Comentario ético-educador del capítulo 1 de la Encíclica del Papa Francisco, Laudato Si’. Sobre el cuidado de la casa común

Jorge Alberto Reyes López

Pedagogía SUAyED, UNAM

Laudato Si’, mi’ Signore es el segundo documento pontificio que ha redactado el Papa venido del “fin del mundo”, Francisco, en 2015. Alabado seas, mi Señor es la expresión franca de honda gratitud que cantó Francisco de Asís al contemplar dichoso la maravilla de la creación. (Todas las criaturas son hermanas para él.) El subtítulo lleva por nombre “Sobre el cuidado de la casa común”, en clara referencia al hogar que hemos compartido desde nuestros primeros ancestros, es decir, nuestra madre/hermana tierra. El Papa es fiel una vez más al mensaje franciscano y trata de actualizarlo con nuevo resplandor en nuestros días. Aunque esta Encíclica pueda ser vista como meramente “ecológica”, debe aclararse desde ahora que el espíritu que anima este documento no descansa solamente en la consideración de aspectos meramente ambientales, sino que se atreve a dar un paso más al denunciar las causas mismas del proceso de degradación del entorno, que se hallan en el esquema económico hegemónico vigente, esto es, en la forma social de explotación del ser humano por el ser humano: el capitalismo. Por ello, se habla, más bien, de una “ecología integral”. En la introducción a esta Encíclica se puede advertir la preocupación del Papa porque este mensaje de respeto, cuidado y responsabilidad no solo llegue a la feligresía cristiana, sino que pueda inspirar y conmover las conciencias de todas y todos, no importando la confesión religiosa (“quiero dirigirme a cada persona que habita este planeta”), especialmente de la juventud, para que se pueda dar un diálogo mundial a la altura de nuestra circunstancia.

Francisco comienza su documento pontificio con una severa crítica a la forma en que se ha conducido el ser humano en los últimos siglos: “Hemos crecido pensando que éramos [de la naturaleza] sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22)” (2)[1]. ¿Cómo es posible que nuestra tierra se empobreciera? El Papa Francisco realiza una lectura atenta del Antiguo y Nuevo Testamento, donde es posible advertir una verdad siempre revolucionaria, a saber: la pobreza es el resultado del pecado. ¿De qué pecado hablamos? Se trata, sin duda, del pecado estructural del despojo. Despojar a la creación de su libertad, belleza y goce. Puesto que la creación no es y no puede ser propiedad de nadie. La creación es un íntegro crecimiento de infinitas formas de un pathos universal. La privatización artificial de lo que es infinito es un acto violento niega el amor que Dios puso en todos los seres. De la desmesura (hýbris) humana surgen por igual la humillación del entorno y del prójimo; todo puede ser sometido, adueñado.

