportan hoy los geógrafos debido a malos manejos agro-pastorales de siglos, no podría parecerse a lo que fue “el desierto” del padre jesuita. El desierto del evangelizador es, antes que todo, el de la esterilidad demoniaca que impera en estas regiones: es en gran medida un desierto moral. Es la exuberancia del jardín del Edén, fecundado por la presencia del Creador, lo que asegura para el imaginario cristiano la riqueza y la fecundidad, como por ejemplo la exuberancia asiática que toma su fuente en esa proximidad del Edén. Por el contrario, el septentrión novohispano, por ser un mundo de esterilidad y resequedad, manifiesta indudablemente la omnipresencia diabólica.
En estas regiones tan lejanas la evangelización, en el mismo movimiento de transformación de las almas, provoca también la fecundación de la tierra. En el caso de los hiaquis, los indios más numerosos, el padre Ribas presenta a estos como los más bravos, como lo aclara él mismo “los más bárbaros del orbe”, recalca que, mientras más feroz sea el conquistado, más grande se erguirá la gloria espiritual de su conquistador.
En medio de ese desierto de arena, rocas y espinas, los hiaquis que describe después del paso de su evangelizador parecen ahora vivir en una región que hoy se podría considerar como muy rica. Al empezar su relato de testigo autorizado, precisará que los pueblos Hiaquis estaban asentados a lo largo de un río caudaloso, como el Guadalquivir. Sin embargo, aunque caracterizados claramente como “bárbaros” estos son avisados agricultores, “La gente toda es labradora». Y si son avisados, es porque, como los antiguos egipcios, aprovechan las avenidas de su río, como aquellos lo hacían con las del Nilo; y por lo tanto disponen así de tierras fecundas, lo que les permitía obtener abundantes cosechas de maíz, frijol, calabaza y algodón.
El jesuita también nos informa que utilizan muchas plantas y frutas, productos de recolección y, como además son astutos pescadores y grandes cazadores, podemos concluir con él que estos numerosos hiaquis son sanos y fuertes y, sobre todo, no temen a nadie ya que tienen todo lo que necesitan; son, por lo tanto, celosos de su independencia, al punto que en la región todos los otros pueblos los temen. Así, teníamos, en tiempos pasados, una nación Hiaqui que el padre jesuita estimaba que contaba con 30,000 almas. Dada la riqueza y complejidad de su alimentación y su integración al medio, recuerda que eran “de más altura que los de otras naciones y más bien agestados en hablar alto y con brío singular y grandemente arrogantes” (Rozat, 1995:114).
Es evidente que estos indios altos, fuertes, estos atletas desnudos o vestidos de pieles de venado o de algodón tejido por sus mujeres, tenían con qué impresionar a los europeos, en esa época, eran más bien de baja estatura por su deficiente alimentación e higiene precaria. En algún momento, redactando su relato, pareciera como si fuera a aflorar un sentimiento de nostalgia hacia sus años mozos americanos y esa nación tan favorecida por Dios que logró arrancar al demonio. Pero su descripción edénica se trunca repentinamente cuando se acerca a la descripción moral de esos valientes guerreros: “En todo lo demás eran muy semejantes a las otras naciones de que atrás quedó escrito y así que aquí no se repite, mismas embriagueces y borracheras, mismos bailes bárbaros, cabezas cortadas a los enemigos, uso de muchas mujeres, mismas hechicerías y otros semejantes”.[3]
Esa tierra hiaqui es como la tierra de promisión antes de la llegada del pueblo elegido. Pero el pueblo elegido aquí no son los indios sino los europeos. Los indios vienen de otra parte, no son los dueños legítimos de estas tierras. Por lo tanto, Dios no puede permitir que esa tierra siga estando en poder del demonio, por lo que su divina providencia empieza a actuar. El hecho de que sea un “renegado” el que esté en el centro del encuentro entre españoles y hiaquis nos da una idea de cómo funcionaba la evangelización y su naturaleza esencialmente totalitaria. En efecto, un pueblo que acepta la presencia de un misionero y de algunos españoles acepta, sin que lo sepa, no solo la simple presencia de algunos individuos que pueden atraer su atención por diversos motivos, sino que esa entrada actualiza un derecho sobre sus tierras y sus vidas. En efecto, debido a la donación papal, América pertenece a Castilla, donación refrendada por el “don del imperio” que hizo Motecuhzoma a Cortés. Así, lo que hace siempre finalmente un misionero, un militar o cualquier español al entrar a un territorio indígena, es hacer efectivos, refrendar en la actualidad, los derechos vigentes de la corona ya existentes sobre ese territorio. Pero los autóctonos, ellos, no saben que han sido ya “donados”, y que por lo tanto ellos, sus hijos, sus tierras, su presente, su pasado y su futuro ya no les pertenece.
La caridad cristiana quiere que los que ignoran esta situación, porque no han sido informados, por ejemplo, si no se les ha leído el famoso requerimiento, sean convencidos con dulzura, o compelidos paternalmente. Pero una vez que han recibido “la buena nueva” del cristianismo no hay regreso posible. Y si a pesar de todo no aceptan las proposiciones de misioneros y soldados de vivir cristianamente en pueblos ordenados y administrados por los españoles, esto es interpretado automáticamente como una manera de rechazar a Dios y querer situarse de manera pertinaz, una vez más, del lado del demonio.
