Practicar la teoría: ética y política del deseo [1]

Roque Farrán

0. Althusser presentaba a la filosofía como lucha de clases en la teoría. Siguiendo esa tendencia materialista en filosofía, yo digo que la lucha de clases se da incluso en el sujeto o el sí mismo. Para que me entiendan mis amigxs marxistas. Que no hay que dar prioridad a una lucha por sobre las otras, porque las luchas suceden en simultáneo y algunxs pueden más con unas y otrxs con otras, según el momento. La lucha de clases en relación a la constitución de sí se hace palpable si partimos de que no hay esencia del sujeto y éste se constituye a través de una multiplicidad de técnicas, ejercicios y procedimientos que trabajan con las pulsiones y deseos diferencialmente. Que el sujeto puede entonces explotarse a sí mismo, privarse del plus de goce, esclavizarse a sus mandatos, jerarquizar las funciones cognitivas, ignorar los padecimientos corporales o los afectos, etc. O bien puede trabajar sobre sí de un modo potenciador y liberador de las funciones corporales y cognitivas, escuchando las tendencias afectivas, anudando virtuosamente las pulsiones, volviendo sobre sí para entender la causa de lo que le afecta cada vez, etc. El trabajo sobre sí también implica a los otros, moviliza saberes y procedimientos diversos, no es solipsista ni espontaneísta, requiere organización y disposición. Por eso diría, ante la avanza neoliberal individualista: ¡Proletarios de sí mismos, uníos y organizaos!

1. De repente, tuve la siguiente impresión: cuando alcanzamos cierta intensidad en la conexión con nuestro deseo, empezamos a resonar con otros que se encuentran en igual trance; el problema es que no hay ningún rasgo en nuestras vidas, hábitos o prácticas cotidianas que nos permita pensar que tenemos algo en común, es más, a veces hasta nos molesta cómo se conduce el otro (las redes no hacen más que multiplicar ese malentendido habitual que antes corría por cuenta exclusiva del chisme); sin embargo, resonamos a la distancia, vibramos parecido, nos llama la atención el gesto del otro. Nos falta crear el lenguaje para acercarnos y componernos, cultivar una confianza sosegada que no se evalúe en términos de parecidos o autosuficiencias, sino en la insistencia de gestos liberados y potentes, fuera de los círculos de legitimación: actos titubeantes pero decididos. La filosofía es una práctica que apunta a escuchar ese deseo múltiple y variado, su apuesta e insistencia.

2. Filósofx es quien capta la subjetividad de una época en todas sus dimensiones y contradicciones inherentes, porque la vive al extremo de su fragilidad constitutiva y experimenta sus límites; quien avizora líneas de fuga o transformación de la misma a partir de la creación de conceptos y combinaciones teóricas; quien ensaya la composición de nuevos campos de existencia en la materialidad de las prácticas preexistentes, como un suplemento aleatorio de sentido que puede ser puesto en uso a partir de ellas: invertido, revertido, divertido. Filósofx puede ser cualquier sujeto, por supuesto, no necesariamente un especialista. Y si tiene que conocer algo de la historia de sus predecesores, es para entender las operaciones que se hicieron en otros sitios y momentos, no para deducir ninguna teleología o principio inmanente de ordenación de los saberes, ni para ostentar un saber enciclopédico que aplasta la singularidad de los acontecimientos y transformaciones subjetivas en curso. Filósofx es ante todo quien responde a su tiempo sin abismarse en él, porque ha tomado cierta distancia del resto y los ideales.

3. Desear que los otros deseen lo mismo que deseamos, o desear lo mismo que los otros desean, siempre me pareció una verdad muy difícil de asumir para nuestra espontánea conciencia autonomista o nuestra endeble idea de libertad. No obstante, es indispensable que nos reconciliemos con esta verdad ontológica acerca de cómo nos constituimos en relación a los otros, al menos si queremos alcanzar una libertad consistente con nuestra esencia deseante. Spinoza advierte que no hay con que darle a los afectos, la diferencia la hace el uso de la razón, no el negar o desconfiar de lo que nos afecta: “Por ejemplo, al mostrar que la naturaleza humana está dispuesta de manera que cada cual apetece que los demás vivan según la propia índole de él, vimos que ese apetito, en el hombre no guiado por la razón, es una pasión que se llama ambición, y que no se diferencia mucho de la soberbia, y, en cambio, en el hombre que vive conforme a dictamen de la razón, es una acción o virtud, que se llama moralidad. Y de esta manera, todos los apetitos o deseos son pasiones en la medida que brotan de ideas inadecuadas, y son atribuibles a la virtud cuando son suscitados o engendrados por ideas adecuadas. Pues todos los deseos que nos determinan a hacer algo pueden brotar tanto de ideas adecuadas como de ideas inadecuadas; y no hay un remedio para los afectos, dependiente de nuestro poder, mejor que éste, a saber: el que consiste en el verdadero conocimiento de ellos, supuesto que el alma no tiene otra potencia que la de pensar y formar ideas adecuadas, como hemos mostrado anteriormente”[2].

