La UNAM: el peor escenario posible
CE, Intervención y Coyuntura
Muchos podrían pensar inimaginable la pesadilla que significó para varias generaciones ser estudiante de la UNAM. En la década de 1990 aquello era un estigma: la campaña neoliberal de desprestigio de lo público afectaba también al ámbito universitario. Cuando se ingresaba al bachillerato se rumoraba que los egresados de la UNAM tenían pocas posibilidades laborales, una especie de destino fatal compartido por quienes no podían pagar alguna universidad prestigiosa. Y es que un pasado inmediato, conflictivo (la huelga sindical de los 70, la estudiantil de los 80), convergía con el posicionamiento de la “izquierda rijosa” en el seno del joven PRD, que, también para sorpresa de muchos hoy, era visto en esos mismos años 90 como el partido del desorden, la protesta y porque no, del socialismo.
El clímax fue 1999, la huelga “plebeya” que hizo tambalear, ligeramente, el orden universitario y no por la capacidad política del movimiento estudiantil, sino por la furia de su presencia, transmutada en intransigencia: “no tenemos nada y no queremos nada”, bien pudo haber sido el lema del CGH. Una joya de la corona del Estado mexicano estaba seriamente aboyada y había que pensar si deshacerse de ella o repararla; la oligarquía eligió lo segundo, desistiendo cualquier premisa privatizadora. Hasta hoy en día, aquel conflicto es un “secreto de familia”: se puede festejar con bombo y platillo el 68, ser solemnes recordando el 71, incluso incorporar las demandas feministas actuales en el discurso y la institucionalidad universitaria… pero el 99 hay que olvidarlo. Aquel movimiento fue un parteaguas, tanto por sus lógicas violentas e irracionales (que las tuvo y no pocas), como por ser la expresión más pura y prístina del neoliberalismo. En su maximalismo e incapacidad de negociación, el CGH demostró algo: la universidad estaba ganada por unos cuantos y no bastaba con repartirse el botín al ser integrado.
Juan Ramón de la Fuente inició la operación de recomposición del orden universitario recién inaugurado el nuevo siglo. Quienes han visto la UNAM en las primeras décadas del siglo XXI vieron aflorar la institución-marca registrada, identidad y orgullo de superioridad moral e intelectual (“yo entré a la UNAM y tú no”). Algunos campeonatos de fútbol ayudaron también para dejar la huella del “hecho en C.U”. Un esfuerzo enorme por lavar la cara, restablecer y pulir la joya de la corona y colocarla de nuevo, al menos imaginariamente, en el centro, como si en verdad fuera la “universidad de la nación”. Esto último, por supuesto, relativo, pues el poder en el periodo neoliberal se trasladó al ITAM u otras instituciones. Incluso en términos de las movilizaciones, la Iberoamericana y el propio ITAM parecieron ganarle el micrófono a los unamitas en 2012; y es que en la época actual puede más el video en youtube de los güeros de la ibero que las aburridas asambleas interminables. Esto, por supuesto, se expresó en quiénes ocupaban los puestos de decisión en el Estado. Si la UNAM se convirtió en una marca registrada que neutralizaba sus conflictos, las cosas relativas del poder se jugaban en las universidades privadas.
No sabemos como terminará la relación de la UNAM con la 4T. Es claro que para AMLO su antigua casa de estudios es un tema secundario, expresión de una forma decadente de administrar los recursos: grandes cantidades de dinero que se pierden en limbos administrativos y atienden a sectores pequeños de la población, las más de las veces, de sectores medios. Mientras que para gran parte de los profesores universitarios que votaron por AMLO este debería de dar más recursos, de manera incondicional, para el presidente es claro que eso fortalece a una micro-oligarquía a la que ya no hay que darle más capacidad financiera. El camino no está, para la 4T, en la construcción de instituciones educativas alejadas de los problemas reales, aisladas en su propia gloria pasada. Por ello, para gran parte de las voces de “especialistas” dentro de la UNAM, las universidades Benito Juárez son anti-universidades: se encuentran ancladas en el territorio, responden a preocupaciones específicas de las poblaciones y la investigación no es una burbuja solipsista, sino una corresponsabilidad de la práctica. Son, con toda propiedad, el contra-ejemplo de la UNAM de nuestros días. Las Benito Juárez no buscan cultivar una capa burocrática ni una intelectualidad arrogante.
