Memoria de lo real: tres notas sobre «El apando»

José Manuel Mateo.

Apando: palabra y significados proscritos

El apando (1974) es el título de la última novela publicada por José Revueltas. Las opiniones se dividen, y mientras algunos consideran que en efecto se trata de una novela corta otros afirman que se trata de un cuento largo. En 1975, durante un diálogo con profesores y estudiantes de la Universidad Veracruzana, entre ellos los integrantes del Seminario de crítica literaria del cill (Centro de Investigaciones Lingüístico-Literarias), Revueltas indicó que su relato tenía el carácter de una “pequeña novela límite porque lleva al límite todos los cuestionamientos” (cill 164). Y en efecto: todo en El apando está llevado al extremo para señalar que la cárcel y la celda son la negación de la geometría, el revés del conocimiento arquitectónico, la antítesis de la casa y el hogar humano.[i]

En Lecumberri, la cárcel preventiva de la Ciudad de México, donde José Revueltas estuvo preso hasta 1971 por su participación en el movimiento estudiantil de 1968, se llamaba apando a la celda de castigo donde los reclusos eran confinados. Con la misma palabra, según el escritor, los presos designaban también el clavo largo que usaban para trabar la puerta de su celda (cill 167). En la novela, sin embargo, Revueltas emplea el término sobre todo para designar la situación de hallarse encerrado en la celda de castigo. En expresiones como “hasta el apando siguiente” (18), “los primeros días del apando” (24), “a causa del apando” (26), o bien “ante la celda del apando” (28), el sustantivo no designa un lugar sino un momento, un estado, una circunstancia o una incidencia.

El término no se encuentra en el diccionario de la Real Academia Española, pero sí podemos hallar el verbo apandarcon el sentido de ‘pillar’, esto es, de robar algo o de atrapar a alguien, acepciones con las que nunca se usa en la novela. En cambio, en el Diccionario del Español de México, sí se consigna el sustantivo, pero la acepción registrada se limita a designar el apando como un lugar: “En una prisión —se explica—, celda donde se castiga y mantiene incomunicado a un preso”.[ii]

En aquella conversación con profesores y estudiantes, Revueltas ofreció varias significaciones de los términos apando y apandar, pero no precisó el origen de la palabra, aunque “podría ser —aventuró— que tenga relación con apañar” (cill167); recordó, además, que pando significaba ‘andar borracho’ y pandearse ‘caerse de lado’. El Corpus del Nuevo Diccionario Histórico de la Lengua Española registra el uso del verbo apandar desde 1300,[iii] si bien aparece con más frecuencia a partir del siglo xix, casi siempre con el sentido de apropiarse de algo indebidamente y con apuro. En una de las fichas preparadas con miras a reeditar el Diccionario Histórico[iv] se puede leer que en una obra de 1918 apandarse se empleaba con el sentido de “callarse, aplastarse por querer pasar inadvertido”. En otra ficha, que hace referencia a un diccionario de andalucismos, publicado a finales del siglo xix o principios del siglo xx, apandar significa mantenerse quieto o inmóvil. En una ficha más, que al parecer registra una fuente de 1932, apandar equivale a “amansar, doblar, formalizar”. En gallego —indica la misma fuente—, apandar implica “sufrir o cargar con una cosa de obligación”, o bien, esconder algo. Hacia 1840 el fichero consignaba una segunda acepción que fue finalmente suprimida: “contener, aguantar, resistir” y daba un ejemplo del siglo xix español (tomado de El diablo mundo de Espronceda) que nos vuelve a colocar en el siglo xx mexicano: “Aquí no hay nada que hacer, / sino apandarse unos días…”, lo que indica recluirse y “aguardar” —Revueltas recuerda que era posible apandarse por voluntad propia para evitar ser molestado, por ejemplo, durante la visita conyugal (cill 167).

Precisamente estas definiciones, que no se preservaron en el Diccionario de la Lengua Española ni en el Diccionario del Español de México, son las más próximas al sentido con las que Revueltas usa las palabras apando y apandar, y son también, desde luego, las que parecían vigentes en el México carcelario de finales de los años sesenta.[v] Ambas palabras están asociadas al mundo de la criminalidad por su uso, pero también por su significado más persistente (robar) y por otro sentido adicional que asimila apandar con apandillar, esto es, con la acción de unirse en “gavillas de ladrones, contrabandistas, sediciosos y alborotadores”; no obstante apandarse era a la vez de uso regular en “lenguaje sencillo, familiar y campesino”, según lo consignaba el Diccionario de mejicanismos en 1921, que localiza el término en Tabasco y lo equipara al verbo aprovecharse. Revueltas no se equivocaba cuando propuso que apandar guardaba relación con apañar, pando y pandearse: el Diccionario Histórico de la Lengua Española, en la edición que corresponde al periodo 1960-1996, indica que el verbo procede del prefijo a más la palabra pando, adición influida por el verbo apañar.Pandearse, entendido el término como ‘caerse de lado’, deriva de pando, palabra que se aplica a las vigas o las paredes que se doblan o tuercen por el medio. Apañar designa la acción de tomar o atrapar con la mano, de ahí que el sentido general de apandar derive en robar, pero también en acaparar (que a su vez lleva implícita la acción de esconder algo para retirarlo de la circulación).[vi]

A causa del apando (vale decir) el sujeto queda efectivamente sustraído, apartado del resto con la única intención de doblarlo, para reincorporarlo a la comunidad torcido y apandado de por vida. Con su novela límite, José Revueltas hace que las palabras recuperen la memoria de lo que han sido y emprende el camino, según veremos enseguida, para una crítica radical de lo humano y de nuestras operaciones conceptuales.

