Capitalismo musical y “libertad” de “gustos”

Julio Muñoz Rubio

Existen frases de uso común cuyo contenido, de ser tan común, escapa a la atención de las personas y se consideran triviales e indiscutibles y sin embargo, en un análisis más profundo resultan contener conceptos sobre el ser humano y la sociedad y son parte de una explicación del mundo, de una hegemonía, de todo un sistema de dominación, ejercido a lo largo de la cotidianeidad. Una de esas frases, tan unánimemente consensuadas, cuando se habla de preferencias musicales es: “Bueno, todo es cosa de gustos, cada quien tiene sus gustos”.

Al respecto es pertinente considerar que tal expresión es un espejo de una concepción individualista llevada, para el plano de ciertos elementos de la vida cotidiana a un extremo de simpleza que no explica nada. Según ese lugar común, gustos y preferencias surgen, se mantienen y en su caso se modifican siempre de manera espontánea, debido a una misteriosa cualidad alojada en el espíritu de cada persona, cualidad que por sí misma la haría distinta a todas las demás y que orienta los gustos o disgustos de cada quien hacia tal o cual objeto, sujeto o producto de la actividad social. Esto incluye a los productos del arte y las formas de entretenimiento. En esta tesitura se individualizan las respuestas que cada persona puede tener frente a un estímulo dado –musical en el caso al que aquí me refiero.

Pero no nos adelantemos y vayamos por partes:

1. La explicación burguesa del mundo se caracteriza por invertir la relación entre las partes y el todo de los sistemas que lo componen, desde el nivel atómico hasta el sociocultural. Así las cosas, la parte tiene prioridad ontológica con respecto al todo y cada una de aquellas se explica por sí misma, prescindiendo de sus relaciones. De ese modo, en el nivel humano, la burguesía imagina a la sociedad constituida por la suma de sus supuestas partes “esenciales”: los individuos, los cuales están dotados, cada uno por separado, de su capacidad de pensar, razonar e imaginar y por esa razón y de inicio, son libres e independientes entre sí. Sería en función de esa libertad que concurrirían voluntariamente para formar colectivos en los cuales la independencia individual de todas formas se mantiene como lo esencial. Cada parte puede desprenderse a voluntad o volverse a integrar y sumadas dan un todo: la sociedad. Es debido a esas tesis que la burguesía surge históricamente auto-asumiéndose como la clase por excelencia portadora de la libertad, y claro, de la democracia.

Esta concepción individualista fue un factor fundamental de la revolución burguesa, en los siglos XVII y XVIII y se consolidó en los siguientes siglos. Representó un gran avance en comparación con la concepción medieval, según la cual los seres humanos estamos subordinados a la voluntad de Dios y no poseemos capacidades de decisión propias, por encima de las divinas.

No obstante, por muy arraigada y consensuada que esté aquella tesis, contiene graves deficiencias, que deben considerarse:

La burguesía, al imaginar que esta independencia individual está ya dada con anterioridad a la existencia de los sujetos que la ejercen y está puesta por la naturaleza, la ubica en una dimensión, supra-social, ahistórica y cargada de misticismo. Al entenderse la existencia completa y originaria del individuo en función de su capacidad para pensar (recuérdese el apotegma de René Descartes: “Pienso, luego existo”), se reduce la explicación de lo que es la elaboración de pensamientos, decisiones y preferencias a un mero fetiche, que por tanto, preexiste a las condiciones de la sociedad en las que se encuentra, se asume al humano no como proceso histórico sino como la “cosa que piensa” (Como lo expresara el citado Descartes). Así las cosas, cada sujeto puede, por ejemplo, votar en unas elecciones por el candidato que prefiera, elegir su profesión y trabajo o cambiarlo; puede libremente elegir a sus amistades, vestirse con la ropa que le guste, usar la pasta de dientes de su preferencia, viajar a donde desee, ya sea para vivir o por turismo y comer los platillos que más le satisfagan. Todo con independencia de todos los demás sujetos. Lo puede hacer porque se le asume como “libre”. El paradigma burgués de libertad, pues, es la el del individuo cuya existencia está definida por el hecho de poseer una conciencia individual. Esto parece ser lo suficientemente obvio e inmediato como para admitirse sin reserva. La subjetividad de cada quien, si bien puede ser moldeada y educada, parece ya estar, en sus bases fundamentales, contenida, preformada en cada sujeto desde su nacimiento y solo faltaría expresarla a partir del momento en que comiencen a recibirse los estímulos físicos del exterior.

