Una dialéctica en las relaciones propias de la administración pública

Diego Safa Valenzuela
Este texto busca ensayar posibles respuestas a una pregunta recurrente en el ámbito de la gestión pública: ¿por qué persiste una brecha entre el diseño de las políticas públicas y su implementación? Es frecuente observar una tensión entre ambas dimensiones; incluso cuando las políticas están minuciosamente diseñadas, su éxito depende de que los funcionarios encargados de ejecutarlas la conozcan cabalmente. Por lo tanto, para que exista una conexión entre ambas dimensiones, resulta indispensable traducir de un discurso del diseño a uno operativo. Aun así, esto plantea interrogantes más profundas: ¿a qué se debe este desencuentro? ¿Cuáles son las condiciones que lo propician? ¿Es válido atribuir el problema a una supuesta «incapacidad» del personal implementador?
Si la respuesta radica en la ignorancia del servidor público, se produciría así una relación de jerarquía basado en el saber, en donde el político especializado es quién lo posee. Sin embargo, es un análisis que queda corto para la complejidad que implica el tema por abordar.
Una posible elaboración más integral es la que realiza Oscar Oszrak; reconocido politólogo, sociólogo e investigador argentino, especializado en temas de administración pública, Estado, políticas públicas y burocracia en América Latina. En el inicio del texto Políticas públicas y regímenes políticos: Reflexiones a partir de algunas experiencias latinoamericanas (Oszrak, O., 1980), Oszrak parte de la división entre política y administración, dicotomía propuesta originalmente por Montesquieu. Por un lado, se formula, planifica la política y por otro se administra. Diferencia que detona tensiones, tal como lo dice el autor:
“Según el saber popular, las políticas públicas son –en su «formulación»– la expresión decantada y genuina del «interés general» de la sociedad, sea porque su legitimidad deriva de un proceso legislativo democrático o de la aplicación de criterios y conocimientos técnicamente racionales a la solución de problemas sociales. En cambio, de acuerdo con igualmente difundidos lugares comunes, la «implementación» de esas políticas tiene lugar en el ámbito de la burocracia estatal, que como todo el mundo sabe es el reino de la rutina, la ineficiencia y la corrupción” (ibidem, p. 3)
El fracaso de las políticas públicas estaría vinculado, más que a su diseño, al desempeño del aparato burocrático encargado de implementarlas. Esta crítica, sin embargo, suele derivar en un encono que, lejos de ser funcional, termina siendo inoperante para alcanzar los objetivos iniciales de dichas políticas.
Para avanzar con el cuestionamiento planteado, es preciso primero dilucidar sobre la función propia de las políticas públicas, es decir: ¿cuál sería la finalidad de diseñar cierta política?
Tomaremos un ejemplo de política de salud para responder la pregunta anterior. Retomamos una reflexión que hace Asa Cristina Laurel acerca de la experiencia que tuvo al ser ocupar el liderazgo de la Secretaría de Salud del entonces llamado Distrito Federal durante la administración de Andrés Manuel López Obrador del año 2000 al 2006 en México, citamos:
Las políticas tienen como ámbito privilegiado a las instituciones donde se concretan en arreglos institucionales específicos que expresan diferencias profundas en la manera de abordar la problemática de salud. Estas diferencias corresponden a concepciones divergentes, o incluso diametralmente opuestas, sobre cómo organizar la sociedad y cómo generar el bienestar social; son expresiones de los proyectos políticos. (Laurell, A. C., 2011, p. 227)
De acuerdo con lo anterior, las políticas son acciones estatales organizadas con el objetivo de satisfacer ciertas necesidades social y a su vez, generar un bienestar general. Desde la gestión de Laurel, las políticas de salud tuvieron fundamento en la noción de derechos sociales, lo cual quiere decir que se basa en un proyecto que tiene por fin la redistribución del ingreso para igualar las condiciones básicas de vida de la población por medio de la prestación de servicios públicos gratuitos y universales. Esta perspectiva que se concreta una de las frases icónicas de Andrés Manuel López Obrador: “para el bien de todos, primero los pobres”, es la base de un armado institucional y acciones determinadas, por ejemplo, el programa de Pensión Alimentaria que alcanzó su cobertura universal en el 2002, el consistía en otorgar a 636 pesos mensuales en vales de despensa para intercambiarlos en supermercados a adultos mayores, el cual fue un laboratorio para las políticas de la gestión federal de la actual presidenta Claudia Sheinbaum.
Aclarado qué función cumplen las políticas, retomamos al cuestionamiento inicial, ¿por qué se producen inadecuaciones entre el diseño de estas y su implementación?