Lo monstruoso o la utopía de lo real

Para hablar de El apando conviene remitirse de entrada a un libro más o menos reciente que se ocupa de éste y otros “relatos del periodo de Lecumberri”. En José Revueltas: una ontología carcelaria, Rodrigo García de la Sienra vuelve sobre algunos de sus trabajos para depurar —como él mismo dice—, sus materiales y perspectivas. La mención del último presidio donde Revueltas debió pasar casi tres años efectivamente dona a los cuatro ensayos ensamblados como libro un sentido unitario y sitúa en la realidad histórica un concepto (ontología) que poco tiene ya de la metafísica antigua.

Tanto Philippe Cheron como Edith Negrín —ella con bastante anticipación— habían colocado la cárcel en el lugar central del universo literario de Revueltas, pero —a decir de Rodrigo— Edith destacaba el encierro carcelario como una formulación de las prisiones de la mente impuestas por el dogmatismo militante. En José Revueltas: una ontología carcelaria se plantea, en cambio, que la cárcel y los “lugares otros que abundan en [la] literatura” revueltiana forman una “matriz simbólica” que vincula al autor de Los días terrenales con una “tradición alterna” (38) interesada en cuestionar la tradición nacional y los lugares asignados por esa tradición (esto es, el reparto vigente del prestigio y su capitalización material); por otra parte, la matriz simbólica revueltiana también cuestionaría (y esto es lo más importante desde mi perspectiva) las denominaciones empleadas para referirse al pueblo y la legitimidad de los intelectuales para asignar esos nombres y emplearlos (38). Especial interés encuentro en que Rodrigo García de la Sienra fije de nuevo la mirada en el papel del lumpen como parte de las ficciones revueltianas, ya señalado por Evodio Escalante, Andrea Valenzuela e Ignacio Sánchez Prado, y que lo lleve al ámbito de la reflexión sociológica y filosófica.

Al retomar y plantear sus discrepancias con los dos últimos investigadores mencionados, nuestro amigo (me animo a refrendar aquí mi afecto y pensar que la amistad no desactiva necesariamente la reflexión crítica), observa que el lumpen es un índice de los lugares otros o de los contra-emplazamientos a los que normalmente llamamos prisión, lazareto o burdel. Nos lleva así de las heterotopías a las paratopías: esos lugares ocupados de modo problemático por el escritor dentro del campo cultural al que pertenece. Con una cita de Dominique Maingueneau, Rodrigo precisa que estos lugares tienen algo de utópico y paradójico, pues se trata de sitios de negociación donde el escritor, por decirlo así, está y no está, confirma y niega su pertenencia, de ahí que “viva de la imposibilidad misma de estabilizarse”; la suya es por eso una “localización parasitaria” (Maingueneau en De la Sienra 46). Y aunque Rodrigo no lo señala yo me animo a confirmar algo que ya he perfilado en otro sitio: [vii] los lugares de sociabilidad que le interesan a Revueltas ciertamente son esos donde confluyen los desempleados, los agitadores, los militantes profesionales, las prostitutas, los ladrones, los policías y los escritores; es decir la diversidad entera del lumpen proletariado, incluido en ese conjunto el escritor, percibido por Baudelaire en más de un sitio como alguien que vende sus confesiones por unas monedas, en franca y explícita referencia a la prostituta. Visto así el universo del proletariado caído o defenestrado, resulta menos anómalo el mundo de Los errores (sexta novela de Revueltas) donde proletarios, intelectuales, ladrones y prostitutas entrelazan sus destinos. La localización del escritor canónico y su situación subjetiva es problemática justo porque no se asume como parte del excedente; Revueltas, en cambio, se figura a sí mismo como parte del proletariado caído y muestra que se puede pensar desde ese ahí terrible donde lo real siempre resulta inaparente.