Francisco hace mención del discurso crítico de Pablo VI, quien atacaba sin miramientos las causas del deterioro ambiental, diciendo que “los progresos científicos más extraordinarios, las proezas técnicas más sorprendentes, el crecimiento económico más prodigioso, si no van acompañados por un auténtico progreso social y moral, se vuelven en definitiva contra el hombre” (4). Pero el entendimiento sobre el medio ambiente pasa por la observación de la situación analógica o refleja por la que pasa el ser humano. Si no hay un “pleno respeto a la persona humana” (5) todo lo demás colapsa. Cuando el ser humano no es capaz de comprender que todo lo existente es donación de la sobreabundancia de Dios, en ese momento comienza la distancia entre hermanos y hermanas, comienza la subordinación de unos por otros. El Papa Francisco recuerda que ha sido el mismo Benedicto XVI quien ha reconocido que el tema ambiental “no puede ser analizado sólo aislando uno de sus aspectos, porque «el libro de la naturaleza es uno e indivisible», e incluye el ambiente, la vida, la sexualidad, la familia, las relaciones sociales, etc.” (6). Surge la pregunta, entonces, sobre qué tipo de cultura es la que ha modelado la trágica situación actual. En palabras de Francisco, se trata de la “cultura del descarte”, de la exclusión, la enfermedad y la muerte. También llega a retomar las ideas del Patriarca Ecuménico Bartolomé, quien ha sido un compañero fiel del Papa desde el inicio de su ministerio. (Esta amistad no se ha expresado solo en espacios y celebraciones litúrgicas, sino que también se ha tejido en ideas comunes sobre la realidad política y económica del mundo presente.) Del Patriarca cita lo siguiente: “Que los seres humanos destruyan la diversidad biológica en la creación divina; que los seres humanos degraden la integridad de la tierra y contribuyan al cambio climático, desnudando la tierra de sus bosques naturales o destruyendo sus zonas húmedas; que los seres humanos contaminen las aguas, el suelo, el aire. Todos estos son pecados” (8). El Patriarca Bartolomé es contundente en su reflexión. La creación divina ha hecho posible, en su exuberante diversidad, la reproducción jubilosa de la vida humana; darle la espalda a la creación supone un pecado criminal. Es “crimen contra Dios” y contra el ser humano. Lo que se requiere, en cambio, según Bartolomé es: “aprender a dar, y no simplemente renunciar. Es un modo de amar, de pasar poco a poco de lo que yo quiero a lo que necesita el mundo de Dios. Es liberación del miedo, de la avidez, de la dependencia” (9). No ser sometido por la “posesión” de las cosas, no privarlas/arrancarlas/desprenderlas del mundo en la bóveda del yo, sino ofrecerlas, donarlas, cumplir con la huella divina de su regalo y gratuidad. ¡Cuán difícil será cumplir esta misión en la penosa historia del homo sapiens! Pues se trata, justamente, de la comunión con Dios que es nuestro prójimo. La muerte de nuestras personas amadas es la mayor evidencia de lo que nunca se podrá retener o privar a la fuerza; el regalo es precioso y a la vez fugaz, de ahí su cuidado. De ahí el esfuerzo por comer, nutrir y desplazarse; de ahí el esfuerzo por proteger y protegerse; de ahí la amistad, el placer y también el amor.

El “modelo” de Francisco de Asís representa el espíritu mismo de esta Encíclica, una guía que anima a seguirlo. El testimonio del Santo, enamorado por igual de las hierbas y las aves, muestra que estas meditaciones no se desprenden de un cálculo geométrico o matemático o lógico (que al fin son un lenguaje que puede expresar la trama de lo vivo, pero no su rostro), sino que han surgido desde una profunda preocupación ética sobre lo que es el ser humano en relación a su vínculo constitutivo con la creación, de una reflexión sensibilizadora sobre sus límites y posibilidades como una creatura que le he sido dado el regalo de poder maravillarse de todas las creaturas, incluso de las más espeluznantes. La reacción de Francisco de Asís “era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura era hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe” (11). Ahora bien, contrario a lo que suele pensarse dentro del principio de la valorización del valor capitalista, ¿cómo es posible considerar a las otras criaturas como hermanas? ¡Es la locura del goce! Esta vocación espiritual nos recuerda un sabio juicio antiguo: “No hay superioridad entre el hombre y la bestia, todo es vanidad” (Eclesiastés 3:19). Francisco de Roma, así se estila nombrarlo ahora, sintetiza el testimonio de San Francisco de Asís con estas palabras: “Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio” (12). El dominador del mundo comanda cuando somos incapaces de reconocernos en la maravilla de la creación, cuando desagradecemos el don de la vida bajo el cielo. 