Siguiendo a Oszrak, el modelo de un Estado racional concibe que la maquinaria burocrática funciona bajo una interacción organizada, en el que se conectan diferentes engranajes con una orientación de llevar a cabo cierta acción social. El ensamblaje de los diversos componentes constituye un sistema que ordena los procesos con una racionalidad establecida. Entiendo racionalidad como una suerte de sentido que puede ser fijo o flexible, de acuerdo como se dé la concatenación de las partes que lo constituyen. Sin embargo, puede ser que esta ensambladura falle.
Es muy interesante la noción de fracaso que plantea el autor, como manifestación patológica del sistema. Quizá podemos decir: síntoma. Describe esta condición como aquella situación donde ciertos componentes del sistema se resisten a operar bajo el flujo racionalmente diseñado. Según Oszrak, el fracaso ocurre cuando no se cumple con la normativa que define cómo debería ser el proceso, es decir, cuando algún elemento no logra materializarse. Lo crucial en su análisis es que esta condición patológica no sería una anomalía, sino una característica inherente a los sistemas. Desde esta perspectiva, el autor cuestiona la visión tradicional del Estado como ente monolítico y uniforme que actúa con una intencionalidad universal. Por el contrario, propone entenderlo de la siguiente manera:
El aparato estatal no es pues el resultado de un racional proceso de diferenciación estructural y especialización funcional, ni puede ajustarse en su desarrollo a un diseño planificado y coherente. Su formación generalmente describe, más bien, una trayectoria errática, sinuosa y contradictoria, en la que se advierten sedimentos de diferentes estrategias y programas de acción política. (ibidem, p. 11)
Este planteamiento establece una crítica que cuestiona radicalmente la concepción tradicional del Estado y sus funciones. A partir de este análisis, podríamos concluir que lo patológico constituye la norma: las políticas públicas emergen como un territorio en constante tensión, construido a través de relaciones de poder donde confluyen conflictos, alianzas, negociaciones, compromisos e incluso traiciones.
Un claro ejemplo de lo teorizado es la lucha que narra Cristina Laurell en el texto citado anteriormente. La autora cuenta cómo durante su gestión en el gobierno del Distrito Federal buscaba implementar un proyecto de salud llamado: Programa de Servicios Médicos y Medicamos Gratuitos, el cual tenía el objetivo de atención a la población residente del Distrito Federal que por sus condiciones de trabajo no estaba asegurada, para así cumplir con el derecho a la protección de la salud a través de un programa de seguridad social. Sin embargo, esta política enfrentó obstáculos para su concreción; el gobierno federal, en ese momento presidido por Vicente Fox, presidente polémico porque por primera vez, el partido de derecha: PAN había derrotar en las elecciones al partido hegemónico; el Partido Revolucionario Institucional, sin embargo, esta supuesta alternancia democrática en realidad fue marcada por la continuación de las políticas neoliberales. El gobierno de Fox impulsaba otro programa de salud que se contraponía con el local, el Seguro Popular (Sistema de Protección Social en Salud, SPSS), el cual Laurel califica como contrario al que proponía el gobierno que ella formaba parte, citamos:
El proyecto de salud del GDF se estructuró para responder a las necesidades de salud y satisfacerlas fortaleciendo la institución pública y removiendo el obstáculo económico al acceso oportuno a la atención requerida. El criterio de equidad es que todos deben tener igual acceso a los servicios existentes ante la misma necesidad. En esta concepción los servicios se financian solidariamente con recursos fiscales y no con cuotas o primas pagadas por las familias o individuos.
En cambio, el proyecto federal tiene una visión de mercado de salud y libre competencia y establece un seguro de salud para constituir un fondo para financiar y comprar servicios (González Pier, 2007). Restringe el derecho a la salud al condicionarlo, por un lado, a la contratación de un seguro mediante un pago y, por el otro, a un paquete predefinido de servicios, determinado con base en criterios de costo-beneficio, así́ como un número limitado de intervenciones de “gasto catastrófico”. (ibidem, p. 233)
Estos dos modelos de gestión estatal se contraponen ideológicamente, lo que genera una relación de fuerzas al interior del Estado mexicano. Aunque ambos proyectos gubernamentales forman parte de la misma estructura institucional y deberían actuar de manera coordinada para garantizar la efectividad de las políticas públicas, en la práctica surge un conflicto fundamental: la necesidad de definir qué programa debe implementarse y cuál merece prioridad. Precisamente en este punto es donde se manifiesta la tensión política.