Esto es la base de la idea del libre albedrío, pero presentada de esa manera resulta un concepto abstracto y mistificado.

¿Por qué razón? Porque se parte de la existencia inmediata de cada ser humano, lo cual es obvio y real, pero en esa inmediatez nunca se le comprende en sus orígenes y su dimensión histórica; nunca como devenir, como proceso global de relaciones cambiantes ni de cómo éstas conforman una totalidad de relaciones objetivo-subjetivas en el complejo espacio-tiempo.

Ateniéndonos a esa explicación individualista no se puede comprender cómo es que los seres humanos acceden a construir tanto consensos como disensos y a organizar su conciencia en tiempo histórico. La filosofía burguesa intenta resolver este problema aludiendo a una “naturalidad” común a grupos más o menos amplios de seres humanos, que, respetando siempre el principio de independencia individual, puede resolver el problema de los consensos, acuerdos y normas colectivas de convivencia, en suma, explicar la causa de los orígenes de la sociedad. Sin embargo, esta alusión a una naturalidad o determinación biológica de las conductas resulta tan mítica y mistificada, tan fetichizada y misteriosa como la de las numerosas conciencias individuales independientes y termina enviando a ámbitos externos al ser humano, es decir, fuera de su control, la explicación de lo que éste es.

El modelo humano aquí mencionado puede ser invertido, de manera que se considera no a la parte, sino al todo humano, como el punto de partida. Si se opera de ese modo, cada individuo, sin que su individualidad se menosprecie, se entenderá primordialmente como el conjunto de sus relaciones con el entorno natural y socio-cultural que conforma. Es la comprensión del todo de las relaciones humanas lo que lleva a comprender la diversidad de su naturaleza, costumbres, formas de convivencia, niveles de conciencia, actividades, gustos, disgustos y pasiones. Es en ese proceso global en el que la individualidad se realiza, en donde el humano puede potenciar sus talentos, sus capacidades y eventualmente alcanzar su libertad, no en la fragmentación de la sociedad en tantos trozos como individuos existan.

Para ser más claro, “No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia” (Marx, K, 1987, p. 5).

2. Al referirnos al mundo de la producción musical y sus discursos, la consecuencia de explicar las preferencias personales dentro de este universo individualizado que es el burgués, lleva a entenderlas como simples “gustos” individuales, innatos y preexistentes a toda relación humana y cultural. Se parte de una realidad obvia: que toda producción musical encuentra algún grupo de individuos que la reciben con agrado y otros grupos con indiferencia o desagrado, distinguiéndose de otros grupos que reciben con agrado y desagrado otro tipo de producciones. A partir de esa lógica parcial e individualista, se infiere que cada quien, a su manera, tiene y desarrolla sus propios gustos. Punto final.

Esta explicación, si bien existe como parte de esa filosofía individualista burguesa, no tiene el mismo peso en todas las etapas del capitalismo. Durante la etapa de los siglos XVII al XIX algunos sectores de la intelectualidad burguesa de la Ilustración pusieron interés -si bien limitado a las clases medias y altas- en el papel de la educación como factor para fomentar la apreciación del arte. Estos esfuerzos, con todo lo tímidos que fueron, se dieron al traste en el último siglo, con la llegada de la sociedad de consumo y la proliferación de los medios masivos de comunicación, empezando por la radio y luego la televisión hasta llegar a las actuales tecnologías digitales, todas las cuales masifican el consumo como nunca antes, en especial de música y, haciendo a un lado el lado de lo creativo-artístico, fomentan una producción musical homogénea, en serie y desechable, integrada en la cultura del usar y tirar, dando pleno sentido al capitalismo como un sistema que, en palabras de Adolfo Sánchez Vázquez (1975, pp-216-221), es “hostil al arte”.

Con lo arriba mencionado diremos que el gusto musical personal, personal y colectivo, no permanece siempre fijo. En muchas ocasiones se modifica a lo largo de la vida de cada sujeto o grupo de sujetos. De acuerdo con la lógica individualista aquí criticada, tal modificación provendría de ese misterioso atributo interno de cada individuo que le permite cambiar de gustos. Pero esa constatación es estéril, si sólo se le toma como una vacía capacidad psicológico-fisiológica y se le desprende de la trama relacional en que el sujeto se encuentra inserto. En realidad, es la totalidad de las relaciones entre los humanos y de éstos con la naturaleza, en contextos históricos específicos, lo que permite y fomenta la diversidad y la posibilidad de preferencias sonoras y sus cambios; no está dada con anterioridad a cualquier relación, no es ajena a ellas.