Esta Encíclica es un llamado del Papa Francisco a todas las personas, pueblos y a sus gobiernos para compartir la responsabilidad de nutrir la vida terrenal. Reconoce especialmente a quienes han dedicado su integridad a defender nuestra casa común. Y confiesa que este llamado está atravesado por el “reclamo de un cambio” por parte de la juventud. Las y los jóvenes exigen desde distintos puntos del orbe una transformación radical. Reclaman justicia social y cuidado urgente de los recursos naturales. De ahí que el diálogo para lograrlo sea impostergable. El Papa no pasa por alto las dificultades que se presentarán para lograr el cometido propuesto. Es clarísimo al decir que: “Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no sólo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas” (14). El poder y la indiferencia son los principales obstáculos para hacer frente al daño causado por el imperio del dinero. En esta lucha todas y todos estamos convocados para ayudar desde nuestras diferencias.

El documento pontificio, se nos advierte, está elaborado desde una “nueva óptica” que propone alternativas para poder salir juntas y juntos, como un solo pueblo de Dios, del desastre y la miseria en que nos movemos día a día. La novedad radica en vincular los dolores de la Tierra con los dolores de los excluidos, de los miserables; quien saqueó la tierra, saqueó a las personas y a los pueblos. “Tomas lo que no es tuyo”, suele decirse convenientemente desde la ley del victimario. Sin embargo, lo verdadero sería decir: por la fuerza haces tuyo algo que es de todas y de todos. Se trata, en suma, de advertir, entre muchos temas posibles “la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida” (16).   

En el primer capítulo de esta Encíclica histórica se ofrece toda la información científica actual del estado de salud de nuestro planeta. Dicho capítulo se intitula “Lo que está pasando en nuestra casa común”. Y su objetivo es sensibilizarnos sobre el desastre que está ante nuestros ojos. Debemos tomar conciencia pero por la vía del dolor. Esto es: “tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar” (19). Ya desde las primeras líneas se advierte que no podemos continuar con una “confianza irracional en el progreso y en la capacidad humana”. Que los cambios son bienvenidos siempre y cuando sean para el desarrollo integral. Ha llegado la hora de llamarnos seriamente la atención por delegar toda nuestra responsabilidad al movimiento programado del mercado. Este dejar hacer ha acarreado terribles escenarios. Entre los cuales podemos destacar la contaminación de los suelos, ríos, mares y el aire y el cable y las conexiones. Pero estas de por sí penosas consecuencias del aceleramiento del progreso no afectan a todos los seres por igual, sino que hace más patente la vulnerabilidad y miseria de un sinnúmero de personas, quienes están afectados de un modo más violento. Pero esto pasa inadvertido por la “tecnología ligada a las finanzas” (20). Desde el ojo del cálculo del progreso se es “incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros” (20). El modo de vida actual solo produce desechos tóxicos para la vida. En esto, el Papa es muy terminante cuando exclama sumamente indignado: “La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería” (21). La cultura del descarte es como ha llamado el Papa Francisco al régimen del progreso que nos ha conducido a una depredación y explotación sin precedentes. Los seres humanos y muchas otras formas de vida han sucumbido ante esta “cultura” (porque como me diría mi querido maestro en griego, Enrique Hülsz Piccone, no hay cultura de la muerte: es un sin sentido; la cultura es una amanecer de vida), se han vuelto desechos, desechables, basura, desperdicio ruinoso. ¿Qué nos hace falta? Sin más rodeos el mismo Francisco nos propone: “Todavía no se ha logrado adoptar un modelo circular de producción que asegure recursos para todos y para las generaciones futuras, y que supone limitar al máximo el uso de los recursos no renovables, moderar el consumo, maximizar la eficiencia del aprovechamiento, reutilizar y reciclar” (22). La “cultura” del descarte no es sólo una falta de visión sobre los efectos negativos que generan los medios técnicos empleados en una sociedad globalizada, sino que supone una falta total por el fin que se propone y que orienta todas las decisiones de la civilización económica occidental, esto es, la ganancia, el dinero, el capital. Desde la óptica del cuidado de la naturaleza no sería posible llegar a la aberrante explotación que existe actualmente.