Para acabar con esa problemática, quizá una de las partes desee acabar con la otra, por ejemplo, tal como intento Vicente Fox al intentar quitarle el fuero a López Obrador para buscar encancerarlo. Sin embargo, el terreno político es más complejo que eso. Es preciso reconocer la interdependencia de las partes, más allá de los conflictos y contradicciones, la articulación no deja de ser prioritaria para el desarrollo de las acciones, porque sin ella, ambas partes quedan inmovilizadas o bien, eliminadas.
La implementación de programas gubernamentales es un terreno político no solo porque existe un disenso entre dos puntos de vista distintos, la contraposición puede implicar procesos de dominación de un grupo sobre otro; procesos en el que se priva de la posibilidad de enunciar su opinión de cómo debe ser el diseño del programa y cómo realizarse. Pero aquellos que han quedado oprimidos, excluidos; los sin parte, irrumpen el orden dominante reclamando igualdad y visibilidad. Es por lo mismo que lo político es la arena del desacuerdo entre dos o más partes. Pienso que en eso recae lo sintomático o el fracaso que delimita Ozrak.
Sin embargo, ¿podemos afirmar con seguridad que existe una relación de dominación entre quienes diseñan la política a aquellas personas que la implementan? ¿se produce una relación de fuerzas entre estos dos polos de la política? Y si es así ¿cómo es que se da?
Es relevante volver al cuestionamiento inicial, ya que los ejemplos expuestos refieren a altos mandos gubernamentales, cuyas diferencias se sitúan entre el gobierno federal y el local, y no entre los servidores públicos y los ideólogos de los programas. El diseño de las políticas implica una concepción ideal de lo que debería ser la política misma; un ideal que modela un marco universal, el cual, como deber ser, puede alejarse de las condiciones materiales y las relaciones de producción que las sostienen. No obstante, dialécticamente, los modelos están insertos en prácticas, las prescriben y las regulan. Recae en los implementadores la tarea de interpretar las ideas producidas en las oficinas. Por lo tanto, lo ideado abstractamente sufre una negación al trasladarse a lo concreto de las prácticas. Es decir, el proceso de implementación genera una ruptura cuando esos modelos que delimitan lo que se debe ser se traducen en las particularidades de los sujetos. En ese momento, las políticas se distorsionan, revelando una contradicción entre el mandato moral y la interpretación subjetiva, condicionada por las circunstancias materiales. Un fracaso o síntoma. Así, al pasar de lo universal a lo particular, surge inevitablemente una fisura: un malentendido que expone el desfase entre la norma y la realidad material.
Un bello ejemplo de esto es el arte virreinal del siglo XVIII. Tanto la técnica pictórica como los temas que podían ser representados se dictaban desde la metrópoli, donde estaba la corona, pero la producción en las colonias adquiría rasgos singulares, tal como en el juego de «teléfono descompuesto». Esta divergencia surgía por diferencias materiales, contextuales e incluso geográficas: los pigmentos y soportes disponibles no eran los mismos, los maestros europeos que ideaban lo que debía ser la pintura no podían supervisaban directamente todas las regiones y, en el proceso de transmisión, la norma original se transfiguraba al traducirse a realidades locales, es así que la representación de la virgen fue tan variada.
La dinámica relatada con el arte virreinal puede ser pensada en los servicios de salud contemporáneos: desde las oficinas de gobierno se dictan protocolos de lo que debe ser la atención; que calidez humana, trato cordial, etc., pero sin proveer los recursos ni las condiciones estructurales para implementarlos. Los trabajadores de la salud enfrentan así una paradoja: deben imaginar cómo llevar a cabo estos protocolos institucionales de acuerdo las realidades concretas en la que desarrollan su labor. El resultado son prácticas singulares, quizá no óptimas desde el estándar teórico para solventar las dolencias de quiénes les consultan, pero son las viables dentro del contexto. Lo cual revela la creatividad que permite el malentendido, que vemos también en el arte colonial.
Lo anterior revela una relación estructural de disparidad al interior de la burocracia estatal, así como contradicciones inherentes a los procesos políticos. Esto plantea interrogantes fundamentales: ¿es posible evitar, o al menos mitigar, estos malentendidos institucionales? ¿Es viable establecer una comunicación efectiva entre los distintos niveles del aparato estatal? Más radicalmente: ¿se puede reducir la dimensión política, entendida como espacio de desacuerdo, en la implementación de políticas? Y de ser posible, ¿qué mecanismos se deben de efectuar para conseguirlo?
