Sobre el miedo a volver a casa*

Maria Chaves Daza

 

«Tomé la decisión de ser queer […]. Uno de los estudiantes dijo: ‘Pensaba que la homofobia significaba miedo a volver a casa después de la residencia’. Y yo pensé que qué acertado, miedo a volver a casa y que no te acepten». –Gloria Anzaldúa, Borderlands/La Frontera, 19-20.

Nací en Bogotá, Colombia, antes de trasladarme a Estados Unidos. Crecí en Miami, me trasladé a Chicago para estudiar la universidad y actualmente vivo en el norte del estado de Nueva York. Soy feminista. Soy queer. Soy pro-negra. Soy académica. Tengo miedo de volver a casa.

Llegué a Miami con ocho años y me crie en Hialeah, una zona obrera de la ciudad poblada principalmente por inmigrantes cubanos y sus descendientes, con bolsas de colombianos, dominicanos y otras comunidades latinoamericanas de la diáspora. Fui a una escuela de enfoque especial[i] con estudiantes de Haití, Jamaica, Nicaragua, India, Pakistán, Nigeria, Corea y Japón; en resumen, un consorcio global de pueblos de la diáspora. Cualquiera que salga de Miami o visite Miami desde otro lugar del país puede dar fe de que Miami no se siente como el resto de Estados Unidos. Miami es más una extensión del Caribe que cualquier otra ciudad «americana». Miami es especial porque conviven la diversidad y la homogeneidad. El grupo de ciudades al que nos referimos como «Miami» se asemeja a algo así como los distritos de Nueva York: satélites de una pequeña zona geográfica cercana a la Calle Ocho, muy segregados por raza/clase y en rápido proceso de aburguesamiento para satisfacer los voraces deseos del 1% de capital «cultural» y la aspiración de «vivir donde la gente va de vacaciones».

La realidad es que puedes ir a cualquier sitio en Miami y no tener que hablar ni una palabra de inglés, y si lo haces, a veces la gente se sentirá ofendida y pondrá los ojos en blanco, acusándote de «creída» o «gringa». Ni siquiera tienes que ser latinx para que te acusen de esto, si tienes el aspecto adecuado, como descubrió una de mis amigas árabes, una mujer apátrida de Kuwait, que me visitó. Estas acusaciones son por no hablar español. Por ejemplo, al comprar pastelitos de colada y guayaba en La Carreta, una gran cadena de restaurantes de comida cubana, la mujer del mostrador supuso que mi amiga era puertorriqueña y le habló en español sin pensárselo dos veces. Cuando ella no pudo responder y dijo que no hablaba español, pusieron los ojos en blanco. Intervine y expliqué: «ella es arabe, no habla español», y respondieron con sorpresa: «¡ah-ja, no parece!». Ni siquiera con mi explicación me creyó. Hialeah es una de las ciudades con menos diversidad del país, la mayoría de la población es cubana, así que interactuar con un kuwaití es algo inaudito y por eso cada una de mis visitas, especialmente con amigos de otros lugares, son un recordatorio de lo pequeño que puede parecer un lugar una vez que te vas.

La homogeneización de todas las zonas de Miami continúa con la inmigración de venezolanos a zonas como Doral y Weston. La gentrificación du jour y la pandemia mundial, expandieron aún más la economía turística que ha tratado de erradicar barrios negros históricamente obreros y pobres como Overtown, Liberty City y Little Haiti, al igual que ocurrió en Coconut Grove a mediados del siglo XX. Como se señala en Making a Life in Multiethnic Miami: Immigration and the Rise of a Global City, los inmigrantes y exiliados latinoamericanos de clase media y alta son los que más se han beneficiado de estos cambios estructurales. Las comunidades latinoamericanas blancas/mestizas continúan los patrones de segregación que dan forma a Miami y marcan las diferencias de clase/acceso entre las comunidades caribeñas negras (Caribe inglés y francés), las comunidades afro-latinas concentradas en barrios negros como Carol City, Opa-locka, Allapatah y North Miami.