En este capítulo también se habla de los “bienes comunes”. El clima es uno de tantos de estos preciosos bienes. Porque lo que hace posible una vida plena no puede ser disfrutado solo por algunos, sino que es un derecho inalienable de todo ser humano. Pero el clima ha sido alterado por la mano del progreso. El calentamiento global es un resultado palpable. El estilo de vida, el modo de producción y el esquema de consumo, propios de la globalización civilizatoria del progreso, han contribuido marcadamente en este desajuste mayúsculo y esto solo es el principio de un escenario aún más desolador. Este estilo de vida tiene una base venenosa que lo sustenta: “Esto se ve potenciado especialmente por el patrón de desarrollo basado en el uso intensivo de combustibles fósiles, que hace al corazón del sistema energético mundial” (23). El “corazón” del sistema energético que domina en nuestro mundo es fósil. ¿Pero qué inteligencia o voluntad ha sido capaz de tan irracional elección? Es obvio que el Papa no juega con las palabras, sino que sabe perfectamente que no estamos ante una catástrofe desencadenada por la ingenuidad de ciertos grupos y personas (que en el mejor de los casos tuvieron una “buena voluntad”), sino que hemos llegado hasta aquí precisamente a causa de su negligencia y total falta de escrúpulos. La corrupción campea victoriosa sobre un montículo de cadáveres. El pobre es el cadáver que queda al final de la cadena productiva; su sangre circula ahora por las venas del mercado. Esto se debe, según el Papa Francisco, a la pérdida de aquel “sentido de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda toda sociedad civil” (25). Francisco denuncia en colérico desahogo: “Muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas, tratando sólo de reducir algunos impactos negativos del cambio climático (26). ¿Quién despertará a los poderosos de su nauseabundo sueño?

Esta Encíclica aborda el tema del agua, lo cual es vital para la reproducción de la vida humana. El agua es un recurso precioso y en escasez. Y quienes disponen más de él son los “países más desarrollados y los sectores más ricos de las sociedades” (27).  En esto el Papa usa una expresión poco frecuente en la literatura sobre el tema, a saber, “la pobreza del agua social”, que se presenta sobre todo en las regiones más marginadas como África. El agua no está distribuida equitativamente en el globo; las zonas pobres carecen del vital líquido, mientras que las zonas ricas lo desperdician. No se está vigilando que exista una “calidad del agua disponible para los pobres” (29). El agua no solo se vuelve cada día más inservible para el uso humano, sino que aumenta con ello la “tendencia a privatizar este recurso escaso, convertido en mercancía que se regula por las leyes del mercado” (30). Este diagnóstico es imposible de matizar. Tanto así que Francisco transcribe al pie de la letra la redacción de lo que supone el derecho humano al agua: “el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos” (30). No son ni deben ser el lucro o el negocio la última instancia de decisión sobre el manejo del recurso, sino el respeto absoluto a la dignidad inalienable del ser humano, a la reproducción de su vida. En esto es que ha existido una “grave deuda” con los pobres que no ven garantizado y protegido este derecho fundamental. Los países ricos tienen, pues, esta deuda histórica con todas ellas y ellos. Y deben procurar, sin postergaciones o pretextos, repararla. Se finaliza este punto con un aviso de incendio: “es previsible que el control del agua por parte de grandes empresas mundiales se convierta en una de las principales fuentes de conflictos de este siglo” (31). El recurso vital en manos de los poderosos está destinado a fracturar más la vida del ser humano en esta tierra nuestra, a menos que sea posible reaccionar a tiempo.