Por ello, es que todo el mundo hispano debe perseguir a estos forajidos lo más que se pueda y castigarlos duramente, no solamente porque son un pésimo ejemplo para los otros neófitos recién evangelizados, sino porque están cometiendo un verdadero sacrilegio. De ahí el empeño de los españoles y los sacerdotes en particular de bautizar rápidamente y catequizar a sus presas de guerra, se trata más bien de exorcizarlas y de marcar un derecho indeleble sobre ellos y sus descendientes. Para el jesuita no hay ninguna duda de que: “Fue obra de Dios el venir a reducirse esta nación [..] no obstante que siempre quedó algún número de rebeldes e inquietos, particularmente hechiceros, ministros de Satanás y demás enemigos de Cristo y de su ley evangélica, pero finalmente como quería que llegase a esta nación el tiempo en que saliese del poder del demonio.”[4]
Por eso las hostilidades entre los españoles y los hiaquis serán descritas con escasos detalles, las batallas no se pueden localizar ni describir realmente su desarrollo. Lo que importa es el resultado. Así la paz es finalmente pactada. Los Hiaquis, evidentemente movidos por Dios, manifiestan, escribe el autor-testigo, “su voluntad de recibir la doctrina del evangelio y hacerse cristianos”. Los hiaquis entran en una nueva era política: entregan rehenes de paz para que se queden con los padres en el seminario, tienen que entregar el botín que arrancaron en la guerra, y tienen que reducirse a pueblos “donde se pudiera edificar iglesia, cuando fuesen los Padres para ser doctrinados en ella” (Rozat, 1995: 119).
El capitán, la espada de Dios, reparte regalos, potros y vestidos europeos. Sobra decir que los renegados que habían estado al origen de la enemistad entre hiaquis y españoles serán entregados al capitán “quien mando hacer justicia en ellos”. Pero el paternal jesuita se felicita porque “quiso Dios N.S. darles luz para que conociesen sus delitos y pidiesen a la hora de la muerte perdón de ellos y el santo bautizo”.[5]
Etnocidio y evangelización
Si Pérez de Ribas es avaro de elementos descriptivos para mostrarnos a los hiaquis en tiempos de su gentilidad, sí es muy prolijo en cuanto explica a su lector la situación posterior a la reducción en pueblos y a la evangelización; esas descripciones nos permiten reconstituir lo que es para un jesuita de la época, la primera mitad del siglo XVII, una evangelización lograda. El padre jesuita está orgulloso de la obra realizada, la suya. La nación hiaqui, “aunque más maleada que otras y obscurecida en costumbres y vicios gentilicios”, por eso son los más barbaros del orbe […] “se ha mejorado en gran parte en lo moral y lo político” (Rozat, 1995:127). Para su mentor no hay duda de que son las luces aportadas por el bautismo lo que “les permitía entender los fundamentos de la vida política racional.” Ahora ya no hay anarquía sino que “gobiernanse ya todos sus pueblos por gobernadores, alcaldes, fiscales de iglesias y otros ministros de justicia de su misma nación, con orden, sujeción y obediencia”.[6] Se acabó en la nación hiaqui la falta de poder y de orden que deploró durante páginas el padre jesuita, lamentándose de la impotencia de sus propios caciques originarios.
Podemos ver cómo claramente “Las nuevas autoridades” lo son realmente, en la plenitud del término, “las unas son puestas por el capitán, las otras, fiscales de iglesia, por el ministro de doctrina” (Rozat, 1995:129). No se trata como lo constata el jesuita, solo de la imposición de una fe, justificando una nueva forma de sociedad. Los hiaquis, son gobernados por un poder organizado en contra de lo que fue el antiguo ser de los antiguos hiaquis. Un poder férreo vigila en lo religioso. Los fiscales tienen por cargo “de avisar al padre de todo lo que pertenece a la Iglesia” como casamiento, bautizos, fiestas, enfermedades, o de acompañarlos en el pueblo o a otros pueblos. Pero si es necesario también tienen función de policía moral ya que debe “darle aviso si se ofrece pecado público o escandaloso contra la ley y costumbres cristianas”.[7]
En cuanto a lo civil, testimonia el padre jesuita: “los gobernadores hacen el mismo oficio para con el capitán”. Así el orden reina, pero es un orden que no pertenece más a la cultura hiaqui anterior, vigilada por autoridades impuestas y al servicio de intereses exteriores a la comunidad. Autoridades nuevas para un nuevo espacio. Confiesa el padre jesuita, muy orgulloso de su obra: “los pueblos están dispuestos en muy buena forma, sin quedar ya un solo asiento vivo en sus sementeras, ni rancherías (Rozat, 1995:130).