4. La potencia de pensar, no obstante, no es espontánea; requiere de ciertos ejercicios que la cultiven y desarrollen. Leer, escuchar, meditar o pensar no son actos puros ni espontáneos. Como nada verdaderamente humano lo es. Por eso, no debería sorprendernos lo difícil que resulta simplemente escuchar, leer, meditar o pensar. Son actos sobredeterminadospor múltiples interpelaciones ideológicas, hábitos, formaciones discursivas y posiciones sociales. De ello no están exentos ni siquiera quienes estudian o trabajan sobre esas interpelaciones, las tematizan o buscan modificarlas. ¿Por qué teóricos, académicos, políticos o psicoanalistas, más o menos formados, no pueden escuchar, leer, meditar o pensar en torno a ciertos enunciados simples y directos? Pues, porque para hacerlo hay que despejar ante todo un lugar de enunciación singular, propio, tramado entre aquellas interpelaciones, hábitos y teorías que nos conforman de manera impropia. Hay que arriesgar el pellejo allí; forzar un poco las relaciones y lazos sociales, al punto de que puedan llegar a romperse, para que emerja un saber cultivado en ese mismo ejercicio de goce. La alienación institucional o la infatuación yoica no son la única alternativa, si se entiende el juego complejo y sobredeterminado que hace a las identificaciones y las prácticas que nos constituyen. La escritura hace cuerpo y la lectura pensamiento. Se trata de dos atributos de una misma sustancia y no de sustancias separadas; pero no basta con decirlo y repetirlo mil veces, como si fuese una oración o un mantra, es necesario verificarlo en la práctica y ejercitarse en sus variaciones. De allí el nudo en el que insisto: leer, meditar, escribir.[3] El sujeto se realiza, toma cuerpo-pensamiento, cuando encuentra el nudo justo de ejercicios materiales que lo constituyen y singularizan, en el medio de las relaciones sociales, en un proceso sin fin ni lucro. El problema del entendimiento no es asunto de especialistas o espontaneístas, de expertos o de quienes “vivieron la experiencia”, sino de implicación material efectiva con eso que se lee, escribe y medita.

5. Pienso hoy lo mismo que decía Foucault en una de sus últimas entrevistas: necesitamos recuperar la función del intelectual, no solo del universitario o académico especialista; la función del intelectual no es una etiqueta vacía (otorgada periodísticamente a viejas personalidades que ya no piensan o quizás nunca pensaron, pero se los respeta solo por no ser académicos), sino una función que hace de los saberes cuerpo y pensamiento interpelantes, activos e inquietos; saberes que inducen transformaciones en sí mismo y en los otros (o al menos incomodan las simples reproducciones de los modos establecidos). Tampoco se trata de aplanar el lenguaje y devenir en simple influencer; hay ciertas complejidades de las que es necesario dar cuenta. Esto decía Foucault, historizándose con su lucidez habitual:

Si hubiera querido ser exclusivamente un universitario, lo más sabio habría sido sin duda haber elegido un solo campo en el cual hubiera desplegado mi actividad, aceptando una problemática dada e intentando o bien ponerla en práctica, o bien modificarla en algunos puntos. Entonces habría podido escribir libros como los que había pensado al programar, en La voluntad de poder, seis volúmenes de la historia de la sexualidad, sabiendo con antelación lo que quería hacer y dónde quería ir. Ser a la vez un universitario y un intelectual es procurar hacer que actúe un tipo de saber y de análisis que se enseña y se recibe en la universidad de tal forma que modifique no solamente el pensamiento de los demás, sino también el propio. Este trabajo de modificación del propio pensamiento y del de los demás me parece que es la razón de ser de los intelectuales.[4]