También se hace una mención especial a la pérdida de biodiversidad. La abundancia de la creación está en peligro de muerte y de hecho está muriendo. Todos los recursos naturales están comprometidos. Los seres vivos no son objetos de decoración, sino que están unidos a la salud y bienestar del ser humano, de todo el ecosistema planetario. Destruirlos acarrea el riesgo de encontrarse en un paraje árido donde la enfermedad agotaría finalmente la vida. y aquí debemos preguntarnos qué es la enfermedad, sino una ausencia de medios para soportar y acrecentar la vida; la vida es el fortalecimiento colaborativo de infinidad de instancias. Las especies, no hay que olvidarlo, tienen “valor en sí mismas” (33). Dan gloria a Dios con diversidad y en la muerte de miles de especies las nuevas generaciones quedarán privadas de su presencia y su “mensaje”. Se nos recuerda una vez más que las causas de este mal siguen siendo las mismas: “Pero mirando el mundo advertimos que este nivel de intervención humana, frecuentemente al servicio de las finanzas y del consumismo, hace que la tierra en que vivimos en realidad se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris, mientras al mismo tiempo el desarrollo de la tecnología y de las ofertas de consumo sigue avanzando sin límite” (34). Eligiendo la imagen que elaboró el filósofo Walter Benjamin, podemos decir que la locomotora del progreso acelera cada vez más su marcha sin considerar ninguna clase de límite; su carrera delirante va directo al despeñadero. ¡Ya no importa nada! El ser humano se ha puesto como medida de todas las cosas, tal que por primera vez en la historia y a causa del proceso de secularización moderno se ha despojado de todo su sentido profundo, de su dignidad y sacralidad, a la naturaleza; el ser humano ha llegado al extremo de verse a sí mismo fuera de esta tierra (y en esto hay que recordar a nuestra querida filósofa Hannah Arendt). Se ha inventado una imagen sobre sí mismo en el cual su propio acto “productor” es lo único que requiere para no dejarse afligir por la destrucción que ha dejado a su paso, para no mirar el horror del futuro que rápidamente deja a su paso. Es así como el Papa Francisco cuestiona severamente al respecto: “parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, por otra creada por nosotros” (34). ¿Seréis como Dios? ¿Ser la gratuidad misma? El ser humano actual se maravilla ante sus propias invenciones, mientras que todo lo que no ha sido diseñado o imaginado por él lo ha sometido a su señorío, a su indolencia. El Papa se pregunta ¿cómo se puede calcular el valor de las distintas formas de vida? Obviamente es imposible. Las acciones impulsadas por el egoísmo que sólo busca el beneficio inmediato impiden el cuidado y la preservación de lo que pacientemente, con paciencia infinita, tomó millones de años para aflorar y dar fruto. El cuidado debe ser igualmente paciente y constante. Debe trascender el egoísmo para tener puestos los sentidos en el Otro. Ha de internarse en el cuidado de las nuevas generaciones por venir. En esto último, cabe la pregunta: ¿dónde han quedado las nuevas generaciones en los proyectos económicos de las grandes empresas y de los Estados más poderosos? Han desaparecido. En este cuidado paciente, el Papa reconoce a organismos internacionales y a la sociedad civil que ha presionado a los gobiernos para frenar y revertir el desastre. Pero para ello hay una condición que todas y todos debemos vigilar su cumplimiento sin excepciones: “sin venderse a intereses espurios locales o internacionales” (p. 38). Intereses “espurios” que atentan contra la vida y el bien común de la humanidad. Quien se entrega a ellos vende la gracia de la vida a cambio de una alforja de monedas. Finalmente, debe reconocerse que “todas las criaturas están conectadas, cada una debe ser valorada con afecto y admiración, y todos los seres nos necesitamos unos a otros” (42). El cuidado no surge de la mera admiración, sino del reconocimiento del valor intrínseco de aquello que tiene la maravillosa propiedad de vivir, de ser. Somos un mismo organismo y la tierra es un todo cuyo equilibro ha de resguardarse permanentemente.