Rodrigo hace una lectura del prólogo a la segunda edición de Los muros de agua[viii] capaz de sobreponerse a las pretensiones de que el escritor condensó ahí sus ideas estéticas. En ese deslumbrante poema intelectual de Revueltas, entre epistolar y ensayístico, Rodrigo identifica una “semiología de lo inaparente” (47), que habría sido perfilada por Revueltas más o menos en los siguientes términos: lo terrible está siempre en lo más sencillo y angustioso y viene a ser incomunicable por dos razones: “cierto pudor del sufrimiento por expresarse” y la “inverosimilitud” de la expresión (Revueltas en De la Sienra 49); es decir, lo incomunicable tiene que ver con la imposibilidad de mostrar que esto de aquí tan al alcance de la mano es espantoso y cierto. “Lo terrible es siempre inaparente” (en De la Sienra 50), dirá Revueltas al recordar el momento que se vio en medio de personas infectadas por la lepra, y de ahí Rodrigo parte para afirmar que el escritor realista emprende la tarea de ver y que ésta consiste en “identificar las huellas materiales de lo terrible inaparente”, en “hacer surgir los rasgos enterrados del horror de entre las cosas más banales” aun cuando el escritor se aleje de los “códigos de verosimilitud” a los cuales se está acostumbrado (49). Por mi parte añado que el realismo revueltiano se dirige precisamente a desbordar los códigos operantes para la generación de sentido: la lepra como infección de la piel es en efecto algo que está en la superficie, y si por encima es terrible, el espanto mayor está adentro, en el corazón, los sentimientos y los deseos humanos de quienes tienen un rostro animal o muerto a causa de la lepra (la frase debe tomarse primero en sentido estricto y luego trasladarse a cualquiera que se sienta libre de la infección). El rostro inhumano (la acción, la palabra, el gesto) es el índice en este caso negativo que confirma una deriva interior: lo humano es ese proceso por el que nos constituimos en monstruos, en efectivas figuraciones aberrantes de lo humano o bien en muestras humanas del exceso y lo terrible. Estoy de acuerdo por ello en que “la tentativa de Revueltas —que hace pensar en Klee—” (53) no reproduce lo visible, sino que hace visible lo real. Y lo real o “al menos su semiótica”, dice Rodrigo, puede situarse “desde un punto de vista antropológico” entre la muerte y la animalidad (53). Diría que también desde un punto de vista estético lo real se halla entre ambas coordenadas, pues Lacan (342) sugiere que lo bello —y sobre todo en la tragedia— consiste en la experiencia del límite; de modo que vislumbrar la muerte y lo bestial tal como lo hace Revueltas conduce a esa otra experiencia extrema en la que no hay posibilidades de negociación espiritual: la escritura realista.

Rodrigo García de la Sienra nos lleva del prólogo mencionado a otro escrito que ya forma parte del periodo de Lecumberri.[ix] En ese material Revueltas le reprocha a Louis Aragón que se rinda ante la crítica oficial y oficiosa de los partidos comunistas cuando afirma que “el artista, de vez en cuando, ha de hacer teoría para defender su obra contra el dogmatismo y la utopía” (202). El escritor mexicano no sale propiamente en defensa de los mundos posibles o idealesimplícitos en esta última palabra, sino que asigna un sentido deslumbrante al concepto merced a una asociación; dice Revueltas: “La utopía jamás ha sido algo que amenace el arte… ¿No son una utopía los Desastres de la guerra, de Goya? Utopía de lo real, espanto de lo real. No; el artista no debería explicarse… [pues] Toda gran obra de arte crea una teoría… cada novela que escribimos es una teoría de la realidad vista desde donde sea” (202). La utopía sería entonces —según nuestra propia lectura— la teoría hecha arte narrativo, pero sobre todo sería una figuración plástica (y conceptual) del devenir monstruoso de lo humano. La mención de la obra de Goya, así como la comparación de los personajes pintados por el maestro español y los seres humanos infectados por la lepra, tienden un puente entre el escrito de Lecumberri y el prólogo a Los muros de agua. De la mención a los Desastres de la guerra partirá Rodrigo García de la Sienra para observar que Revueltas se inserta en una genealogía pictórica formada nada menos que por el Bosco, Brueghel, Goya y Picasso, pues en todos ellos hay “una potente imagen de la destrucción universal” (Gibson en García de la Sienra 59); a la postre y luego de comentar dicha genealogía, en la que también incorpora al pintor mexicano Francisco Goitia, habrá de sugerirse que en la obra de José Revueltas actúa un “realismo utópico”, que se aproxima al de Céline (43).

La expresión realismo utópico, aunque tiene la fuerza de las cosas bien dichas (y tanto que se emplea para dar título al segundo capítulo del libro), podría resultar imprecisa: inmediatamente nos hace pensar en esa otra formulación, despectiva en su origen, que fue la de socialismo utópico, misma que hoy se busca sustituir —con menos fortuna aun— por la de socialismo romántico. Pienso que utopía de lo real, tal como lo expresa Revueltas, corresponde mejor con el hallazgo de Rodrigo, el cual consiste en señalar que el realismo de Revueltas plantea “una realidad diferente, mítica, gracias a la cual podemos acceder a la experiencia de una organización que libera nuestra percepción de los marcos determinados de la episteme y las instituciones dominantes” (56). No puedo sino adherirme a esta proposición, si bien añado que Revueltas además de abrirnos un acceso mítico a la compresión de la realidad también es capaz de reconfigurar o crear los mitos, esos modos de representación o figuración que en Occidente han transportado el sentido de la existencia y el orden social. Si Antígona no hubiera existido, Revueltas la habría inventado, pues este personaje y su historia son uno de los mayores ejemplos de lo bello como experiencia del límite.[x] Rodrigo concluirá, en cierto punto de su reflexión, que el realismo consiste en esa “desviación” de la episteme que alcanza a dar forma al “horror en devenir, es decir a esa monstruosidad a la que llamamos historia” (67).

Junto con Rodrigo García de la Sienra podemos decir, entonces, que la obra escrita por José Revueltas desde Lecumberri nos coloca ante “dispositivos” o “maquinarias” textuales que activan una “arqueología de la memoria y el recuerdo” (135), “un saber desagradable” sobre la “condición de esclavo” (73) de la que siempre es presa el sujeto: ese mono aterrado y universal que aparece desde las primeras líneas en la última novela publicada por Revueltas.