En la UNAM, sin embargo, la situación de crisis es más evidente cada día. Como toda institución de dimensiones desproporcionadas, la UNAM es muchos mundos: estudiantes de primera generación que pueden acceder a la educación superior o a posgrados, profesores de linajes históricos que continúan tradiciones familiares antiquísimas, aparatos culturales algunas veces más, algunas menos, democratizados, entre otras muchas virtudes y defectos. La crisis actual en torno a los pagos de profesores revela, de manera dramática, un nuevo clímax. Aun indescifrable en un punto, pues pensar que el conflicto o la crisis se motiva a partir de problemas aislados o particulares, es un error. Quienes han hecho política universitaria saben bien que lo último que hay alrededor de los conflictos son casualidades o contingencias. Los conflictos universitarios suelen estar marcados por la política del pasillo (¿virtuales?), las alianzas, las manipulaciones, los mensajes cifrados y por supuesto problemas reales y legítimos.
¿Cuáles son algunos elementos de la crisis? Existen, por un lado, estructuras precarizadas de trabajo que contribuyen a sostener la labor cotidiana de la enseñanza, en la medida que una capa delgada de profesores con estabilidad atiende pocos cursos (dependiendo de la categoría la disminución de horas obligatorias, para los investigadores el nombramiento es mínimo y los estímulos económicos no contemplan la obligatoriedad de la docencia a nivel licenciatura). Por el otro, una profunda precarización alentada por el “prestigio”. Todos los egresados de posgrados saben lo difícil que es dar una clase en esa universidad, en la medida en que no existen concursos ni convocatorias para las asignaturas. Imperan, por el contrario, formas discrecionales de ingreso (algo de lo que, en este periodo, se ha hablado poco) vinculadas a las clientelas que forman coordinadores de carrera o directores. Hay que decirlo: no cualquiera entra hacer parte del precariado universitario, se necesita algo más que notables méritos o currículums engrosados.
Existe también un mundo ultra-neoliberal, que llega al extremo de tener profesores que no reciben sueldo por su trabajo. Aunado a todo esto ello, el trabajo universitario –independientemente del escalafón– se encuentra golpeado salarialmente. Por supuesto que los precarios universitarios no tienen las condiciones sociales, culturales o simbólicas que el precariadode los call center, McDonald´s o Starbucks. Ello vuelve más compleja la situación, pues se trata de una capa de “élite”, que reclama un lugar por el que ha pugnado, pero que enfrenta no un “mercado académico” con concursos, puntos y supuestos méritos, sino lógicas de cooptación, favores, familias y prebendas.
¿Hay salida? Parece que estamos en un empate catastrófico, con las peores señas por delante. Por un lado, no hay propuesta financiera de recuperar salarios o de obtener basificación del personal hoy precario: presupuestalmente pensar eso supone una dificultad grande. Además, un sindicalismo neutralizado y entrampado en su propia lógica cotidiana, carente de perspectiva hacia estos problemas. En el peor escenario, todo esto se acompaña de una comunidad estudiantil alentada a “denunciar” a quienes no sean solidarios, aprovechando los nuevos formatos del fascismo societal que pone a pelear a los subalternos mientras las élites son intocables. Y quizá, como nunca, una estructura oligárquica-colonial de cargos y prebendas inamovible. Es un caldo de cultivo ideal para la inmovilidad. Por más que se aparente que algo se está formando y cuestionando el orden, lo que tenemos es lo contrario: hay que aparentar que todo cambia para que nadie cambie, recordando a Lempedusa.
En 1999 se hacía el chiste de que la huelga era un conflicto entre linajes ibéricos: los Barnés de Castro contra los Ímaz. Como buen chiste, decía algo de lo que no se podía hablar abiertamente y aun hoy, aparece levemente desvanecido: en el fondo, la universidad nacional le pertenece a algunas familias, el resto, somos invitados tangenciales a esa mesa, donde nos tocan unas pocas moronas, por las cuales peleamos, competimos, denunciamos y lo que haga falta. Ahí están los apellidos de los rectores o eméritos para recordar la cuestión del colonialismo interno: Barnés de Castro, De la Fuente, Graue Wiechers, Sarukhna Kermez, Bartra Muriá…