Por todo esto, el nivel de deterioro en la calidad de la vida humana y la degradación social ha venido aumentando sin reparo alguno. Las vidas de las personas son realmente afectadas en aquello que tendría que ser la meta de toda política económica y productiva: promover el derecho a vivir y a ser feliz (43). El crecimiento descontrolado de las grandes urbes forma cinturones de miseria que humillan y enferman. Los habitantes de este planeta viven impropiamente, “cada vez más inundados de cemento, asfalto, vidrio y metales, privados del contacto físico con la naturaleza” (44). No hay espacios verdes para recrearse y no los hay porque han sido privatizados. Han desaparecido los espacios públicos para el disfrute de todas las personas. Los espacios “artificiales” que existen son controlados solo para satisfacer la comodidad de ciertos grupos que pueden comprar su entrada, mientras que la gran mayoría vive hacinada en espacios insalubres e indignos: “la privatización de los espacios ha hecho que el acceso de los ciudadanos a zonas de particular belleza se vuelva difícil. En otros, se crean urbanizaciones « ecológicas» sólo al servicio de unos pocos, donde se procura evitar que otros entren a molestar una tranquilidad artificial. Suele encontrarse una ciudad bella y llena de espacios verdes bien cuidados en algunas áreas «seguras», pero no tanto en zonas menos visibles, donde viven los descartables de la sociedad” (45). La degradación social evidencia que el traído y venido “crecimiento económico” no ha resultado ser la solución para enfrentar los males actuales, sino que incluso los ha agudizado criminalmente; “no ha significado un verdadero progreso integral y una mejora de la calidad de vida” (46). El Papa también habla de una suerte de banalización de lo cotidiano. La profundidad sapiencial del ser humano se está perdiendo y con ella la posibilidad de retomar críticamente las grandes ideas que pudieran renovar lo existente. El encuentro dialógico y generoso entre las personas está siendo anulado bajo el patrocinio de los actuales procesos mediáticos. Ya no hay tiempo para el encuentro vigoroso y para la reflexión entusiasmada. Porque existe una “contaminación mental” (47). La artificialidad de los medios electrónicos (las redes sociales, por ejemplo) permiten muchas ventajas que son ampliamente conocidas, sin embargo “a veces también nos impiden tomar contacto directo con la angustia, con el temblor, con la alegría del otro y con la complejidad de su experiencia personal” (47). La mediación del recurso digital nos acerca y también nos aleja, nos aísla. Francisco llama a encontrarnos con la realidad del Otro, estando con él o ella, abrazándonos generosamente, cara-a-cara. No posponer o evitar el encuentro, sino darse el valor para hablar, escuchar, mirar, acariciar y hasta, por qué no, enojarse, gritarse o darse a puño limpio. Pero evitar todo esto bajo el arbitrio omnipotente que se tiene en la burbuja cibernética aumenta, como tendencia general, la indiferencia, el sentimiento de no-pertenencia, la desconfianza. ¿Qué fiesta es posible en la interacción digital? Hay que preguntar. Festejar supone encontrarse con las y los demás, con el tremendo riesgo que ello conlleva: enfrentarse a carne y hueso. El conflicto es inevitable, pero es la puerta de la reconciliación y el acuerdo.    