El vicio de vivir o la parábola del goce

Mencionamos el principio y con El apando José Revueltas comienza nuevamente su relato desde el génesis: los vigilantes del presidio forman la pareja primordial, una dualidad que se desplaza en el perímetro paradisiaco donde todo movimiento y acción está marcada por la ausencia de memoria y reflexividad. Evodio Escalante, a quien debemos algunas de las lecturas más penetrantes de la obra revueltiana, ve en la descripción que inaugura El apando un “sesgo homofóbico” que implica “una más o menos equívoca relación homosexual” entre los celadores (138 y 139): “Estaban presos los monos, nada menos que ellos, mona y mono; bien mono y mono, los dos, en su jaula”, escribe Revueltas (11). Sin embargo, si atendemos a la práctica narrativa que consiste, como anotamos, en remitirnos al origen del universo para empezar otras de sus novelas,[xi] cabe proponer que no sólo podría verificarse en ese íncipit una marca de ambigüedad o traslación sexual sino, precisamente, el lejano índice edénico de una falta (de una ausencia) que permanece vigente en el cuerpo de los monos-policía: aunque parecen hombres (y mujeres), su perfil antropomórfico está varado en el punto mismo que marca el primer instante del universo, debido a su fundamental “no darse cuenta de nada” (14). Y si pueden ser “estúpidos” o “viles e inocentes, con la inocencia de una puta de diez años de edad” (13), es porque su ingenuidad precede a cualquier acto cercano a la experiencia y la memoria humanas, a ese saber que lleva a distinguir (pero sobre todo a presentir) la distancia entre el bien y el mal. Los policías están más presos que los presos Polonio, Albino y El Carajo, más recluidos que ellos (13), porque de suyo el Paraíso denomina un cerco, así pensemos en el perímetro de vallas que resguarda los jardines de la realeza o tengamos en mente el sitio donde Eva y Adán fueron (según el relato bíblico) colocados en el principio de los tiempos.[xii] En ese estado edénico, los monos se encuentran impedidos para darse cuenta de su condición antropoide, aunque también es probable que, “monos al fin”, no sólo “no sabían” sino que “tampoco querían enterarse” de que estaban “atrapados en la escala zoológica”, recluidos en la “interespecie” (11), a un paso de ser humanos, sí, pero también a un paso de no ser policías. Con esto deseo sugerir que también desde el génesis narrativo se marca el fundamento político que atraviesa el relato: los agentes “enjaulados dentro del cajón  de altas rejas de dos pisos” (11) también están enjaulados “dentro del traje azul de paño y la escarapela brillante encima de la cabeza”, esto es, varados precisamente como agentes de la policía, palabra que habrá de leerse en un doble sentido: primero como legalidad, o bien, como “un orden  de lo visible y lo decible” que concede o no visibilidad y voz a unas actividades pero no a otras (Rancière 44) y como Estado policiaco, es decir, como “violencia organizada” o ejercicio violento de una autoridad que vigila el orden asignado a los cuerpos (Revueltas, “Libertad del arte y estética mediatizada” 178 y 184). Pensar en los celadores bajo tales parámetros no reduce su complejidad, porque si pueden ser viles, crueles, e imbéciles también se les observa como sujetos antropomorfos cuya “cara estúpida era nada más la forma de cierta nostalgia imprecisa acerca de otras facultades imposibles de ejercer por ellos”; se observa que los habita “cierto tartamudeo del alma”, cierta dificultad de acceso al verbo por cuya causa sus “rostros de mico”, son “en el fondo más bien tristes”, tocados por “una pérdida irreparable e ignorada” (13). Como seres que no se saben a conciencia, como sujetos indeterminados y a la vez nostálgicos de eso que no saben que les falta, se explica también que se diga de ellos: “estaban ahí dentro de su cajón”, sin darse cuenta, “marido y mujer, marido y marido, mujer e hijos, padre y padre, hijos y padres, monos aterrados y universales” (14); con lo anterior, más que señalar una suerte de transustanciación sexual, lo que se verifica es una masculinización del polo femenino, una contaminación antropoide y policiaca de la mujer. No es, pues, sólo una cuestión de sexo sino de género la que intensifica el valor filosófico de los términos empleados por Revueltas y la que lleva a pensar en los monos-policía como ese uno, esa mónada policiaca que vive presa de cierta dualidad oscura y quebrada, propia de una sociedad que no quiere “enterarse” (11) de que la vigilancia y la delimitación espacial bajo la que se articula la existencia individual y colectiva es tanto la expresión de un poder como la manifestación de una impotencia, puesto que racionalmente es imposible justificar el orden policiaco y su ejercicio violento. Aunque al hablar de mónadarecurro a referentes filosóficos que ya han sido explorados por Rodrigo García de la Sienra, considero que mis aproximaciones difieren de las suyas al menos en un punto: más que establecer una ontología carcelaria[xiii] lo que me interesa explorar es la política inscrita en el relato y la consecuencia ética que lo excede, aun cuando ésta dependa de su forma narrativa.