En segundo lugar, quedan ignorados los criterios o parámetros que permiten discernir acerca de las aportaciones de cada músico (o artista) o grupo de músicos a la cultura, su papel histórico, su grado y sus formas de originalidad, y creatividad. Este desplazamiento hace que resulte insustancial juzgar su papel en tanto transformadores de la sensibilidad y descubridores de nuevos derroteros, de nuevos y distintos sonidos y con ello de nuevas, y rupturistas experiencias sensibles en cada sujeto y colectivo de sujetos. Se menosprecian sus capacidades reflexivas y auto reflexivas, los movimientos de su conciencia estética y con todo ello, la modificación de las relaciones sociales hacia nuevos horizontes sensitivos, hacia la revolución de la vida, hacia nuevas formas de organización de la conciencia. En lugar de eso se generaliza la costumbre de intentar demostrar la inferioridad o superioridad de algún músico haciendo una lista de las piezas elaboradas por éste y dividirla en aquellas que a cada quien le gustan y las que no, determinándose el nivel de esta u otra producción musical de acuerdo con la lista “ganadora”, pero desde luego, como es imposible –e innecesario– encontrar una unanimidad con esta forma de valoraciones, la conclusión será justamente la que ya estaba presente en el punto de partida: “cada quien con sus gustos”, es decir, la inmovilidad.

Como aspecto inseparable del punto anterior, queda ignorado el análisis de la relación social del músico, el sujeto productor de la obra, con el público receptor. Hay una desvinculación de estos dos elementos en la explicación capitalista contemporánea de la producción musical. Esto es ningunear la naturaleza del arte, la existencia del mismo como una propiedad subjetiva del ser humano, mereced a la cual construye una segunda naturaleza, independiente de la biológica; una naturaleza consciente universal. Es pasar por alto el papel que éste juega, la evolución de su conciencia y su sensibilidad, la retroalimentación de todo esto con el artista.

En vez de comprender el conjunto de toda esta compleja trama, aparece un evasivo “para qué discutir, si cada quien tiene sus gustos… tú los tuyos y yo los míos.” Lo único importante es que a alguien le guste algún producto musical, sea cual sea, y que la industria le dé a la gente “lo que pida”.

3. Lo más nocivo de estas opiniones del “cada quien sus gustos” es que nunca llega a distinguirse lo que es el arte de lo que es mercancía, lo que es la producción única de subjetividades de lo que es homogeneidad hecha en serie para vender, para usar y tirar, para trocar lo que es despliegue de emocionalidades interiores y la simple maquila, y desde luego, lo que es valor de uso de lo que es valor de cambio.

El capitalismo por definición es productor de valor de cambio y por lo tanto de trabajo abstracto, es decir, un tipo de trabajo en el que el trabajador abstrae de su mente las operaciones concretas que tiene que realizar para producir algo y solo pone atención en la venta del producto y la cantidad de ganancias que se obtendrán por ella. Lo que importa del producto final es solo su cantidad de valor, su forma-cosa, devenida a su vez en mercancía, nunca su utilidad social ni su aportación a la existencia integral ni a la condición del ser humano. El capitalismo aplana y homogeneiza toda producción, que en tanto valor de uso es diversidad cualitativa, en unidades cuantitativas de intercambio, lo que en el fondo y de inicio son cualidades, inconmensurables entre sí.

Esto es gravísimo para el caso del arte. Lo único que para el capitalismo es digno de su consideración es el trastrocamiento de la obra de arte en objeto de compra-venta. Asume que la obra de arte es igual a cualquier otro producto mercantil, sin darse cuenta de que es justamente valor de uso, pues el arte es expresión de una unidad interna de la espiritualidad del artista en conjunción con la externalidad de su público. Al entrar en el mundo de la industria, todo este mundo de cualidades artísticas y musicales queda aplanado, igualado, estandarizado en el de las cantidades vendibles, ofertables a un indefinido gusto personal.

De este modo la estética musical queda reducida a la preferencia personal “preexistente” a la obra, a una descontextualizada libertad. No hay razón por la que alguna aportación deba ser superior o inferior a otra o simplemente hacer un esfuerzo por apreciar sus diferencias. Como siempre se encuentra a alguien a quien “libremente” le gusta algún tipo de música -el que sea-, así como alguien a quien “libremente” le disguste, nada es mejor o peor que nada, toda la música se moverá en una superficie horizontal, indiferenciada y uniforme, lo cual, dicho sea en honor a la justicia, es una falta de respeto al artista-músico, que pone su empeño y talento para crear obras de arte, al equipararlo con quien sólo compone e interpreta por encargo de una empresa disquera con el objetivo de aumentar las ventas.