Existe una inequidad planetaria. La degradación ambiental es la resultante de una degradación social, humana. Cuando se agotan los recursos naturales los más afectados son los pobres que no tienen los medios para enfrentar el desastre porque sistemáticamente fueron esquilmados para desposeerlos, estructuralmente. ¿Y quiénes son estos pobres? La gran mayoría de la humanidad; “Quisiera advertir que no suele haber conciencia clara de los problemas que afectan particularmente a los excluidos. Ellos son la mayor parte del planeta, miles de millones de personas” (49). Se habla mucho, en medios afines y en medios hostiles, de ellas y ellos, pero se hace muy poco por atender sus sufrimientos y heridas. Francisco acusa el desprecio con el que los medios y los gobiernos abordan el tema de los pobres, lo cual “se debe en parte a que muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro, a veces favorecida por la desintegración de nuestras ciudades, ayuda a cauterizar la conciencia y a ignorar parte de la realidad en análisis sesgados” (49). El Papa Francisco es categórico en este punto, pues el tema del medio ambiente no puede desligarse del tema de la justicia social y del cumplimiento de las principales demandas de los pueblos oprimidos, de la gente vulnerable en todo el orbe. Porque la pobreza, el proceso de pauperización, tanto del entorno ecológico como de la sociedad, tiene a la base las mismas causas ominosas. “Pero hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (49). Hay que atrevernos a “pensar en un mundo diferente”. Para cambiar el modelo económico que sustenta el “consumismo extremo y selectivo de algunos”. Pocos, “algunos”, son los que controlan, administran, usufructúan y disfrutan de la gran mayoría de los recursos naturales del planeta; es una verdad incontrovertible, que esta Encíclica no oculta. Tan no lo oculta que en ella podemos leer lo siguiente: “Se pretende legitimar así el modelo distributivo actual, donde una minoría se cree con el derecho de consumir en una proporción que sería imposible generalizar, porque el planeta no podría ni siquiera contener los residuos de semejante consumo” (50).

El modelo económico vigente ha permitido que la creación haya sido mutilada por el consumo voraz e irracional de unos cuantos. Pero la iniquidad no sólo se manifiesta de manera individual sino también en las relaciones que tienen entre sí los países. El globo está ordenado bajo un principio económico de producción y consumo que ha subordinado a unos países y a otros los ha hecho poderosos. En este contexto geopolítico es que esta Encíclica denuncia lo siguiente: “hay una verdadera «deuda ecológica», particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países” (51). “Desequilibrio” que han sabido aprovechar muy bien los países del Norte para enriquecerse aún más a costa del empobrecimiento y aumento de las contradicciones fatales que se pueden observar en los países periféricos del Sur (Recordemos el diálogo Sur-Sur impulsado por Enrique Dussel para lograr alternativas eficaces en mundo evidentemente desequilibrado). La basura y los desechos de las grandes mineras e industrias multinacionales de los países ricos se quedan en los países pobres mientras lo que se llevan son los valiosos recursos naturales así como la mayor parte de las ganancias. Los gobiernos corruptos de la periferia venden sus tierras y a sus habitantes para fortalecer el estilo de vida del Norte. Las leyes duras que operan en los países centrales son inexistentes en el llamado “Tercer mundo”; “Generalmente, al cesar sus actividades y al retirarse, dejan grandes pasivos humanos y ambientales, como la desocupación, pueblos sin vida, agotamiento de algunas reservas naturales, deforestación, empobrecimiento de la agricultura y ganadería local, cráteres, cerros triturados, ríos contaminados y algunas pocas obras sociales que ya no se pueden sostener»” (51). El tema de la deuda externa representa la asfixia controlada de los países pobres. El Papa sostiene que: “La tierra de los pobres del Sur es rica y poco contaminada, pero el acceso a la propiedad de los bienes y recursos para satisfacer sus necesidades vitales les está vedado por un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perverso” (52). No hay eufemismo posible para hablar sobre el problema de la corrupción del ser humano en esta era de globalización y exclusión. ¡Cuánta miseria y cuánto desprecio! La deuda contraída por los países periféricos no es ni remotamente la Deuda que han contraído los países ricos para con ellos al haberles esquilmado su patrimonio en distintos procesos de pillaje. Los países desarrollados deben ayudar a los países subdesarrollados, y ninguna argucia legal o moral para negarse a ello es admisible. En esta tarea hay ciertamente “responsabilidades diversificadas” (52). La asfixia imperante, donde es imposible vivir, respirar, viajar, realizarse plenamente, acompañarse, quererse, conduce inexorablemente a la muerte de todas las potencialidades humanas. Pero la Encíclica guarda esperanza en que la gran familia humana pueda tomar a su cargo el nuevo rumbo a seguir, oponiéndose firmemente a la “globalización de la indiferencia” y estimulando su imaginación creadora para construir un mundo para todas y todos.               

