Ayotzinapa, ¿a dónde van?

Mario Bravo Soria

Familiares de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala, Guerrero, permanecieron durante 10 días instalados en un plantón frente a Palacio Nacional en Ciudad de México. Allí, el periodista Mario Bravo Soria charló con doña María, madre del estudiante Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa

“Andamos tristes”

Este año se cumplirá una década de la desaparición forzada de los alumnos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, ubicada en la entidad de Guerrero. A finales de septiembre de 2014, el suceso cimbró a una sociedad mexicana ya habituada a noticias escalofriantes. Hoy, en el ocaso del actual sexenio lopezobradorista, la bandera nacional hondea con mucha mayor dignidad que en tiempos neoliberales; sin embargo, la herida llamada Ayotzinapa continúa sangrando y no se mira que, en el corto plazo, tanto la verdad como la justicia cicatricen este episodio de la historia reciente de México.

Hace pocos días, en una tarde extremadamente calurosa y minutos antes de las 15 horas, María Concepción Tlatempa Colchero salía de una carpa colocada a pocos metros de la sede del poder Ejecutivo federal. Con un tono de voz suave, respondió a las preguntas de este reportero:

—¿Una madre cómo hace para levantarse cada mañana, comer los primeros alimentos del día y vivir cuando un hijo falta en la casa?

—En la noche dormimos pensando en nuestros hijos, en cómo estarán y en dónde. Despertamos, se llega la mañana y nos encomedamos a Dios para que, donde quiera que estén, les dé más fuerza y salud. Cuando vamos a almorzar, nos acordamos de ellos y no sabemos si ya comieron, si ya se levantaron… Andamos tristes… ¡Les tenemos amor a nuestros hijos y no descansaremos hasta llegar a la verdad!

       María Concepción Tlatempa Colchero. Foto: Mario Bravo Soria

Una cubeta de agua fría

—Su vida cambió totalmente desde aquella noche de septiembre de 2014…

—Sí. Antes de que sucediera esto, ¡yo no estaba enferma! Después se me vino la diabetes y sentí como si me echaran una cubeta de agua fría. Me empecé a sentir mal. Ahora andamos en la lucha, exigiendo al gobierno porque queremos verdad y justicia.

—¿Cómo puede definir a su hijo Jesús Jovany?

—Él era un muchacho serio. No le gustaba tomar. Mis papás sembraban verdura: elote, flor de margarita y cempasúchil. Mi papá le daba trabajo a mi hijo. Él trabajaba el campo y estudiaba en las tardes. Pasaba a la casa a comer, se bañaba y se iba a la escuela. Estudió un año en una escuela de Enfermería, luego se salió porque no estaba registrada –narra doña María y precisa que, tras dejar los estudios en ese primer centro escolar privado, Jesús Jovany decidió ingresar a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa, pues él deseaba que los ingresos familiares se destinaran no en pagar su colegiatura, sino principalmente para el sustento del hogar y en los propios estudios de sus hermanos menores.

“Sólo vine a comer y ya me voy”

—¿Cómo ha imaginado el momento en que encuentre a su hijo? ¿Lo soñó alguna vez?

—Fíjese que no lo he soñado muchas veces, pero una vez sí en mi cumpleaños. A él le gustaba regalar cosas, es detallista. Cada año, en mi cumpleaños, llegaba con rosas y con un pastel chiquito. Él no tenía gastos, pues era soltero. Lo que ganaba lo invertía con nosotros. Cuando el viernes le pagaban su semana, me decía: Mamá, mañana me van a pagar… se arregla y nos vamos a ir a cenar. Cada ocho días él nos llevaba a cenar.

“Regresábamos contentos. Pero ahora, mire, nos sentimos tristes…”

—Cuando Jesús aparezca, quizás eso es lo que usted quisiera hacer: ir a cenar todos.

—Sí –María rompe en llanto mientras el bullicio de la ciudad no cede–. Y sí lo he soñado. Soñé que llegó… –ahora, inmediatamente, María ya no llora. Incluso se asoma un tenue rasgo de calma en su rostro. Su mirada la posa en un lugar lejano al Centro Histórico de la capital de México y en un tiempo distante al que marca el calendario. Allí, frente a Palacio Nacional, ella narra un sueño con mucha delicadeza y cada palabra suya la dice como se dice una plegaria al cielo, un poema al viento o una evocación que uno guarda en la memoria, y la cual sabemos que debe ser protegida, intentando así que no pierda su brillo ni su calor ante los estragos de la intemperie.

María relata:

—Llegué del mercado con mi nieta y miré que mi puerta estaba abierta. Lo vi sentado, comiendo con hambre en la mesa. Me voy metiendo despacito, y cuando lo veo: ¡estaba sentado en la silla y comiendo! Y le digo:

“— ¡Hijo, ya regresaste!

“—Sí, mamá.

“—¿Pero te vas a ir?

“—Sí, nada más vengo un rato. Me tengo que retirar”.

María, a estas alturas de la reseña, comparte el contenido de su sueño con la vehemencia de quien charla sobre un suceso irrefutable aunque también asombroso, breve pero indeleble, tierno y doloroso como la vida: 

—Él tenía la maña de quitarse la camisa y así andaba. Le vi, acá atrás [señala la espalda], a la Virgen de Guadalupe, tatuada… y le pregunté por qué se hizo eso y me dijo: Es la que me anda protegiendo y me cuida.

“Él, en el sueño, nunca me vio a la cara. Le agarré el hombro y le volteaba la cabeza, pero nunca me dejó ver su cara: No mamá, vengo rápido. Sólo vine a comer y ya me voy. Nada más nos dieron permiso un rato…”

Regalo para una madre

—Al despertar, ¿usted cómo se sintió? –pregunto a María mientras se escucha el sonido del campanario de la Catedral Metropolitana.

—Cuando desperté, me puse contenta porque pensé que era verdad y mi hijo ya había llegado. Luego, me paré y me fui a la cocina, pero no… fue un sueño.

El cantautor cubano Silvio Rodríguez, en una entrañable canción incluida en su disco Mujeres, se pregunta lo siguiente:

¿A dónde va lo común, lo de todos los días:

el descalzarse en la puerta, la mano amiga?

¿A dónde va la sorpresa, casi cotidiana del atardecer?

¿A dónde va el mantel de la mesa, el café de ayer?

¿A dónde van los pequeños terribles encantos que tiene el hogar?

¿Acaso nunca vuelven a ser algo?

¿Acaso se van?

¿Y a dónde van?

¿A dónde van?

María, la madre del normalista Jesús Jovany, brevemente relata el segundo y, hasta ahora, el último encuentro que ha tenido con su hijo mayor mientras ella duerme.

¿Soñar, acaso, no es otra manera más de prolongar la vida y de obtener una pequeña victoria –pero victoria al fin– por sobre la ausencia?:

—Mi cumpleaños es el 8 de diciembre, la segunda vez que lo soñé fue en esa fecha: llegó a la casa con su regalo. Lo recibí y parece que me dijeron abre tus ojos. Los abrí y desperté. En estos nueve años sólo lo he soñado dos veces.

Zócalo de la Ciudad de México. Foto: Mario Bravo Soria