6. Hace poco escuchaba una entrevista que le hacían a uno de los sobrevivientes del avión que cayó en la cordillera de los Andes. Es un relato que conozco y he oído varias veces. Pero esta vez me sorprendió el contraste entre el modo de contarlo del entrevistado: por un lado, algo canchero y con lenguaje de coaching empresarial, y por otro, con ciertas reminiscencias que le sobrevinieron del horror vivido en carne propia. Decía el sobreviviente que la última vez que fue al lugar con su familia no pudo usar el humor como mecanismo de defensa (tal era su modo habitual) y se conectó directamente con el dolor de esa experiencia inenarrable. Habrá sido que estaba atento al registro directo de lo corporal, a la dificultad de narrar las experiencias del cuerpo, sobre todo cuando son extremas, porque me encontraba leyendo sobre la capacidad de afectar y ser afectado en Spinoza (a quien se suele citar por la célebre frase extraída de una proposición: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”) y también un excelente texto de Canguilhem sobre el fracaso de la idea de progreso,[5] que finaliza con la consabida cita a Freud sobre la ineluctable pulsión de muerte. Todo esto me hizo más sensible a la idea, producto también de mi propia experiencia (que he tardado bastante en elaborar), de que no soportamos ni queremos saber nada de lo que ocurre realmente con los cuerpos. Hasta la pulsión de muerte suena como un principio demasiado abstracto, casi idílico, en relación a esas experiencias donde el cuerpo aparece en toda su fragilidad, su miseria, su irreductible persistencia. No es solo que no sabemos lo que un cuerpo puede, sino que a veces hubiese sido mejor que el cuerpo no hubiera podido en absoluto; pero de eso no queremos saber nada. Resulta patético, además, querer transmitir algo de esa singular experiencia al ámbito empresarial, si con eso encima se busca mejorar el rendimiento: si se ha sobrevivido al horror, pese a todo, ese saber no tiene valor de cambio, no se exporta ni se importa; resulta un saber de usoque solo puede jugarse excediendo también el mero afectar y ser afectados, hacia el agujero de lo real donde cada quien decide si continuar o no. La verdadera ética es irreductible al capitalismo, no le sirve para nada, pero es su verdad forcluida y le estalla en la cara.

7. Había que retomar el gesto rozitchneriano de “La izquierda sin sujeto”[6] y escribir “Las militancias sin sí mismo” (de esa apuesta participa este escrito). Es decir, no solo la necesaria constitución de un sujeto para la izquierda, sino la tematización explícita, ética y crítica, de cómo nos constituimos a nosotros mismos en espacios de militancia y allende a ellos. Todo lo que he escrito últimamente insiste en señalar un cambio ínfimo aunque radical de perspectiva en ese sentido. El problema no es la teoría per se: qué teoría es más efectiva para explicar o comprender la realidad, si tenemos que inventar nuevas teorías o revalorizar las viejas, etc. El problema es la práctica concreta de la teoría, cual sea, es decir cómo esta (o estas, en plural, en su combinación) hace cuerpo y transforma al sujeto que la encarna. No es una cuestión de coherencia o correlato que se evalúa externamente: cuánto de lo que se afirma teóricamente se verifica luego en la práctica, si tal enunciado es consistente lógicamente con este otro, etc.; sino el modo mismo en que se practica la teoría y sus efectos en otras prácticas, nunca isomórficos u homologables, pero sí en cierta forma anudables y composibles por gestos imprevistos. Nunca nadie ha necesitado una teoría para actuar, pero la teoría entendida como cuerpo constituyente resulta necesaria para que exista alguien en efecto que actúe, cual sea la dimensión de su acto. Mi deseo, en definitiva, es volver a investir a la teoría de esa erótica sutil que incita la transformación del sujeto; una práctica de la teoría que asuma su singularidad y puesta en común sin caer en las coartadas de lo novedoso o la identidad colectiva.

8. Cada tanto salen palos y disparos contra Foucault: que era neoliberal; que contribuyó a la crisis del marxismo; que abusaba de menores, etc. No creo que haya que defenderlo. Nadie más alejado de la promoción de la personalidad que Foucault. Lo que hay que hacer es defender el acto de lectura. Los libros se defienden solos: su única prueba de valor es el uso. Todo lo demás es abuso, venga de donde venga. El problema es que hay pocos lectores que se tomen en serio el acto de leer como transformación efectiva, y no simple coartada para confirmar prejuicios, arrojar títulos o sumar clics.En ese sentido, La invención del sí mismo: poder, ética y subjetivación[7] es un libro que siento próximo, afín a mis propios intereses e indagaciones. Sin duda, Nikolas Rose es uno de los pocos autores que continúa, a su modo, las últimas indagaciones foucaultianas para efectuar una crítica radical del neoliberalismo. No obstante, hay algunas cuestiones que han quedado desactualizadas respecto a la mutación neofascista de este último: ya no se trata tanto de producir sujetos libres, responsables, y que desean la autorrealización de sí mismos, como inducir conductas que afirmen sobre todo la libertad de expresarse de cualquier modo, incluyendo la exteriorización de los afectos y pasiones más oscuras, en detrimento de los otros y de sí mismos, sin ninguna responsabilidad ni exigencia respecto a su propia formación (sobran los ejemplos de presidentes que siguen ese modelo impulsivo, que se jactan de su propia ignorancia y voluntarismo). El gobierno regido por expertos “psi” ha sido suplementado por programadores y diseñadores, bajo el dominio de las redes y plataformas digitales, por lo que el gobierno algorítmico de las almas produce más bien “subjetividades troll” que atraviesan distintas ideologías (conservadores, fachos, progres o izquierdistas). Retomar la ontología crítica de nosotros mismos implica asumir estos desplazamientos. Por eso he necesitado añadir a Spinoza ciertos elementos de nuestra propia tradición política (populismo y feminismo), y algunas indagaciones respecto a las nuevas tecnologías (aceleracionismos), para dar cuenta de aquellos puntos nodales donde podemos operar transformaciones efectivas. La razón de los afectos: populismo, feminismo, psicoanálisis[8] va por ahí.