Ante el embate del “paradigma tecnoeconómico” vigente se ha hecho necesario, según el Papa, construir caminos y “liderazgos” que puedan marcar la diferencia, “antes que las nuevas formas de poder (…) terminen arrasando no sólo con la política sino también con la libertad y la justicia” (53). Pues de lo que se trata es de completar el proyecto de Dios, el amoroso deseo de que disfrutáramos en plenitud de la paz y la belleza (53). En este sentido, la recomendación es indiscutible: “«en las intervenciones sobre los recursos naturales no predominen los intereses de grupos económicos que arrasan irracionalmente las fuentes de vida »” (54). La irracionalidad desborda su veneno en todo lugar donde se posa; se trata de una actitud Suicida. Francisco llega incluso a declarar que es hoy cuando “«cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta»” (56). Los más pequeños están en peligro. El ídolo de nuestra época, el dinero, ha logrado por toda suerte de artilugios deshonrosos y execrables imponerse en la conducción de la vida social, cultural, política y económica. Todo parece girar en torno suyo, en torno al “mito del progreso”. Incluso guerras encarnizadas (invasiones, diremos) han sido desencadenadas bajo su criterio. Mas en todo este escenario de muerte y barbarie brilla con cálida luz la generosidad, solidaridad y cuidado de que son capaces aún los seres humanos (58). 

En síntesis, lo que se requiere es una consideración ética radical donde se tenga suma claridad de lo que importa y de lo que no, de lo que es correcto y de lo que atenta contra lo más valioso que poseemos en esta vida, lo nuestro. Las soluciones no pueden seguir resanando las grietas y fisuras de un muro a punto de desplomarse. Los cambios deben ser de fondo y estructurales, globales (60). Pues lo único cierto, y el Papa Francisco lo ha expresado continuamente, es que: “el actual sistema mundial es insostenible desde diversos puntos de vista, porque hemos dejado de pensar en los fines de la acción humana” (61). No podemos seguir avanzando en esta locomotora; su velocidad corta toda raíz, impide asentarse y crecer y cuidar cuando la muerte nos implique. Nuestra raíz es nuestra madre/hermana tierra y todos seres que de un modo u otro, incluso en su dimensión más dañina, nos muestran el milagro de la creación y las claves para comprender un poco más de este misterio de gratuidad. Pues tal es el mensaje de esta Encíclica: el agradecimiento: ¡Alabado seas, mi Señor! Porque hemos amanecido en esta tierra que es la tierra de nuestros antepasados. Porque hemos disfrutado de sus cimas, ríos y verdes praderas, las selvas y los bosques, el ingobernable océano, los desafiantes desiertos, de la lluvia y las noches de resguardo, de los cantos y travesuras de innumerables seres. Quien se toma la paciencia de escuchar la creación en su inmensa abundancia podrá descubrirse a sí mismo y podrá celebrar amanecer una vez más en nuestra tierra en la que desde hace millones de años aprendimos a dar nuestros primeros pasos. Nuestras posibilidades más propias, lo que somos (el infinito de la piel), así como nuestro porvenir está latiendo en el árbol frondoso que somos todos. Agradecer significa echar raíces y compartir la maravilla de la finitud, del encuentro en cuerpos, miradas, andares y danzas. Esta es, pues, una Encíclica del agradecimiento, del cuidado. Pues quien agradece en serio, cuida en serio hasta el reposo final. Nuestra humanidad pertenece al tejido mismo de la vida y solo en ella podrá realizarse en abundancia.Nosotros somos todas y todos los otros.

¡Gracias, madre mía!

Alberto Relo

[1]  Los números entre paréntesis son los números de los parágrafos de la Encíclica y no corresponden a al número de página. La edición es libre y se puede consultar en: https://www.oas.org/es/sg/casacomun/docs/papa-francesco-enciclica-laudato-si-sp.pdf