La masculinización policiaca de lo femenino reaparece en un pasaje plenamente sexual que consiste en una especie de palimpsesto de sensaciones y recuerdos, suscitado por la exploración que la celadora practica en la vagina de Meche como parte del procedimiento de registro al cual eran sometidas las mujeres que visitaban a los adictos y a los “agentes más activos del tráfico en el interior de la Preventiva” (39). Bien visto, el pasaje resulta escandaloso porque los personajes forman una especie de trinidad masculina donde Meche, Albino y la celadora actúan cada uno frente al otro ejerciendo los atributos del “macho” (28). La joven lleva las sensaciones vividas en compañía de Albino al momento en que la celadora la toca: recuerda el vientre tatuado de Albino e imagina que es ella misma la que hace danzar a la pareja de adolescentes indostanos que forman el tatuaje de su hombre; seduce como ella fue seducida y en un giro adicional de la imaginación toma el lugar del hombre; la celadora queda así, “apenas menos que metafóricamente, pues le bastaría una palabra para hacerlo de verdad”, en la propia posición que Meche ocupaba “bajo el cuerpo de Albino” (28). De nuevo, la gran ausente aquí es la mujer, no como cuerpo, sino como entidad no masculinizada, pues Meche, una vez que se dispone “a funcionar en plan de macho” (28), seduce a la celadora, quien por su parte emplea su autoridad para violentar a la joven; no obstante, el espectro de Albino encarnado en Meche es el último término en esta cadena de posesiones. Y aunque la paradójica relación ilustra magistralmente la aparición de lo Real y lo terrible del deseo de la joven, interesa sugerir que es Albino quien termina copulando con sus antagonistas; en esta tercera posesión es donde la fantasía de Meche adquiere significado, pues desde el principio de la novela está dada la identidad entre mona y mono. La unión sexual de Albino con la celadora (a un tiempo apócrifa y real porque sucede en el cuerpo de Meche) sería la verdadera transacción que unifica a presos y custodios, arreglo que deja en el pasado la exuberante y libérrima experiencia sexual entre Meche y Albino, vivencia anterior a la cárcel y ajena por tanto al dominio policiaco.

Habrá que insistir: Meche no bloquea el trauma de la violación en curso,[xiv] más bien se confirma en medio de una “conjura biográfica” (30) donde ella se desvanece para asumir la postura de Albino. La joven (como la celadora) se sabe tan “envenenada en absoluto por el amor de los adolescentes indostanos” (tatuados en el vientre de Albino) y por la cópula que imagina, que se siente expulsada de sí misma por ese “acontecer enrarecido”, pero a la par vislumbra que lo indecible de su deseo se encuentra articulado con el imaginario sexual mediante la imagen carnal tatuada en el cuerpo masculino. Y conviene insistir en ello porque el goce no se relaciona tanto con la posesión ni con el disfrute sino con ese excedente inmanejable que bien puede corresponder con un “lenguaje nuevo, secreto y de peculiaridades únicas, privativas, de que se [sirven] las cosas para expresarse”, no en conjunto o en general, sino “cada cosa aparte, específica, con sus palabras, su emoción y la red subterránea de comunicaciones y significaciones”, misma que sin importar el tiempo ni el espacio liga a la cosas “unas con otras, por más distantes” que se encuentren “entre sí” (29-30). El goce forma parte —para seguir empleando palabras de Revueltas— de una “arqueología de las pasiones” donde “cada hecho imperfecto” busca “su consanguinidad y su realización, por más incestuoso que parezca, en su propio gemelo”; sin embargo, en esta tendencia, la cercanía siempre quedará incompleta y las aproximaciones no serán sino “la imagen más semejante” a eso de lo cual “la forma es un anhelo”, o bien, “la parte móvil de cierta desesperanzada eternidad” (30-31). Lo que se reprime, en suma, no es algo oscuro ni recóndito sino la presencia de lo Real en la vida, es decir, de aquello que no puede traducirse en conceptos para incorporarlo a la matriz simbólica que nos hace hablar de sentido. Precisamente, eso que resulta intraducible e irritante, con frecuencia toma la forma del residuo, de lo inútil o lo execrable, de lo que no sirve para nada y sin embargo resulta necesario: inservible como es, El Carajo (personaje tuerto, es decir, sin un ojo o de vista torcida) no encarna el goce ni mucho menos habrá de tomarse como su representación; más bien es el gesto puro y excedente de una sociedad tan carcelaria como policiaca.