Dejé Miami a los 20 años y me mudé a otra ciudad de inmigrantes: Chicago. A medida que conocí a los inmigrantes de Chicago, sus historias activistas, su lucha por organizarse y crear coaliciones, me fui desilusionando de Miami. Mi relación con Miami cambió drásticamente gracias a Chicago. Estuve en muchas de las marchas de inmigrantes de 2006. De camino a la más multitudinaria, el Primero de Mayo, los autobuses estaban abarrotados y tuvieron que detener sus rutas antes de lo previsto porque había mucha gente en las calles. Caminé varias decenas de manzanas para llegar al epicentro de la marcha. Esta experiencia me formó, me conmovió estar en comunidad con tanta gente en una ciudad tan grande donde la soledad es más común. En Chicago encontré un nuevo nombre para mí. Me convertí en latina; encontré una comunidad entre feministas, mujeres de color, chicanas y organizadoras de la inmigración. Como afirma M. Jacqui Alexander, «No nacemos mujeres de color. Nos convertimos en mujeres de color» (269). Adopté el compromiso de aprender sobre las historias de las mujeres de color y aprendí a

resistir y desaprender el impulso de reivindicar la primera opresión, la opresión más devastadora, la opresión única, la opresión que desafía las comparaciones […] desaprender un impulso que permite que las mitologías sobre el otro sustituyan al conocimiento sobre el otro […] una forma de conocimiento en la que dirigimos nuestra atención social, cultural, psíquica y espiritualmente marcada al otro (Alexander, 269).  

Aprendí a organizarme para abordar los problemas de mi comunidad y empecé a practicar la coalición. Lejos de Miami, me comprometí a reflexionar sobre lo que ocurría a mi alrededor, a preocuparme por los demás y a construir comunidades comprometidas políticamente.

En Miami, cuando la gente te pregunta de dónde eres, es habitual alegar la nacionalidad de tus padres. Es la respuesta más fácil. Asumir la etiqueta Latinx fue un proceso de toma de conciencia sobre la política de colación, que sigue evolucionando. Recientemente, cuando el llamamiento a cancelar la Latinidad estalló en las redes sociales (#latinidadiscancelled), tuve que pararme a considerar lo que esta identidad significaba para mí, y cómo su legado en EE.UU. también participa de la antinegritud, la supremacía blanca y la dominación heteropatriarcal, tal y como Alan Peláez López analiza en su ensayo «La X en Latinx es una herida, no una tendencia». Esta pan-identidad está igualmente implicada en los borrones del genocidio negro, indígena y trans/queer. El término paraguas, con su complicada historia, es una herida infligida por el legado del colonialismo que insiste en separarnos. Uno que nos anima a negar el legado de África en América Latina y la violencia que se necesita para ofuscarlo. Los latinoamericanos y los que nos llamamos latinxs tenemos que desaprender y reaprender nuestra propia historia y la de este continente: «No podemos permitirnos dejar de anhelar la compañía del otro» (Alexander 269). Podemos guiar nuestro viaje al «hogar» a través de las mujeres de color y sus políticas de relación, solidaridad y coalición, y al estar en contra de la segregación y las jerarquías de opresión recordamos «rechazar el impulso de reclamar la primera opresión», más aún cuando se nos pide reflexionar sobre nuestras identidades.

Cuando visitaba Miami después de vivir en Chicago, descubrí que la gente -mi familia, mis amigos, mi familia extendida, los amigos de mis amigos- era complaciente, se dejaba llevar por el estilo de vida de fiesta o por la rutina de trabajar para sobrevivir sin un compromiso crítico con la opresión estructural y la creciente pobreza a la que se enfrentan las comunidades de clase trabajadora. No sabía cómo participar en conversaciones superficiales o ignorar estos problemas flagrantes y, como resultado, mi hogar se volvió inhóspito. Pensé en no volver nunca y, a medida que obtenía más títulos, me convertí en «esa» persona de mi familia: la que les llamaba la atención por sus «chistes», comentarios e ideas racistas y sexistas. La academia dio a mis seres queridos una forma de verme diferente, «cambiada», y una excusa para intentar silenciarme. En realidad, lo que querían silenciar era el racismo y la opresión cruzada a los que se veían obligados a enfrentarse en nuestras interacciones. Siempre tuve la profunda sensación de que el racismo no tenía cabida en mi vida, pero estaba a mi alrededor; culturalmente normalizado en el lenguaje, las expresiones y las expectativas de mi comunidad. Sin embargo, así de insidiosos son el colonialismo y la supremacía blanca, que alienan a colectivos enteros; su dinámica incluso me alienó a mí de mi familia y mi comunidad, hasta el punto de que me he planteado no volver nunca a casa.