Quizá para contestar este dilema podemos recurrir nuevamente a las reflexiones de Laurell. Reiteramos lo que ella revela: son dos proyectos de Estado. Una visión de mercado, en ese sentido el Estado estaría en función de la propiedad privada, o bien cómo lo describe Marx: “jus utendi et abutendi” (Marx, C., y Engels, F., 1976, p.79). El Estado existe con el objetivo de velar el derecho de usar y de abusar. En contraposición de lo que indica Laurell como criterio de equidad, el cual radica en que el Estado trabaja para producir las condiciones en la que toda la población en su totalidad tenga acceso a los servicios que necesita. O bien, como lo indican Marx y Engels:
Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actual existente. (ibidem, p. 35)
El proyecto social que proponen estos autores sigue estando enmarcado en una actualidad que es precisa superar. Eso no quiere decir sea un ideal fijo que deba implantarse, imponerse, al cual la realidad debe adecuarse, sino el proyecto es un movimiento. Para autores explican su pensamiento de forma dialéctica, el movimiento es producido por las contradicciones propias de cierta tesis, por lo tanto, si el comunismo implica un proceso móvil, quiere decir que no está libre de contradicciones. No es que se termine la historia.
Quizá una de las contradicciones que deba resolverse para causar el movimiento que devenga en condiciones más equitativas, reside en la fractura estructural entre los diseñadores de políticas públicas y sus implementadores. Este Estado en tensión permanente, donde la teoría institucional choca con las prácticas situada, revela una pugna fundamental en su constitución: las normativas abstractas pueden llegar a diferir con las condiciones materiales del territorio en que se aplican. Sin embargo, ¿cómo superar esta contradicción?
Una propuesta que puede ser de utilidad es la que hace Álvaro García Linera en relación con su propuesta sobre el socialismo:
Socialismo es desborde democrático, es socialización de decisiones en manos de la sociedad autoorganizada en movimientos sociales.
Socialismo es la superación de la democracia fósil en la que los gobernados solo eligen gobernantes, pero no participan en las decisiones sobre los asuntos públicos.
Socialismo es democracia representativa en el parlamento, más democracia comunitaria en las comunidades agrarias y urbanas, más democracia directa en las calles y fábricas. Todo a la vez, y todo ello en medio de un gobierno revolucionario, un Estado de los Movimientos Sociales, de las clases humildes y menesterosas.
Socialismo es que la democracia en todas sus formas envuelva y atraviese todas las actividades cotidianas de todas las personas de un país; desde la cultura hasta la política; desde la economía hasta la educación. (García Linera, Á., p. 153)
¿Por qué la democracia planteada en estos términos podría ser una forma de superar la contradicción que nos atañe en este escrito?
Quizá una forma de generar un proceso dialógico entre los polos de la política pública podría ser mediante la radicalización de la democracia involucrando activamente a quienes implementan las políticas en su fase de diseño. Esta acción posibilitaría captar las condiciones singularidades concretas de cada territorio, incluyendo sus obstáculos específicos y sus capacidades instaladas, reconociendo así, que el conocimiento situado de estos actores contiene claves fundamentales para construir políticas viables que superen la mera abstracción normativa y se anclen en las materialidades concretas donde deben operar. Este mecanismo transformaría la noción de democracia de un mecanismo formal en una práctica epistémica capaz de procesar las contradicciones entre el deber ser institucional y el hacer cotidiano.
Por lo dicho en el párrafo anterior, pueda ser que no coincida del todo con la propuesta conceptual de García Linera. El desacuerdo que tengo radica en su definición del comunismo como performatividad. Quizá comunismo desde este punto de vista puede ser que conduzca a vislumbrarlo como un horizonte que opera solamente como un por-venir, como un futuro que nunca se materializa plenamente pero que sirve para orientar las prácticas presentes.
Bibliografía:
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Derrida, J. (1995). Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. Simancas Ediciones.
García Linera, Á. (2020). ¿Qué es una revolución? y otros ensayos reunidos. CLACSO; Prometeo.
Laurell, A. C. (2011). Política alternativa de salud. El gobierno del Distrito Federal, 2001-2006. En: ¿Determinación social o determinantes sociales de la salud?, Memoria del taller Latinoamericano sobre Determinantes Sociales de la Salud. Editorial: Universidad Autónoma Metropolitana, México. ISBN: 978-607-477-578- 5.
Marx, C., y Engels, F. (1976). Feuerbach. Oposición en las concepciones materialista e idealista. En Obras escogidas (Vol. 3, pp. 5 a 80). Editorial Progreso.
Oszlak, O. (1980), Políticas públicas y regímenes políticos: reflexiones a partir de algunas experiencias latinoamericanas, Estudios CEDES, 3(2):5-57.
Rancière, J. (1996). El desacuerdo. Política y filosofía. Ediciones Nueva Visión.
Spivak, G. C. (2003). ¿Puede hablar el subalterno? Revista Colombiana de Antropología, *39*, 297-364.
https://www.redalyc.org/pdf/1050/105018181010.pdf