9. Cuando se confía en la propia apuesta teórico-política, no hay inseguridad ni vanagloria: no es necesario menospreciar o fustigar a nadie. No se siente uno más o menos que el resto, pues confía en su singularidad sin creérsela, asumiendo también lo común de la apuesta. Hay una práctica de la honestidad intelectual que es real y sincera; una libertad de criterio que no es antojadiza ni arbitraria; un ethos que consiste, básicamente, en darle un uso cuidado y riguroso a los saberes. Decir y escribir la verdad que ello implica resulta posible, asumiendo el riesgo del corte, incluso ante quienes ocupan posiciones de poder o ejercen influencias. No es imposible la práctica de la virtud, aunque hacerlo no sea lo más frecuente, como decía Spinoza. Si escribo libros es para responder a ese deseo que me habita, y contagiar a otros que lo hagan. Si la idea es adecuada, será un ejercicio ético con consecuencias; si no es así, quedará como pura ambición olvidada en las ruinas del tiempo. Mi apuesta es por una práctica filosófica materialista que permita ejercitarse en cuatro simples pero decisivas cuestiones, sobre las que hay que volver asiduamente:

(i) Vivir o no vivir: la vida es un acontecimiento absolutamente azaroso y una elección, no una obligación penosa ni una carga destinal; es decir que en algún momento, y cada tanto, hay que plantearse esto muy seriamente: si elijo la vida, tengo que considerar lo bueno y lo malo que ella conlleva, tomar el conjunto, sin lamentarme por lo que me tocó o fantasear con otra vida.

(ii) Situar con justeza lo que depende de cada uno y lo que no: discernir ante cada cosa o acontecimiento si es algo que depende de nosotros y sobre lo que podemos actuar, o bien es algo sobre lo que no tenemos ninguna injerencia; esto permite ocuparnos de lo que nos toca y no distraernos con fantasías o falsas expectativas, temerosas o esperanzadas, sobre cuestiones que no dependen de nosotros.

(iii) Orientarse y seleccionar todo aquello que aumenta nuestra potencia de obrar, y descartar lo que no: por más que en la vida haya momentos más duros o penosos que otros, todo en cuanto dependa de nosotros ha de dirigirse a producir afectos alegres, no impostados o forzados; esto quiere decir: componer con todo aquello que nos permite ampliar nuestras posibilidades de percepción, pensamiento o acción, y no en función de ideales de semejanza, mandatos sacrificiales o cálculos especulativos de ganancia.

(iv) Considerarse a sí mismo y considerar la propia potencia de obrar en cada gesto, acto o pensamiento: solo de allí brota un afecto alegre que no necesita jactarse ni vanagloriarse de nada, ante nadie, e incluso puede suspender un tiempo lógico la precipitación del acto, según las circunstancias; pues, sin esa mínima consideración y esa investidura afectiva del sí mismo, nada valdría la pena.

[1] Con algunas modificaciones y agregados este es el capítulo final de Militantes ¡ocúpense de sí mismos!, pequeño libro de intervenciones y ejercicios publicado en 90 Intervenciones (La red editorial, 2021).

[2]Baruch Spinoza, Escolio de la Proposición IV de la Parte V, Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Alianza, 2006, p. 391.

[3]Roque Farrán, Leer, meditar, escribir. La práctica de la filosofía en pandemia, Adrogué, La cebra, 2020.

[4]Michel Foucault, “El cuidado de la verdad”, Estética, ética y hermenéutica, Obras esenciales, vol III, Barcelona, Paidós, 1999, p. 377.

[5]Georges Canguilhem, “La decadencia de la idea progreso”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. En línea: http://www.revistaaen.es/index.php/aen/article/view/15675/15534

[6]León Rozitchner, “La izquierda sin sujeto”, Pensamiento Crítico, La Habana, Enero de 1968, Nº 12, pp. 151-184. En línea: http://www.filosofia.org/rev/pch/1968/n12p151.htm

[7]Nikolas Rose, La invención del sí mismo. Poder, ética y subjetivación, Santiago de Chile, Pólvora, 2019.

[8]Roque Farrán, La razón de los afectos: populismo, feminismo, psicoanálisis, Buenos Aires, Prometeo, 2021.