¿Qué significaría desplazar la geografía de la razón hacia Miami, de nuevo, o por primera vez, como un académico alienado ahora llamado de vuelta porque el momento político pide reconsiderar qué significa Miami para los estudios Latinx, los estudios caribeños, los estudios negros, los estudios indígenas? ¿Cómo hemos ignorado a la gente y el potencial para comprometernos con este lugar con fines liberadores? ¿Cuáles son las herramientas con las que contamos que pueden traducirse para construir una comunidad hacia la liberación?

Milagros Ricourt, en The dominican racial imaginary, sostiene que existen concepciones simultáneas de la raza dentro de las fronteras nacionales,

existen diferentes imaginarios nacionales dentro del mismo marco espacio-temporal nacional: en primer lugar, el imaginario colonizado, que representa la continuidad del marco colonial de poder, y, en segundo lugar, un imaginario subversivo, definido por aquellos que se ven a sí mismos como negros y dispuestos a luchar contra la esclavitud, exponiendo así discontinuidades cambiantes en el sistema cultural racial colonial (5).

Ricourt nos plantea una disyuntiva: ponernos del lado del registro mayoritario eurocolonial, adherirnos al imaginario colonizado, o deshacer su daño avivando las llamas del imaginario subversivo, la conciencia cimarrona que siempre ha estado ahí.[ii] Utilizar toda nuestra formación y pasión por nuestro trabajo y llevarlo a nuestros hogares es desafiar los legados coloniales y racistas que hemos heredado. Volver a casa, a Miami, tanto intelectual como físicamente, significa encontrar nuevas formas de comunicación, encontrar gente que ya esté haciendo este trabajo, no rendirse, desilusionarse, sino buscar el imaginario subversivo y hacer algo con él.

* Este texto fue publicado en Caliban’s Readings  https://caribbeanphilosophy.org/blog/fear-going-home

Referencias

Alexander, M. Jacqui. Pedagogies of Crossing: Meditations on Feminism, Sexual Politics, Memory, and the Sacred. Durham, NC: Duke University Press, 2005.

Anzaldúa, Gloria. Borderlands/La Frontera. San Francisco, CA: Aunt Lute, 1987.

Aranda, Elizabeth M., Sallie Hughes, and Elena Saboga. Making a Life in Multiethnic Miami: Immigration and the Rise of a Global City. Boulder, CO: Lynne Rienner Publishers, 2014.

Lorde, Audre. “Transformation of Silence into Language and Action.” Sister Outsider: Essays and Speeches. Berkeley, CA: Crossing Press, 2007: 40-44.

Ricourt, Milagros. The Dominican Racial Imaginary Surveying the Landscape of Race and Nation in Hispaniola. New Brunswick, NJ: Rutgers University Press, 2016.

Pelaez Lopez, Alan. “The X in Latinx is a Wound not a Trend.” Color Bloq: The Stories of Us, 2018.

[i] “Magnet High schools” o escuela especial o de enfoque especial, son escuelas con programas enfocados en artes o ciencias y tienen la intención de atraer a los diferentes grupos étnicos y migrantes y/o socioeconómicos de un distrito.[N. T.]

[ii] Para consultar la lista más completa de recursos, incluida literatura y cómics sobre los cimarrones, véase Maroon Comix: Origins and Destinies, ed. Quincy Saul.