Aproximarse al Otro: el humanismo desde Hugo López-Gatell

 

Mario Bravo Soria

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Ir al encuentro del otro.

Salir a la calle, caminar, estar expuesto, perderse entre la multitud y, repentinamente, encontrarse… encontrarte… encontrarnos.

Salvo alguna notable excepción, la política tradicional y anquilosada en México convierte en objeto al ciudadano y lo confina a una mera dinámica de compra, cooptación, utilización pasiva y, finalmente, le desecha. Durante varias décadas, la gente ha sido prescindible en la política dominante de este país. Si uno revisa el sinfín de campañas políticas y los diversos sexenios transcurridos tras la Revolución mexicana, sumando a tal ejercicio los primeros 18 años del siglo XXI, hallaremos un común denominador en tal temporalidad: millones de mexicanos han sido testigos de cómo se les degrada a niveles por debajo de la línea de lo humano.

La política mexicana, en su versión dominante, deshumaniza a hombres y mujeres, les despoja de su condición de seres merecedores de una mirada y una escucha.

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Enrique Dussel (1934) en su Filosofía de la Liberación (1977) denomina proxemia a la acción de un ser humano que enfila sus pasos para acercarse hacia un objeto, al cual puede tomar, comprar, vender o usar.

El acarreo, el obsequiar gorras, camisetas, bolsos y demás objetos con el nombre y la fotografía de tal o cual político -del color y las siglas que uno quiera evidenciar-, así como el invadir el espacio público -que es de todos- con afiches o pintas en bardas que tapizan -y saturan- la visión de una calle, una colonia, un barrio, una alcaldía y una ciudad… ¿Acaso eso no es concebir al otro como mera cosa pasiva, inmóvil, subordinada y disciplinada ante lo que tal figura política ha decidido que miren diariamente todos los habitantes de una urbe?

Proxemia y política tradicional han sido dos caras de la misma moneda en México.

La ciudadanía, históricamente, vista así como un instrumento para validar un orden jurídico, político, social y económico injusto… capaz de sumir en la pobreza a más de 50 millones de mexicanos y con dispositivos de control y disciplinamiento como represiones brutales, adormecimiento ideológico emanado de medios de comunicación hegemónicos y, por su lo anterior no surtiera el efecto deseado para los grupos dominantes, los fraudes electorales han sido la última carta jugada por quienes han visto a la ciudadanía como instrumento y objeto al servicio de fines perversos y egoístas.

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A mediados del siglo XX, el psiquiatra caribeño Frantz Fanon (1925-1961) alertó sobre los modos en que el racismo colonial deshumaniza a los sujetos colonizados, incluso en naciones con un par de siglos de aparente independencia con respecto a la metrópoli. Las reflexiones del autor de Piel negra, máscaras blancas (1952), permiten entender los entramados del racismo y sus efectos incluso en el presente: Si una secuela generó la conquista y la posterior colonización de América fue (y es) la dinámica de inferiorización de todo aquel ser humano ligado, de una manera u otra, con los grupos conquistados hace cinco siglos en lo que hoy conocemos como Latinoamérica.

La inferiorización materializada como procesos de deshumanización de quienes fueron despojados tanto de sus territorios como de sus recursos naturales, sus cosmovisiones, sus lenguajes y saberes e incluso del control sobre sus cuerpos a partir del año 1492… ¿quién podría dudar que no es un fenómeno de larga duración persistente hasta la actualidad? ¿No existe una ligazón obvia entre los pueblos indígenas despojados hace varios siglos y los que hoy, de una manera u otra, resisten en su gran mayoría con altos grados de racialización, exclusión social y pobreza económica?

Los sectores populares en México durante el siglo XX y lo que ha transcurrido de la actual centuria, históricamente vistos como ornamento, masa, plebe, proletariado y clase baja merecedora únicamente de pan y circo -una televisión para jodidos como afirmara el otrora dueño de Televisa, Emilio Azcárraga Milmo-, ¿acaso no son una triste y penosa continuidad de quienes, siglos atrás, fueron señalados como bárbaros y ubicados por debajo de la línea de lo humano según la mirada y el parámetro conquistador?

 El entrañable y melancólico filósofo alemán, Walter Benjamin (1892-1940), ya se hizo la misma pregunta con enorme lucidez desde sus Tesis sobre la Historia:

¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar? Si es así, un secreto compromiso de encuentro está entonces vigente entre las generaciones del pasado y la nuestra.

Quienes hemos sido confinados a no ser escuchados ni a ser dignos de un futuro medianamente promisorio pareciera que, de una manera u otra, nos hallamos entrelazados con otros y otras quienes, en el larguísimo siglo XX mexicano, padecieron toda una puesta en práctica de deshumanización proveniente de una manera -atroz, criminal y despiadada- de hacer política partidaria, institucional y gubernamental desde el Estado.

 Un inacabable y delgado hilo rojo une a quienes hemos sido parte del (aparente) bando de los vencidos.

