Apartheid, ¿y después? [1]

Sonia Dayan-Herzbrun

La extrema violencia en la que se ha visto sumido Oriente Próximo desde el 7 de octubre ha tenido un efecto estremecedor en muchas personas, de tan inesperado que ha sido. Sin embargo, forma parte de una historia de larga duración, la de la transformación de Israel en un Estado de apartheid. La situación allí no era exactamente la misma que en Sudáfrica hasta 1991, pero como en Sudáfrica se fundaba “en la separación completa de dos grupos humanos que vivían uno al lado del otro, o incluso uno dentro del otro”, escribe el historiador israelí Shlomo Sand en su reciente ensayo, Deux peuples pour un État? Con Nathan Thrall, antropólogo e historiador tanto como periodista en Un día en la vida de Abed Salama, descubrimos la dolorosa vida cotidiana de las mujeres, hombres y niños que sufren las consecuencias de esta separación.

En un libro que tiene más de análisis político que de obra clásica de historiador, Shlomo Sand propone una salida a lo que sólo puede acabar en catástrofe: la creación de un Estado binacional en el que palestinos e israelíes, compartiendo una humanidad común, disfrutarían de los mismos derechos. El reconocimiento de un futuro Estado palestino que cacarean las cancillerías occidentales y el centro-izquierda israelí, con el aval de la Autoridad Palestina, no es, a sus ojos, más que una fórmula hueca, carente de peso y valor, dada la magnitud de la colonización y la población palestina que vive dentro de la simbólica línea verde que separa Israel de los territorios ocupados en 1967. La única otra opción, a veces mencionada, la de transferir esta población a los países vecinos, sería inaceptable para los países árabes y contraria a los intereses occidentales.

En apoyo de su propuesta, Shlomo Sand invoca una larga tradición hoy en gran parte olvidada, aunque haya sido recordada en las obras de Jacqueline Rose y Yakov Rabkin: la de los sionistas que reconocían la presencia de habitantes actuales en la antigua tierra de los judíos y consideraban este territorio como su “hogar colectivo”. Generalmente conocemos los nombres de Martin Buber y Judah Leon Magnes, fundador de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Menos conocida es la postura de Ahad Aham (Asher Hirsch Ginsberg), miembro del movimiento de los Amantes de Sión y opositor al sionismo político de Herzl. “Cuando construyes tu casa en un terreno que ya está habitado, en un lugar donde ya hay otras casas y otros habitantes, eres el único dueño hasta la puerta de tu casa […] Del mismo modo, en las ‘casas nacionales’ de diferentes pueblos en el mismo territorio, cada uno de ellos tiene derecho a reclamar la libertad nacional, pero sólo para sus asuntos internos, mientras que la gestión de los asuntos del país debe ser común”, escribió Ahad Aham.

Inauguración de la Universidad Hebrea de Jerusalén en el Monte Scopus (1925) © Dominio público

Al principio de la inmigración y la colonización, cuando el número de judíos representaba entre el 10 y el 30% de la población, “casi todos los partidos sionistas optaron por posiciones binacionales, federales, confederales o cantonales”. El sionismo, como muestra Shlomo Sand, era polifacético e, incluso en sus opciones más liberales, no siempre estaba exento de prejuicios y contradicciones racistas. Haïm Margaliot Kalvarisky, promotor de la colonización en Galilea pero también miembro activo de Brit Shalom, organización política que abogaba por el acercamiento entre judíos y árabes, recordaba su primera compra de tierras y el momento en que tuvo que acudir a la primera expulsión de habitantes árabes para asentar a “sus hermanos”. Continuó esta tarea durante veinticinco años. “Se comprende que este trabajo –desalojar a la gente de su tierra, y quizá también a sus padres, que nacieron allí— no es nada fácil, sobre todo cuando quien desaloja no ve a los desalojados como un rebaño de ovejas, sino como personas con un corazón y un alma”. En resumen, ¿cómo conciliar colonización y ética?

A partir de 1948, el “paradigma binacional” prácticamente desapareció del discurso político. La victoria relámpago de junio de 1967 condujo al triunfo de la “ideología hegemónica del sionismo”, la de un gran Israel sobre toda la Palestina del Mandato. El fracaso del proceso de Oslo y la “intransigencia de las fuerzas anexionistas” han dado nueva fuerza al proyecto de un Estado binacional igualitario al que también se adhieren muchos palestinos. En el libro de Shlomo Sand casi no se les menciona, como si no estuvieran incluidos en una historia que también les pertenece. Se limita a una relectura específicamente israelí de la historia del sionismo, una relectura sin duda deseable, pero en la que no se plantean las cuestiones existenciales a las que se enfrentan aquellos a quienes propone conceder la igualdad de derechos.