Esta forma superficial, frívola e irracional de hacer las cosas es ideal para que el capitalismo pueda explotar el engaño de “dar a cada quien lo que pida”, “lo que prefiera”, lo cual le da un aire de magnánimo benefactor universal, pero que en rigor lo que hace es invertir y pervertir la relación entre el empresario y el público y así fabricar toda una maquinaria industrial de imposición de las producciones musicales del peor gusto, toda una cultura-basura, con el objetivo de empobrecer las capacidades sensitivas, embrutecerlas, narcotizar al individuo y sus capacidades sensibles, mantenerlas en la estrechez de las producciones mercantiles más primitivas

Pero las aportaciones a la cultura y a la historia que unas y otras manifestaciones musicales han hecho no han sido, ni son ni serán planas, por más que la industria capitalista lo intente. Nunca serán iguales los casos en los que se exploran nuevos, trascendentes e imborrables universos de sensibilidad, de expediciones hacia lo desconocido e infinito, a los casos de encargos, de productos prefabricados, a la medida de la monotonía, el pasatiempo, la aburrición, la “moda” y la frivolidad burguesa extendida a toda la población.

Como acertadamente lo menciona Le Roi Jones (1963), refiriéndose al caso del jazz y el blues (pero con una aplicación universal), a cada oleada de creación artística y revolucionaria en la música, se le opone siempre una copia, falta de originalidad y comercial, originada a partir de la primera, pero ya en su versión depauperizada y con un papel opuesto al de la corriente propiamente artística. A cada una de esas fases les corresponden formas de conciencia específica. Las formas de conciencia del primer grupo de producción musical, alejadas de la trama comercial de producción musical capitalista (como las mencionadas en el punto 2) son potencialmente capaces de trascenderse a sí mismas, de acceder a formas universales de apreciación, de superar un estado estético-estático de ser-en-si para convertirse en complejos procesos evolutivos y capaces de la aprehensión de la totalidad, propios del ser-para-sí. En cambio, las segundas se encuentran aprisionadas en la pobreza de lo inmediato e impuesto por la industria cultural y su propaganda.

En los tiempos presentes estamos siendo víctimas de esta oleada de ignorancia y depauperización comercial de la música, en la etapa de decadencia terminal del capitalismo, se trata, más que nunca, de un sistema negado para educar a las masas en el buen gusto y el refinamiento auditivo y en cambio fomentar su decadente ideología de “cada quien sus gustos.”

4. La vida burguesa es la del tedio, aburrición, la inmersión de los humanos en una rutina que les es extraña, dictada en principio por la dinámica del trabajo, consistente en la repetición de operaciones elementales a lo largo de horas, días, semanas y años, y que se extiende desde ahí a todos los momentos y actividades de la vida de las personas. Tal rutina se nos presenta como inamovible, eterna, normal y natural. Pero en realidad ha sido decidida por los aplastantes poderes capitalistas (poder político, financiero, militar, tecnológico-industrial y publicitario), para quienes el sujeto humano individual no tiene ninguna importancia ni posibilidad de cambiarla; la existencia de tales poderes es una realidad y una rutina en la que no han tenido mayor capacidad de decisión y por ello lo más que pueden hacer es aceptarla y adaptarse de la mejor o menos peor manera.

Esto es especialmente claro en la etapa capitalista de la sociedad de consumo, la etapa de producción para el desperdicio y de la producción masiva de necesidades ficticias, como H. Marcuse (1968) la diagnosticara en El Hombre Unidimensional. Es la etapa del dominio abrumador de la racionalidad tecnológica. La etapa de la decadencia terminal del capitalismo, víctima de sus propias contradicciones: la del cambio climático y devastación de la naturaleza, del peligro inminente de guerra nuclear, de las epidemias y pandemias, de la violencia galopante, las hambrunas, y la miseria.

Los niveles de enajenación del ser humano que se viven hoy superan por mucho a los acertada y agudamente descritos por Marx (1968) en sus Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844. De aquellos tiempos para acá, el capitalismo, bajo las mismas bases de la concepción marxiana, ha ideado apabullantes maquinarias publicitarias y mercantiles que logran despojar al ser humano de su propia humanidad en todos los ámbitos de la vida y en todos los estratos socioeconómicos y ramas de actividad.