Cuando Revueltas acepta que El Carajo es un “tipo ético” (cill 167) lo hace impulsado por la pregunta que le plantean los integrantes del Seminario del Centro de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana en agosto de 1975. “El problema de la libertad se condensa tan claramente en El Carajo”, afirma, que este personaje “representa toda la infamia, toda la humillación y la ignominia de estar preso. Esto le da cierta lucidez respecto a sus problemas” mientras los demás se entregan a la pura sensualidad (167). Lo anterior parece autorizarnos para pensar en el personaje casi como un héroe en sentido llano. No obstante, El Carajo se encuentra lejos de ser un tipo ético de carácter afirmativo frente a la opresión; si el personaje condensa el problema de la libertad es precisamente porque está preso, no porque logre liberarse. Su acción es ética porque, aun consciente de su encierro, opta voluntariamente por el vicio de vivir; moralmente su vileza supera la de los monos, a quienes el narrador concede la posibilidad de no saberse presos; inconscientes de su estado, también se encuentran negados para comportarse como sujetos éticos; lo suyo es el instinto de conservación tanto como lo propio de Albino y Polonio es la venganza o la confrontación directa como medio para preservarse o prosperar. La asociación gregaria de los monos entre sí, de los monos y sus familias, de los hampones y aun de los familiares que visitan a los reclusos, se expresa varias veces desde el principio de la novela, pero se ofrece en términos redondos cuando comienza la “huelga” planeada por Polonio para que mediante una protesta a gritos por parte de Meche y La Chata, la madre de El Carajo entregue un paquete de droga a los apandados. Cuando la mujeres se habían montado ya en el barandal superior del edificio para exigir con “los gritos y aullidos más inverosímiles” (46) la salida de los apandados, de la Comandancia del penal partió “un rondín de diez celadores” que atravesó el patio de la crujía “atentos más que nada a no aislarse del grupo, de la tribu”, para no “quedar a solas en medio de la multitud” de clanes (49-50): “cada clan” —explica el narrador— estaba reunido en el patio, “hombro con hombro, mujeres, niños, reclusos, en una especie de agregación primitiva y desamparada, de náufragos extraños unos a otros o gente que nunca había tenido hogar y hoy ensayaba, por puro instinto, una suerte de convivencia contrahecha y desnuda” (48). En el reino carcelario del instinto, el tuerto es el único sujeto ético porque se sabe preso y encuentra la forma de usufructuar voluntariamente su condición. No obstante, y esto es lo que intento destacar ahora, su conciencia es tan parcial como su campo de visión, porque intoxicado como está por la vida no encuentra otra manera de realizarse que confirmar en los hechos lo que Albino consuma en la fantasía de Meche: una entrega (tan consensuada como inadvertida) de su capital simbólico a nadie más sino a los celadores, a los agentes del orden policiaco. Meche pone a disposición de la celadora el tatuaje de Albino tanto como El Carajo delata a su madre y la pone a disposición del “oficial” que llega al mando de una veintena de custodios para someter a Polonio y Albino, pues los presos, una vez que fueron sacados del apando, habían conseguido quedar encerrados en la sección de la crujía que formaba un cajón de rejas y molían a golpes al Comandante del penal y a tres custodios. La delación de El Carajo se ha interpretado como el instante de autogénesis mediante el cual el personaje se libera definitivamente, y ya sin depender de la madre queda “en el desamparo, que es decir en la libertad, en la vulnerabilidad más absoluta” (Escalante 142). No obstante, si tomamos en cuenta que la dialéctica no es progresiva, se abre una posibilidad diferente: en un primer momento, Polonio y Albino salen del apando y deciden encerrarse “en la misma jaula de monos” (formada por las rejas dispuestas en el patio de la crujía) con el fin de confrontarse directamente con los celadores (53), mientras que El Carajo sale por segunda vez del claustro materno cuando denuncia a su madre pero sólo para quedar nuevamente atado, ahora por su delación; vale decir que el antagonismo instintivo de sus compañeros de apando es negado por la adhesión de este personaje al circuito de la economía policiaca que implica la participación de quien traiciona y denuncia. Con El Carajo no nace la libertad de quien se sabe solo frente al infinito sino la libre aceptación del Estado policiaco, el pacto con la tentación totalitaria o al menos con el autoritarismo. La cuestión decisiva no es nacer, sino para qué se nace y con quién se firma un pacto de vida. El Carajo no es la conciencia de sí desenajenada, sino la conciencia que por sí misma se enajena a la autoridad con el único fin de prolongar la existencia. A lo que el personaje no puede renunciar es precisamente a una figuración de la lepra: al “horrible vicio de vivir, de arrastrarse, de desmoronarse como… se desmoronaba, gozando hasta lo indecible cada pedazo de vida que se le caía” (23); al final del relato El Carajo encuentra que la única forma de prolongar semejante lepra espiritual consiste en la entrega sin sentido de su origen, pero sobre todo de lo que ese origen implica o resguarda: la vida, es decir: “el paquetito” inserto en la vagina (23), la cápsula de una droga existencial que desde la matriz alimenta a los hijos.