El libro esencial de Nathan Thrall sitúa estas cuestiones en el centro de su tema. Lo que en apariencia no es más que una trágica noticia –la colisión de un autobús escolar con un semirremolque— se analiza como un “hecho social total”, por utilizar el concepto de Marcel Mauss. El tiempo es desapacible en la mañana del 16 de febrero de 2013, cuando Milad, de cinco años, se dirige a la escuela para coger un autobús que le llevará a él y a sus compañeros de clase de excursión. Milad y su familia viven en la Cisjordania ocupada, en la pequeña ciudad de Anata, cerca de Jerusalén y Ramala. Anata, como la mayoría de las zonas urbanas de Cisjordania y algunos barrios de la Ciudad Santa, está rodeada por un muro de hormigón de ocho metros de altura, dominado por los asentamientos construidos en las alturas. Para cruzar el muro, los miles de residentes de estos barrios, que antes formaban parte del municipio de Jerusalén, tienen que pasar por puestos de control controlados por el ejército. El tráfico de ambulancias también está muy restringido. En 2006, la policía fronteriza se negó a dejar pasar a una ambulancia que venía del centro de Jerusalén para subir a bordo a un hombre que acababa de sufrir un infarto, porque la ambulancia no iba acompañada de una escolta armada. Esta división también obliga a quienes se encuentran en el lado equivocado del muro a utilizar carreteras distintas y en mucho peor estado que las utilizadas por los colonos.

La carretera de Jaba’, donde se produjo el accidente que costó la vida a los niños y a su profesor, que fueron quemados vivos, está excavada en una escarpa que da a un precipicio. Sólo tiene dos carriles, sin franja central de demarcación. En hora punta, está bloqueada por una fila interminable de camiones, autobuses y coches palestinos. En cierto modo, la tragedia era inevitable. Nathan Thrall reúne a los protagonistas, disecciona todos los elementos y pinta un cuadro de “un universo de sufrimiento” del que prácticamente ningún hogar palestino puede escapar.

Cruce de caminos en Al-Issawiya, que separa Jerusalén de Anata ©CC BY-SA 4.0/Haggai Agmon Snir/WikiCommons

Primero fue Abed Salama, el padre del pequeño Milad, cuyo antepasado había sido el fundador de Anata. Con la colonización, perdió su estatuto aristocrático y sus tierras, confiscadas por el gobierno israelí; negándose a colaborar, se unió a una facción marxista hostil a la Autoridad Palestina, la sulta, dice, a la que acusa de corrupción moral y financiera y de negligencia. También está Huda, una endocrinóloga de Haifa, que ha salido temprano de su clínica para prestar asistencia médica a los beduinos que han sido desalojados de sus casas con tejados de lamina oxidada por los colonos. Ella y los miembros de su equipo se apresuran a intentar salvar de las llamas a los niños y a su profesora, con la ayuda de algunos lugareños, entre ellos Salem, un nativo de Hebrón que vive a unos cientos de metros. No hubo ayuda, aparte de una ambulancia palestina que llegó cuando ya no había nada que hacer. Ni un solo bombero, ni un solo policía, ni un solo soldado en el lugar. Y sin embargo, los habitantes del asentamiento vecino vieron el incendio. “Todo el mundo sabía lo rápido que intervenían las fuerzas israelíes en una carretera de Cisjordania en cuanto un niño empezaba a tirar piedras”. Sin embargo, esa mañana, ni los soldados del puesto de control, ni las tropas de la base militar cercana, ni los bomberos de los asentamientos tomaron ninguna iniciativa.

En lo que parece no ficción, porque está (magníficamente) escrito a base de larguísimas entrevistas y una bibliografía considerable, Nathan Thrall desenreda los hilos de la vida de estas personas corrientes, sus amores, sus frágiles esperanzas y su lucha desesperada por sobrevivir cuando se acumulan las desgracias y los sufrimientos, con la experiencia compartida de la cárcel, las palizas, las balas e incluso la tortura. El periodista estadounidense afincado en Jerusalén no oculta las divisiones de la sociedad palestina, ni pinta un cuadro maniqueo de la sociedad israelí, todavía traumatizada en 2013 por el recuerdo de los atentados de la Segunda Intifada (2000-2005). Algunos colonos se muestran comprensivos y los médicos de los hospitales de Jerusalén hacen todo lo posible por atender a los supervivientes. Pero les separa un mundo. Para ir del acogedor asentamiento de Anatot a Anata, a kilómetro y medio, hay que «conducir a lo largo de muros cubiertos de graffiti, tomar carreteras llenas de baches y cruzarse con niños que juegan en una calle sin acera». Si el Estado binacional que reclama Shlomo Sand llega a existir algún día, tendrá que enfrentarse a esta dura realidad.

[1] Este texto apareció en francés en En attendant nadeau, https://www.en-attendant-nadeau.fr/2024/02/06/lapartheid-et-apres-nathan-thrall-shlomo-sand/?fbclid=IwAR3eSffrohqagkjEInBO0v_GIJQCtVYoR7xtdSJACXBqqsKQoBMq3Eddywo