La imposición de la vida en pueblo es concebida por el satisfecho padre como un drástico rompimiento con la tradición cultural anterior. Se puede comparar en términos occidentales, confiesa el padre, con un exilio. Fue testigo de lo desgarrador que ha sido para los hiaquis abandonar sus casas, sus sementeras, sus lugares familiares, sus recuerdos, sus lugares de culto, de entierro de los ancestros, etc. Congregarse en pueblos es, por lo tanto, un golpe muy fuerte a la identidad étnica anterior por la imposición de nuevos modelos de comportamiento e identidades. Se felicita que algunos hiaquis utilizan ya caballos, regalos del capitán, pero de ahora en adelante, el que quiera uno tendrá que ponerse a trabajar para comprarlo, apropiándose de más tierras, una tierra que antes era colectiva. Trabajar más para tener excedente para intercambiar con los españoles “que vienen a rescatar producto de la tierra” (Rozat, 1995: 130). Especialmente durante los malos años de otras regiones menos favorecidas.[8] Así, la tierra hiaqui pronto se volverá el centro de un próspero comercio, controlado por los misioneros, concluye satisfecho el jesuita.
Por otra parte, como un hiaqui cristiano debe diferenciarse de un pagano, se le imponen nuevos modos de vestir, no solo dejará de pintarse como guerrero, sino que se le corta su gran cabellera. Y como las ovejas introducidas por el padre son insuficientes, ahora los hiaquis por “ganar un vestido y más porque sea algo galano, dejan sus tierras y sus mujeres y salen a veces cincuenta y más leguas fuera de la provincia a buscarlo con su trabajo”.[9] A escasos años de la reducción en pueblos ya no son 8,000 indios de arcos y flechas sino escasos 4,000 vecinos. La población ha sido mermada por enfermedades que “han causado alguna admiración”, parecería, constatar el jesuita, que “Dios quiere disminuir a estas gentes y llevar muchas de ellas al cielo (Rozat, 1995: 131).
Es evidente que esa apertura de la sociedad hiaqui multiplica las ocasiones de contagios. La presencia del europeo en general, pero incluso la del padre y de su séquito, es fuente constante de enfermedades mortales para los indios. A tal punto que Pérez de Ribas recuerda cómo los brujos y nigromantes aconsejaban, evidentemente influenciados por el demonio, a las madres de no bautizar a sus hijos, de sustraerlos a la presencia de los sacerdotes. Que se mueran centenas de niños no es un problema para el padre jesuita, es Dios el que está cosechando y reintegrando parte de su creación, además ese ejército de angelitos hiaquis se vuelve la garantía en presencia del Señor, cantando sus alabanzas, de que la obra de los jesuitas es buena y de que su santo ministerio durará para siempre.
La obra de Pérez de Ribas en ningún momento tiene por finalidad dar al hiaqui un derecho a la palabra ni de considerarlo en su alteridad y su profundidad histórica, sino la inclusión de toda la cultura que precede a la evangelización en la bestialidad y lo demoniaco. La antigua vida negada, los ritos controlados de una nueva vida cotidiana, imponen a un nuevo hiaqui, nuevos ritos, nuevos valores, nuevo aspecto, nuevas costumbres, nuevos espacios, nuevas relaciones interpersonales, nuevas mujeres, nuevas familias, etc. La conquista de Septentrión Novohispano está en marcha.
Bibliografía
- Pérez de Ribas, Historia de los triunfos de nuestra santa fee, México: Siglo XXI, 1992.
Rozat Guy. América imperio del demonio. Cuentos y recuentos, México: UIA, 1995.
Notas
[1] Para una revisión más detallada sobre el tema ver por ejemplo Rozat G, América imperio del demonio. Cuentos y recuentos, México: UIA, 1995. En este libro el autor propone un método de trabajo para utilizar este tipo de crónicas.
[2] Hemos conservado la escritura arcaica del padre Ribas: hiaquis, para significar que estos indios tienen poco que ver con lo que fue el Yaqui de la antropología colonial de los siglos XIX y XX.
[3] Es con ese tipo de intervenciones del autor en el relato, como podemos ver, actúa ese reduccionismo que está en obra en casi todos los textos sobre los habitantes de América, reducción de las alteridades a un modelo único de alteridad -el indio- que será construido como el inverso del ser cristiano occidental.
[4] A. Pérez de Ribas, Historia de los triunfos de nuestra santa fe, México: Siglo XXI, 1992, p.299
[5] Ibíd. p. 120
[6] Ibíd. p. 126
[7] Ibíd. p. 129
[8] La noción de trabajo impuesta por la evangelización esta en el corazón del dispositivo etnocidiario. Según el jesuita, en tiempos de su gentilidad los hiaquis y otros indios trabajaban muy poco, eran las “gentes más ociosas del mundo”. Solo reconoce que trabajaban, si se puede llamar a eso trabajo, 3 o 4 horas cuidando los pocos cultivos que necesitaban. Después el indio regresaba a su casa a jugar con los demás, a dormir, o se iba de cacería o a recolectar panales de abejas silvestre, “sin otro cuidado, ni oficio en todo el año”. No hay duda de que para un occidental como Pérez de Ribas esa holgazanería perpetua propiciaba todo tipo de vicios diabólicos y explicaba las formas omnipresentes de dominio del demonio.
[9] A. Pérez de Ribas, op.cit. p. 340.