“Y así es como las cosas que no quieren decir nada significan de pronto algo, pero en un dominio muy diferente” (Lacan en Zizek 87). Estas palabras, propias de la esfera del psicoanálisis, valen también cuando nos ocupamos de analizar esas situaciones paradigmáticas cuya marca esencial es la paradoja y el enigma, y cuyo cuerpo narrativo no sólo ha de interpretarse por sus elementos internos sino también por el momento de su enunciación; me refiero a la parábola. El relato parabólico rehúye la identificación inmediata de sus elementos con cierto repertorio de símbolos porque hace valer la naturaleza del enunciado-significante que se deja atravesar por variadas significaciones sin dejarse dominar por ninguna, antes bien deja en quienes leen o escuchan el trabajo de urdir cierta red de significaciones abstractas (que lo son en tanto actividad cognoscitiva que se materializa en el cerebro) y la opción de urdir un acto de la voluntad, operación sin duda mediada por la matriz simbólica (religiosa, doctrinaria o ideológica) pero también por un cuerpo. Diríamos que la parábola no significa nada sino en la medida en que pasa por nuestra acción subjetiva (o viceversa: no significa hasta que la atravesamos con nuestra experiencia como sujetos).[xv] El Carajo puede ser la encarnación de la libertad o del vicio de vivir porque el relato no está dispuesto sólo para el personaje, sino que también apela a ese sujeto que, fuera del relato, habrá de conducirse éticamente en una dirección u otra: “El Carajo es un tipo ético —como lo indica Revueltas— en el sentido en que es un instrumento para una visión ética de la realidad” (cill 167). Al personaje le falta el ojo derecho, de ahí que si asomara la cabeza por el postigo del apando sólo vería la superficie de hierro semejante a una bandeja; en lo hechos no vería nada, porque ni siquiera podría ejercer la visión oblicua y parcial que le estaba dada a Albino y Polonio por el sólo hecho contar con dos ojos, esto es, con un sentido completo de la vista que, sin embargo, dentro del apando, se reduce a un órgano solitario; allí ambos eran tuertos y el tuerto un ciego. Los ojos que faltan son precisamente los del lector, los de quienes (se supone) tienen una visión absoluta del relato y podrán por tanto emprender su propio y personal acto ético.

De El Carajo se ha dicho también que es “el único” que “se engendra a sí mismo” (Escalante 142). No obstante, el “deliberado autoparirse” (35) no aparece en el relato asociado al tullido sino a sus dos compañeros de apando. “Ayudado por Polonio, Albino terminó de colocar la cabeza ladeada encima de la plancha”, apunta el narrador, que previamente describe y considera la puntualidad del procedimiento necesario para “introducir —o sacar— la cabeza en este rectángulo de hierro, en esta guillotina”: “trasladarse —dice—, trasladar el cráneo con todas sus partes… al mundo exterior de la celda, colocarlo ahí del mismo modo que la cabeza de un ajusticiado, irreal a fuerza de ser viva, requería un empeño cuidadoso, minucioso, de la misma manera en que se extrae el feto de las entrañas maternas, un tenaz y deliberado autoparirse con fórceps…” (34-35). Con todo y que el hecho de llevar la cabeza al exterior queda señalado con un verbo reflexivo, el esfuerzo autónomo no es absoluto, porque Polonio actúa casi como partera de Albino. Cuando finalmente estos dos personajes aceptan que El Carajo se asome al postigo, pues calculan que sólo así conseguirán la droga que está en posesión de la madre, no se indica si alguno de los dos auxilia al tullido en la difícil operación; sí se describe en cambio, que tan pronto como Albino “sumió trabajosamente” la cabeza en la celda, la madre “pudo ver, casi enseguida, igual que si se mirara en un espejo, cómo paría de nueva cuenta a su hijo” (49). Al Carajo no le costó esfuerzo alguno asomarse fuera de la celda y el relato más bien nos hace notar que es la madre quien se ve parir. El apremio del hijo que demanda el paquete de droga (tal como el infante exige su alimento) contrasta con la imagen de la “Dolorosa bárbara”, que no observa la muerte sino la llegada al mundo de su aterrador hijo, a pesar de todo humano. Detenido en el apando, “apandado ahí dentro de su madre” (20) o capturado en el instante especular de su nacimiento, El Carajo llega al mundo como un ser para la cárcel; su delación sólo confirma esta sucesiva traslación de encierros. Sin dejar de ser el mismo, nace también como un sujeto nuevo: su nombre es el significante de la eterna circulación carcelaria, de algo (de alguien) “que valía un reverendo carajo para todo”, que “no servía para un carajo” (15) y sin embargo se hace necesario, no por sí mismo sino por el simple hecho de que se le ha asignado un origen y se le adjudica un valor del cual se puede sacar ventaja; de ahí que se afirme: “Tener madre era la gran cosa para el cabrón, un negocio completo” (41). Para Albino y Polonio, que no han comprendido el precio que ha de pagarse por algo que está vacío, no tiene ya ningún caso matar al Carajo: “ya para qué”, concluyen. El tullido en efecto es ahora un sujeto sin madre, sin valor de origen, pero en cuanto se sabe vacío comprende que en su ausencia de valor radica nuevamente su poder. Porque no se reconoce en nada, porque no encuentra límite, puede asociarse con el orden que le garantiza seguir “gozando hasta lo indecible cada pedazo de vida que se le [cae]” (23). No en balde, en sus primeras páginas, la novela llama la atención sobre “los billetes de los ínfimos sobornos, llenos de mugre… que tampoco salían nunca de la cárcel, infames, presos, dentro de una circulación sin fin… billetes de mono” (14). El apando, en este sentido, es menos una celda concreta y más bien, como el uso de la palabra indica, un lugar de espera dentro de una cárcel universal, una pausa en la infinita circulación donde los sujetos optan por “no darse cuenta de nada” (14), o bien donde la conciencia mutilada pacta con la evanescente posibilidad de sacar provecho de la muy propia y entrañable miseria absoluta. El apando, en suma, sería el sitio donde los sujetos se sustraen eterna y voluntariamente de lo real.

