A 200 años de la Doctrina Monroe

Arturo Flores Mora

Desde su descubrimiento hasta el día de hoy, América Latina es objeto de disputa política y económica.

Junto a Asia y Medio Oriente ha intentado ser condenada a vivir como proveedor de riquezas a costa del sufrimiento y la miseria de sus habitantes.

El colonialismo, el intervencionismo militar, la balcanización, los golpes de estado, los bloqueos económicos y las Guerras judiciales desmienten el discurso neoliberal Salinista de que el mundo está conformado por naciones libres y soberanas. Nada más alejado de la realidad al intentar replicar su noción del individuo egoísta y solitario al esquema global.

A ellos aplica el famoso dicho: ¡es la lucha por el control de los recursos naturales, idiota!

Nuestro subdesarrollo y dependencia no son producto de la apatía, pereza o improductividad de nuestras poblaciones, sino de la determinación del capital por hacer de América Latina la fuente del plusvalor a través de la explotación material y la servidumbre moral.

Se ha intentado ocultar lo anterior aduciendo teorías de la conspiración; sin embargo, sus pretensiones ideologizantes para encubrir la realidad se han topado no pocas veces con la cínica y enferma confesión de sus conquistadores mentales.

Ejemplo de ello lo fue en 1823 James Monroe, que ante la falta de pretextos populistas y fantasmas comunistas declaró a la América como propiedad única de Estados Unidos contra las pretensiones colonizadoras de Gran Bretaña bajo el manto del destino manifiesto y la divina providencia.

Todavía los españoles al menos se tomaron la molestia de presentarnos a sus dioses en dibujos y símbolos, pero las élites marítimas y ferrocarrileras anexionistas del territorio mexicano le dejaron a las armas y a la guerra el «honor» de hacernos conocer a la tal «divina providencia» en el otro mundo.

La doctrina Monroe no ha sido más que el reconocimiento abierto de un comportamiento intrínsecamente expansivo de Estados Unidos.

En este sentido, Estados Unidos es sinónimo de expansión y por lo tanto de injerencia. Esto es así porque en términos objetivos todo lo que toca el capital fenece, poniendo incluso en riesgo su propia existencia como ocurrió con la gran crisis de 1929.

Aunque esta contradicción es el pecado de vida del capital, para prolongar su existencia depende de ampliarse a otras latitudes chupando como vampiro las «venas abiertas de América Latina» a fin de prolongar su inevitable final.

De acuerdo a la coyuntura, la doctrina Monroe ha sabido disfrazarse a la altura de las circunstancias: a través de la OEA a fin de justificar intervenciones, golpes de estado y presiones diplomáticas desde la mitad del siglo XX hasta la fecha; con el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y la Doctrina de la Seguridad Hemisférica lograron sofisticar la injerencia a través del control, capacitación y armamento de nuestros ejércitos nacionales contra el supuesto peligro Comunista (si realmente el comunismo fuera un proyecto inevitablemente fallido, no habría necesidad de derrumbarlo por la vía de la fuerza como lo hizo Estados Unidos).

Después de la desaparición del pretexto comunista, hoy Estados Unidos es capaz de desconocer a sus hijos «terrorismo» y «narcotráfico» con tal de mantener una injustificada presencia en nuestros asuntos internos. En este sentido, América Latina no dejará de ser objeto de dominación mientras Estados Unidos siga secuestrado por los afanes expansionistas de los dueños del dinero.

Pero no todo es pesimismo ni desgracia. Desde América Latina, particularmente desde el ALBA, se ha logrado mandar ALCArajo los intentos neocoloniales de Norteamérica, así como se ha demostrado que la hegemonía de Estados Unidos no es omnipotente ni unipolar, y que como parte de un sistema histórico tiene inevitablemente un final.

Si la primera ola progresista logró revolcar momentáneamente la hegemonía indisputada de Estados Unidos solamente desde nuestro continente, ahora con el surgimiento de más polos de desarrollo América Latina tiene la posibilidad, así como la exigencia, de abonar al nuevo orden que se está construyendo en condiciones de igualdad y solidaridad.

Lo anterior no es una oración discursiva: si se pretende trascender de la independencia formal a la sustantiva, se deben tejer y profundizar lazos comerciales, científicos, tecnológicos, culturales e informativos con las naciones hermanas. La unidad no es una opción subjetiva, es una condición de sobrevivencia.

Las rutas de integración históricamente han sido trazadas, aunque permanentemente derrotadas. Más que preocuparse, hay que ocuparse, sobre todo en al menos dos aspectos: 1) la producción regional de bienes de tecnología y capital a fin de reducir la dependencia y lograr el crecimiento mutuo así como una mayor participación en la generación de riqueza mundial para el beneficio de nuestra región; y 2) ante el repliegue de Estados Unidos en su natural zona de influencia en el nuevo orden mundial, establecer conjuntamente canales diplomáticos alternativos y de información a fin de generar intercambios culturales y consolidar la integración política a partir del reconocimiento de nuestra posición históricamente subyugada con tal de revertir nuestra situación de dependencia y subdesarrollo.