El capitalismo, en su contradictoria consecuencia, tiene necesidad de generar válvulas de escape, empero controladas por éste mismo sistema, diseñadas para que nunca lo pongan en cuestión y en cambio lo acepten. De este modo, convierte toda actividad lúdica, en simple vertedero de frustraciones, insatisfacciones y resentimientos que permanecen en cada humano. El capitalismo tiene que fomentar la ilusión de que, en cada una de esas actividades lúdicas concretas diseñadas por el sistema, el individuo realiza su libertad y se despoja de la opresión, de que ahí materializa su disfrute de la vida.

En tal situación, el capitalismo requiere producir una cultura en general y en específico una cultura musical que mantenga a los seres humanos con existencias fragmentadas, divididas en cuantos trozos sea necesario, desconectadas entre sí. La industria cultural capitalista fomenta, como nunca, estados pasajeros de euforia, momentos de diversión, de entretenimiento, de pasatiempo, en otras palabras. Se trata de meros estados catárticos, de descarga momentánea de impulsos, después de los cuales el sujeto regresa a su estado inicial de aislamiento y soledad, a su posición mecánica que le ha sido asignada dentro del titánico aparato tecnológico.

Es decir, se trata de una existencia truncada e incompleta, nunca propiamente humana, nunca una existencia en la que se que exploten todas las capacidades y dimensiones de cada persona; ni su existencia integrada, de y en la totalidad concreta. Una existencia en la que todo transcurre sin haberse apropiado realmente del producto de su efímero disfrute, sin aprehenderlo, ni incorporarlo como parte de su vida y su existencia sensible-social. Es la cultura de un tosco hedonismo, siempre desvinculado de toda conciencia sobre la libertad, la justicia, la belleza en el mundo, contrapuesto al hedonismo defendido por filósofos como John Stuart Mill o Jeremy Bentham, para no hablar del de griegos clásicos como Epicuro, todos los cuales incluían el disfrute sensitivo de la vida como parte de una condición humana global, refinada y culta.

El momento contemporáneo del entretenimiento es un mero pasaje situado, fuera del sujeto, el cual, al no tener una participación activa, se limita a recibir una catarata de estímulos sensoriales cuya secuencia y forma han sido previamente decididas y estudiadas por una industria productora de espectáculos ajena a tal público. Se trata de técnicas de condicionamiento psicológico y manipulación de masas, que en tanto tales no pueden llevar al individuo a un estado reflexivo e introspectivo de realización de sí mismo, de encuentro y reconocimiento de sí mismo y de los demás en tanto seres trascendentes.

5. Así las cosas, los sentidos del público receptor del espectáculo: el oído, en el caso de lo musical, es un sentido del que le han sido despojado cada sujeto para pasar a ser propiedad de los productores industriales, quienes los moldean a su interés y lo devuelven a cada quien ya como sentidos extraños a este, como un simple consumidor de mercancía, tal y como conviene al capitalismo en todas las esferas de la vida.

A este respecto vale la pena recordar las palabras de José Revueltas (1982) en su Dialéctica de la Conciencia:

Los sentidos enajenados escindidos y que se escinden… se dan como no antecedentes, como sentidos sin memoria y desprovistos de retrospección, como sentidos históricamente amnésicos. Por cuanto ignoran su propia riqueza humana histórica acumulada, rechazan todo lo que, de inmediato, es inútil e inutilizable y niegan toda trascendencia a cambio de la utilización efímera y condensada de su objeto…(pp 47-48).

Las anteriores palabras son aplicables a la percepción estética y musical. En este sentido, el mundo de la música se comprende como un conjunto de producciones que pueden gustar o no, pero es el gusto como lo eventual que se repite y que agrada; un gusto o un no-gusto, un juicio arbitrario, limitado y estático.

Pero la obra musical artística tiene otra naturaleza y otra función, transgresora de los gustos y de los pasatiempos, y que alcanza a generar pasiones, entendidas no como sentimientos intensos solamente, por legítimos que sean, sino como la superación creativa de la intensidad, que lleve a otras dimensiones la apreciación de la música, que conduzca a una fusión del receptor con el creador de la obra y de ambos con la obra misma; que se dirija a la constitución de una síntesis de esos dos sujetos o colectivos de sujetos, todo lo cual es cualitativamente distinto a los gustos y preferencias aislados. Se trata de un nivel cualitativo distinto que niega el mero gusto y alcanza el nivel de apropiación de la obra musical por parte de las contrapartes participantes en ella, de su incorporación a la existencia, de hacerla parte de una actividad, una praxis que revoluciona el mundo. Se trata de la música (y todo el arte) como irrupción de las personas en el curso de su propia historia, en la decisión consciente del destino de cada quien y de las masas, de la sociedad toda. Esa es la característica de toda revolución.