Negación de la negación

Por lo pronto, para obligarnos a concluir, digamos que en la situación efectiva del preso, Revueltas se rehúsa al apando, niega dialécticamente la situación donde lo humano se desfigura o se sustrae de sí. Y aunque tal vez no alcance a expresar el sentido de la acción literaria que pone en marcha José Revueltas, añado lo siguiente: en su última novela publicada en vida, el escritor entabló una lucha contra el logos en la que, no obstante, echó mano del logos históricamente inscrito en un significante. Tal vez con esto sólo alcanzo a expresar lo aparente de su acción literaria; sin embargo, espero que bajo la apariencia se encuentre también, en este caso, lo real.

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[i] Dice Revueltas: “La geometría es una de las conquistas del pensamiento humano, una de las más elevadas en su desarrollo. Entonces hablar de geometría enajenada es hablar de la enajenación suprema de la esencia del hombre. No del ser enajenado desde el punto de vista de la pura libertad, sino del pensamiento y del conocimiento…” (cill 172).

[ii] Diccionario del Español de México (DEM). El Colegio de México, A.C., http://dem.colmex.mx. Consulta en línea: 5 de mayo de 2018.

[iii] Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español. Versión 3.1. Consulta en línea: http://web.frl.es/CNDHE/org/publico/pages/consulta/entradaCompleja.view. 1 de mayo de 2018.

[iv] Nuevo Diccionario Histórico del Español. Fichero General. Real Academia Española. Consulta en línea: http://web.frl.es/fichero.html. 1 de mayo de 2018.

[v] Por otra parte, no deja de ser llamativo que en la versión 3.1 del Corpus del Nuevo Diccionario Histórico de la Lengua Española las últimas apariciones del sustantivo y sus formas verbales correspondan casi en su totalidad, precisamente, a la obra de Revueltas.

[vi] Para todas las definiciones referidas en este párrafo véase la entrada ‘apandar’, del Nuevo Diccionario Histórico del Español. Diccionario Histórico de la Lengua Española (1960-1996). Consulta en línea: http://web.frl.es/DH.html. 1 de mayo de 2018.

[vii] “Espectro social de una escritura: entre Las flores del mal y Los errores”. Malatesta 1 (2018): 12-21. Disponible en línea: https://obranegra.blogspot.mx/2018/03/malatesta-cuaderno-en-obranegra.html.

[viii] La novela se terminó de escribir en la madrugada del 3 de octubre de 1940, en las vísperas de la muerte de Silvestre Revueltas, hermano de José y quizá el mayor compositor mexicano; fue publicada por primera vez el 10 de mayo de 1941, a insistencia de Rosaura, actriz y hermana del escritor, así como de Olivia Peralta, primera esposa de José (ambas reunieron los fondos para la impresión). La segunda edición vio la luz en marzo 1961, cuando el novelista cumplía sus “veinte años de escritor”; pero “no es ésta mi primer novela”, aclara Revueltas, “así se trate, sin embargo de mi primer libro propiamente dicho. Escribí antes de Los muros de agua (y esto debe ser por los años 37 y 38) una novela corta, El quebranto” (“A propósito de Los muros de agua” 9). El quebranto se extravió y apareció fragmentariamente en el volumen que reúne la obra póstuma del escritor: Las cenizas; en el entresiglo se encontró una copia entre los papeles de su segunda esposa, María Teresa Retes, según información proporcionada por Philippe Cheron, editor junto con Andrea Revueltas (hija de José) de las obras completas del escritor mexicano. En Los muros de agua se recogen algunas de las “impresiones” que Revueltas experimentó durante dos “forzadas estancias” en el penal de las Islas Marías (10).

[ix] Se trata de un conjunto de apuntes sobre escritores redactado en su mayor parte durante la prisión de Revueltas en Lecumberri; forman parte del volumen Las evocaciones requeridas (Memorias, diarios, correspondencia) II (201-208).

[x] Sobre esta proposición remito a En el umbral de Antígona: notas sobre la poética y la narrativa de José Revueltas.

[xi] Los días terrenales (1949): “En el principio había sido el caos…”; Los errores (1964): “Dentro de algunos minutos comenzarían todas las cosas… en una especie de infinito”.

[xii] Paraíso: Del latín tardío paradīsus, este del gr. παράδεισος parádeisos ‘jardín’, ‘paraíso’, y este del avéstico pairidaēza ‘cercado circular’, aplicado a los jardines reales. Diccionario de la Lengua Española. Consulta en línea: http://dle.rae.es. 1 de mayo de 2018.

[xiii] Dice Rodrigo García de la Sienra, por ejemplo: “El apando presenta una estructura monádica, en la que cada partícula, cada célula prisionera de mono contiene, en tanto pluralidad, al universo entero, que a su vez no es sino una cárcel. En pocas palabras: cada órgano o célula de mono es una cárcel en la que está contenido todo el universo, esa gran prisión” (98-99).

[xiv] La insistencia se debe a que incluso Francisco Ramírez Santacruz acepta que lo traumático es el abuso: “en el caso de Meche el poder de la memoria, en un acto de autodefensa, tal vez de manera inconsciente, no permite que la vejación como tal que de grabada en la mente” (119).

[xv] Nuestra concepción de la parábola parte de la que ofrece el exégeta Joaquim Jeremias en Las parábolas de Jesús.