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¿Qué es lo opuesto a esa cosificación e instrumentalización del ser humano por parte de los usos y costumbres de una sociedad no sólo bajo estragos persistentes de su pasado colonial, sino también dañada por los efectos de un neoliberalismo atomizante del tejido social en nuestro país?

Otra vez Enrique Dussel ilumina: lo contrario al uso del otro como mero objeto es el aproximarnos… “un acortar distancia hacia alguien que puede esperarnos o rechazarnos, darnos la mano o herirnos, besarnos o asesinarnos”. Ese acortar distancia hacia el otro no es mera palabrería ni acto mercadológico… es un modo (otro) de hacer política y de ser/estar en el mundo.

Dussel diría: “Acortar distancia es praxis”. Pero, hoy en día, pareciera que todo actúa en contra de ese ir hacia el otro.

Cuando no se activa la cosificación del prójimo, en tiempos actuales –a nivel mundial– la mirada se posa en un hombre o una mujer para ir en su búsqueda y hacerle la guerra… bombardearlo, confinarlo a un gueto, desaparecerlo por ser normalista de Ayotzinapa… arrojarlo desde un helicóptero hacia un río porque es supuestamente subversivo. A quienes defienden su territorio y los recursos naturales se les desaparece… se asesina a una y otra mujer por el solo hecho de ser eso: mujer.

En un plano menos letal, pero igual de deshumanizante… se halla el acto de reducir a hombres y mujeres al papel de ser sujetos sin ideas propias, sin filiación política genuina, sin capacidad para movilizarse por una causa o un ideal, sino solamente mirados por la política tradicional como accesorio, relleno visual y cuerpo vacío sin rostro ni voz.

 Los lastres del acarreo, el clientelismo, el corporativismo y el maiceo parecieran ser, sin duda, un modo muy afinado de deshumanización del otro, la otra, dentro de la política mexicana.

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Por razones éticas, ideológicas, relacionadas a componentes de clase y vinculadas al ideario político, resulta extraordinario encontrar un proyecto político que, desde lo electoral o lo partidario, pugne por ir al encuentro con el otro y mirarlo como a un ser humano, sin cosificarlo ni pretender reducirlo a mero objeto, instrumento o entidad lejana totalmente a un hombre o una mujer con derechos.

Insisto. En tiempos contemporáneos y desde la política electoral-partidaria, solamente el lopezobradorismo -con sus errores, limitaciones y contradicciones- ha salido a la calle para buscar (y encontrar) a alguien sin degradarlo a algo.

En México los movimientos sociales hacen lo suyo dentro de tal campo, aunque también con errores y miopías, a la par de cargar consigo relámpagos de lo que podría ser el futuro: allí, desde las acciones colectivas del movimiento estudiantil en favor de la gratuidad de la educación superior en el año 1999 o las gestas emanadas del zapatismo chiapaneco, sin olvidar la digna resistencia de los campesinos de Atenco, uno puede cerciorarse de que una parte de otro mundo posible se edifica poco a poco, en el aquí y en el ahora. Por otra parte, al mirar a la denominada Cuarta Transformación que ha sacado de la pobreza a 5 millones de ciudadanos en México, uno reflexiona que impostergablemente debe afianzar su rasgo humanista o no es (ni será) transformación.

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Humanizar la política es urgente.

Pero, ¿qué significa eso? ¿Cómo puede materializarse dicho anhelo de colocar en el centro de todo al ser humano? Sin duda, desde el gobierno pueden implementarse políticas públicas pensadas para seres humanos y no únicamente dirigidas a consumidores, clientes, masas, números o usuarios. Desde lo dicho y hecho por Andrés Manuel López Obrador (1953) -insisto: con limitaciones y contradicciones, pero también con altos grados de coherencia ética y genuino amor por el pueblo-, el acto de gobernar podríamos resumirlo en esa máxima que él ha enarbolado: “Por el bien de todos, primero los pobres”.

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Esa frase señala principalmente la necesidad de mirar, no dejar de posar la mirada y no parar de escuchar al deshumanizado por las diversas políticas públicas que expoliaron de todo a la gran mayoría de integrantes de la ciudadanía mexicana, incluso quienes fueron expropiados de su condición de humanidad.

 Resulta urgente humanizar la política ante una crisis civilizatoria padecida a nivel mundial. Es crucial hilvanar desde los hilachos de vida que la guerra y el desprecio neoliberal dejaron en nuestras sociedades. Humanizar lo público y la polis: humanizar junto a los deshumanizados de la ciudad que, en alguna medida, somos todas y todos.

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Por eso uno saluda con esperanza y frescura el proceder de la plataforma Humanizar la Ciudad, encabezada por el Dr. Hugo López- Gatell (1969), pues ha salido al encuentro del otro, la otra sin más mediación que la de la vida cotidiana: es decir, en calles, mercados, escuelas, plazas públicas y en el transporte colectivo de la Ciudad de México.