La obra artística musical no está hecha para pasar el tiempo, no es medio para otros fines, es un fin en sí y está pensada para dotar al humano de formas de vida.

Ahí radica una de las diferencias entre el arte y el producto publicitario, es el contraste entre la manifestación subjetiva profunda del músico en maridaje con las de su público y la producción-consumo de un producto de propaganda, ya acabado, inamovible, manido y masticado.

6. Las preferencias musicales de cada quien, que en manos de la publicidad son libres elecciones de cada persona, en realidad son imposiciones de la industria de los medios masivos de comunicación, de las grandes empresas televisoras. De entre las composiciones existentes, las tendencias que se marcan, la industria cultural hace a un lado todas aquellas que por su complejidad y/o profundidad requieren de un nivel de concentración, de reflexión y de atención por parte del escucha; sobre todo las que implican un deslinde, una ruptura con las formas convencionales de hacer y escuchar música. Eso queda relegado. En cambio, se impulsan y se construyen las expresiones que producen y reproducen visiones acríticas y sensibilidades inmediatistas; realizaciones hechas no para escuchar, sino como fondo como “complemento”, “mientras…” otras cosas se hacen: Mientras se lavan los trastos o limpian los pisos, mientras se come en un restaurante, se compran cosas en el supermercado o se traslada uno a toda prisa y en medio de mil preocupaciones, en un medio privado o colectivo de transporte. La industria del entretenimiento no deja lugar ni momento desocupado, su bombardeo es abrumador. Una y otra y otra vez se taladra el oído y el cerebro de sujetos que reciben sonidos y ruidos más nunca escuchan y ya jamás pueden estar ni convivir en ambientes silenciosos; que terminan gustando de aquello repetido ad nauseam. Es un alejamiento y una negación del arte; es aquello que mantiene al público en un estado de letargo, de una forma de comodidad y de confort acordes con el sistema de dominación, son mentalidades resilentes, inercia pura, nada nuevo, ningún movimiento, ninguna negación de lo ya legitimado. Es el circo para la masa, al fin y al cabo, tan embrutecida por naturaleza, según las tendencias sociales más reaccionarias, usualmente calificadas como “derecha.”

La libertad y democracia del “cada quien sus gustos” es en realidad la imposición autoritaria de preferencias, diseñadas desde las oficinas de las empresas transnacionales del espectáculo, no desde las mentes y espíritus de compositores y públicos. Para esas empresas las opciones son las que ellos ofrecen, esas que encontrarán aceptación en algunos sujetos, en otros otras. Cada quien sus gustos. Las demás, las verdaderas obras de arte son (según su lógica) rarezas y marginalidades de algunos excéntricos; opciones casi inexistentes.

Con todo lo anterior no se quiere decir que a la gente no debe gustarle tal o cual cosa, que cada quien en efecto guste de lo que quiera, por lo demás, no existe el buen ni el mal gusto “puros”; nadie hay que solo tenga buenos o malos gustos y ya. Existen contradicciones francamente escandalosas dentro de cada sujeto, pero que no se pretenda igualar cualquier obra musical con cualquier otra sólo porque en todos los casos haya alguien a quien le guste ni menos intentar probar la superioridad de tal o cual tendencia musical en proporción directa a la cantidad de gente que la acepta y la consume en el mercado, es decir, en proporción directa al plusvalor que genera.

Bibliografía

Jones. L. (1963): Blues People: The Negro Experience in White America and the Music that Developed from it. New York: Morrow Qill Paperbacks.

Marcuse, H (1968): El Hombre Unidimensional: Ensayo sobre la Ideología de la Sociedad Industrial Avanzada, México, DF: Joaquín Mortiz.

Marx, K. (1968): Manuscritos Económico Filosóficos de 1844, México DF: Grijalbo.

Marx, K. (1987): Contribución a la Crítica de la Economía Política, México, DF: Siglo XXI.

Revueltas, J. (1982): Dialéctica de la Conciencia. México DF: Era.

Sánchez Vázquez, A (1975): Las Ideas Estéticas de Marx, México DF: Era.