Sin el patético acarreo —herencia del priismo— y sin entender al ciudadano como un mero instrumento-objeto a ser desplazado de un acto masivo a otro acto masivo de tal o cual figura política, sino desde un reconocer al otro, a la otra, mirándole a los ojos… rostro a rostro… Hugo López-Gatell en menos de un mes ha sacudido los cimientos de las viejas prácticas que se resisten a ser extinguidas de la vida política en México.

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El médico de 54 años ha salido a las calles con un megáfono en mano y lo mismo habla con habitantes de Tlalpan que en medio de comerciantes en la plaza La Aguilita del popular y resistente barrio de La Merced. En una ciudad donde, apenas al salir de casa, ya puedes sentirte invadido con afiches, bardas pintadas y lonas colgadas de puentes peatonales que te incitan a decidir por tal o cual hombre o mujer al promocionarse como “el bueno” o ”la respuesta”, resulta refrescante y digno de empatía mirar al colectivo ciudadano encabezado por el epidemiólogo mexicano cuando -sin uniformarse ni traer consigo camiones y camiones llenos de simpatizantes, sino solamente con sus teléfonos celulares y cientos de volantes en mano- caminan entre la gente que, mayoritariamente, le saluda afectuosamente y se aproxima al doctor López-Gatell para pedirle que pose en una fotografía o le abrazan como si fuese alguien por quien sienten un cariño a prueba de mentiras mediáticas.

Me consta que tal perderse (y encontrarse) entre la gente durante las recientes semanas no ha sido algo fabricado, artificial o efecto del consejo de un gran estratega de campañas publicitarias. He estado ahí, en la calle, en el mismo vagón de Metro, en medio del danzón bailado en la Alameda de Santa María La Ribera o entre los pasillos de tal o cual mercado de la Ciudad de México en donde Hugo López-Gatell se ha parado para hablar y, fundamentalmente, escuchar al otro, a la otra.

La gente no lo expulsa de sus sitios cotidianos ni le grita insultos o reclamos como lo haría, seguramente, con la gran mayoría de políticos en México (exceptuando a López Obrador). Por el contrario, pareciera que en López-Gatell hallasen a uno de los suyos, a quien se ha autoimpuesto la tarea de desenmascarar a varios comunicadores que suelen construir narrativas alejadas a lo vivenciado por quien viaja en el Metro, quien se forma en la fila de las tortillas o quien un lunes al mediodía camina por la capitalina avenida 20 de Noviembre y, de frente, se encuentra con el célebre médico egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México.

La vida actual en las grandes urbes nos ha quitado incluso la oportunidad de reconocer en Juan, en María o en Antonio, aquello que se halla en cada uno se nosotros: no somos el rostro solamente del hombre o la mujer que señala nuestra acta de nacimiento, sino que, en nuestro andar, en nuestra manera de hablar, en los abrazos que damos y en aquellos recibidos, así como en nuestra biografía y en nuestro presente, indudablemente habitan esos mismos rasgos de quienes nos antecedieron en este mundo.

Mirar al otro cara a cara sin cosificarlo o deshumanizarlo implica una revelación en sí misma. Según Enrique Dussel: “el rostro del otro, primeramente como pobre oprimido, revela realmente a un pueblo antes que a una persona singular. Quizás, sin quererlo, en la anterior reflexión se ha revelado el ingrediente principal de la política lopezobradorista: en un fenómeno que muchos especialistas en sociología y ciencia política aún no acaban de comprender, varios millones de mexicanos y mexicanas apoyan sin reparo alguno a Andrés Manuel López Obrador, muy probablemente porque su habitual acto de acercarse al otro sin objeciones ni máscaras no significa solamente aproximarse a Juan, María o Antonio, sino que en ese acercamiento se “revela realmente un pueblo” por encima de un individuo.

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La apuesta del colectivo Humanizar la Ciudad, en el cual la figura más visible es Hugo López-Gatell, pareciera partir de un principio tan esencial como el día y la noche, pero tan olvidado por la mayoría de quienes ejercen la política partidaria en México: mirar al otro y a la otra como un ser humano y no como un instrumento para un fin.

En su andar por las calles de la Ciudad de México, Hugo López-Gatell ha visto miles de rostros y escuchado igual número de voces. Él hace una política en donde el ser humano, con sus esperanzas, deseos y aspiraciones está en el centro de su plataforma. El encuentro cara a cara, es decir, sin templetes de por medio, que alejan más de lo que aproximan, ya resulta un grato comienzo de ese anhelo por Humanizar la Ciudad.

 Los ataques furibundos provenientes desde la mayoría de los medios corporativos en contra de Hugo López-Gatell parecieran una reacción a ese básico, pero extraordinario acto de andar a ras de suelo y oír a la gente. Aunque también lo es el silencio de un sector de la izquierda que, hasta hace no mucho tiempo, solía referirse de manera amable y alegre acerca de dicho personaje.

Otra forma de hacer política es posible, una en donde quien la realiza sea capaz de partir de un principio irrenunciable: caminar, mirar y escuchar.